Read Fabulosas narraciones por historias Online
Authors: Antonio Orejudo
Luis Araquistáin, que junto al Temario y a otros residentes presenció por casualidad la escena desde la puerta principal, dice que los tres saltaron a la vez sobre Juancho el Fino, que Juancho se esperaba cualquier reacción excepto ésa, y que, por eso, se quedó al principio como paralizado. Araquistáin dice que durante cinco o diez minutos le corrieron literalmente a sombrerazos por todo el recinto de la Residencia, arreándole de cuando en cuando alguna que otra patada en el culo sin malicia, con el interior del pie, para que corriera más deprisa. Dice que todos se reían; que algunos residentes se asomaron a las ventanas, pero que nadie hizo nada por impedirlo; que el Moreno, como se ha dicho, no estaba y que parece que los del Sindicato habían convocado una reunión urgente después del discurso del Temario. Araquistáin dice que salieron del cuarto del Cantos precisamente cuando oyeron los gritos del Temario, a quien le faltó tiempo para subirse al banco del Duque y gritar a los que se habían agolpado en la puerta principal y a los que estaban asomados a las ventanas que lo que Pátric, Santos y Martini estaban haciendo con Juancho el Fino era el comienzo de la revolución; que había que perder el miedo; que había que utilizar contra las pistolas del Sindicato los únicos temas que tenía la gente decente: los pedos y los sombreros; y que había, finalmente, que reventar como fuese, delante del Rey y de Primo de Rivera, el Recital Extraordinario del día siguiente. Lo último que le oyeron decir muchos residentes fue:
—¡Viva la Revolución de los pedos y los sombreros!
«Distinguido amigo:
»Le agradezco su interés por mi salud, pero no debe preocuparse: son los achaques que Cicerón olvidó mencionar en su alabanza de la vejez. Los médicos me hacen análisis y lo único que encuentran es viejitis aguda por todas partes. Nada serio. Quiero decir: nada anormal. Usted siga escribiendo. Contestar a sus cartas se ha convertido en mi único pasatiempo. Es como escribir las memorias que nunca redacté. Por la mañana, si luce el sol, doy un pequeño paseo por el jardín; en ocasiones me detengo y tomo alguna nota, si recuerdo algo que pueda interesarnos. El doctor Komprintz está furioso conmigo. Esta carta será breve debido no a mi salud, sino al asunto, del que no tengo muchas cosas que decir. Fíjese: después de todo el tiempo que ha transcurrido, a mí Santos me sigue dando náuseas. Dice usted que su primera idea fue escribir en primera persona la autobiografía apócrifa de Santos Bueno. Todavía está a tiempo de hacerlo. Le aseguro que se vendería como rosquillas. Ya se encargaría él de que así fuera. Si se decide, titule el libro
Elogio de la mediocridad
y dígamelo porque yo quiero participar en el proyecto.
»A lo largo de mi vida me he tropezado con infinidad de seres banales, veniales y mediocres. Pero nunca he encontrado a uno tan orgulloso de no ser nada ni nadie como Santos. Orgulloso sólo en apariencia, porque en el fondo estaba amargado y resentido por no haber podido destacar en ninguna faceta de la vida. Ocultaba esta incapacidad bajo la máscara del
aura mediócritas.
Claro, él no lo explicaría así, entre otras razones porque a él esta expresión,
aura mediócritas,
le sonaría a espiritismo. Santos se moría por el reconocimiento público y hubiera hecho cualquier cosa para que le aclamaran multitudes. En cierta ocasión se me sinceró (de vez en cuando le daba por allí, sobre todo si estaba borracho) y me contó una ensoñación que tenía desde pequeño: unos maleantes raptaban a la hija del guarnicionero, uno de su pueblo que por lo visto tenía una hija muy guapa. Los delincuentes pedían un rescate tan alto que sólo podía reunirse con los ahorros de todos los vecinos. Entonces aparecía él, que venía de Madrid en un caballo blanco; le ponían al día de lo sucedido, y él rastreaba los alrededores del pueblo hasta que daba con la hija del guarnicionero. Liquidaba a los raptores, liberaba a la cautiva y entraba triunfalmente en su Fuentelmonge natal con la guarnicionera a la grupa. ¡Hay que ser muy infeliz para disfrutar con estas imaginaciones!
»Su familia había hecho una verdadera fortuna con la cría de cerdos en ese pueblecito de Soria, Fuentelmonge, y él siempre encontraba metáforas porcinoculturales para explicar el mundo. Usted no puede imaginar de qué manera estaba obsesionado con los cerdos. En cierta ocasión me contó que había soñado que sus hermanas le cogían de los pies y de las manos, y que le tumbaban en un banco de madera que usaban para las matanzas; que aparecía su padre con un gran cuchillo, que su madre presenciaba indolente la escena mientras limpiaba el caldero, y que cuando su padre iba a matarle él se despertaba. Un sueño de psicópata, claramente. Consiguió la plaza en la Residencia gracias a su tío, que era practicante y que le ponía las inyecciones a Amador de los Ríos.
»Por cierto, ¿ha oído usted hablar de Marcelino Cárdenas Bueno, primo de Santos? Ahora no sé; entonces Marcelino despreciaba a Santos con toda su alma, pero tenía la desgracia de ser familia directa y la obligación de soportarle en Madrid, ya sabe usted cómo son estas cosas, especialmente entre la gente de pueblo: los parientes deben sentir amor u odio, pero no indiferencia. Marcelino era un buen tipo. Ahora vive en México o en Argentina, me parece. Adquirió cierta fama de dramaturgo durante los años inmediatamente anteriores a la guerra. Le aseguro que tenía calidad. Recuerdo especialmente una obra suya titulada
Picadilly Tertulia,
que tuvo mucho éxito en Madrid y que a mí me encantó. Luego, el 39 se lo tragó como a tantos otros Su primo no debió de mover un dedo por él.
»En cuanto al comportamiento de Santos en la Residencia, creo que se llevaba bien con todos, desde el general Cantero hasta Cirilo Cometripas, lo cual para mí es síntoma de la más temible estulticia, Santos también hizo muchas gamberradas junto a Martiniano. Por supuesto, ninguna de ellas debe de considerarse tampoco atentado cultural, ni siquiera sana gamberrada, sino más bien acciones de un joven perturbado sexual. Eso es exactamente lo que era Santos, un obseso sexual, un
sex addict,
como se dice ahora. Santos me confesó que durante mucho tiempo estuvo obsesionado con las mujeres mayores y concretamente con su tía. ¿Sabe usted quién era su tía Carmen? Era la madre de Marcelino, la hermana de su madre.
»Desde muy temprano, Santos dio muestras de ser un niño prematuramente lujurioso y edípico. Cuando era pequeño colocaba una banqueta baja frente a su madre, la descalzaba y se pasaba horas sobándole los pies. Según me contó tomándoselo a broma, hasta que él no tuvo nueve o diez años, su madre no pudo bailar en las bodas con otro hombre que no fuera su padre porque si el niño Santos lo veía, empezaba a llorar y a revolcarse por el suelo, y no había modo de callarle.
«Cuando Santos llegó a Madrid, su tía Carmen ya no era la tía joven que había salido de Fuentelmonge hacía diez años; pero la infancia pesa mucho, y se enamoró de ella. Me dijo que lo había pasado muy mal: si iba con una prostituta, la prostituta era la tía Carmen; si compraba
La Pasión,
una revista pornográfica de la época, todas las mujeres le parecían la tía Carmen; cerraba los ojos, y la tía Carmen iba descalza a besarle los párpados y todo lo demás; los abría, y el mundo entero se parecía a la tía Carmen descalza, y entonces se metía en cualquier sitio para cerrarlos un rato; intentaba leer un libro con los ojos abiertos, y desde el blanco de la página le sonreía la tía Carmen, y tenía que cerrar el libro y los ojos también. No se podía estudiar un área de especialización si la mayor parte del tiempo se tenían los ojos cerrados. Resultado: suspendía todo. Lo único que hacía era masturbarse. Se masturbaba continuamente, como un mono, entre diez y quince veces diarias, creo. Una cosa monstruosa. Homero Mur, que fue su tutor en la Residencia, me dijo muchos años después que llegó a abrírsele la muñeca de tanto manipularse. Presumía de haberse hecho pasar por sacerdote para escuchar los pecados de las señoras. Les pedía detalles mientras, por supuesto, se masturbaba. Estaba enfermo y lleno de mierda.
»En fin, no quiero hablar más de él; cuestión de principios. Santos es para mí un tipo repugnante. Tengo muchos motivos para pensar así y él carecía de justificación para acabar haciendo lo que hizo y siendo lo que es. Lo que usted afirma de su padre es mentira. Su padre era un mendrugo; y aunque hubiera sido el monstruo que usted dice, ¿qué? Desde que lo pusiera de moda Kafka —al que usted menciona—, todo el mundo justifica su carácter, cuando no sus atrocidades, echándole la culpa al pobre progenitor. Kafka era un llorón. ¡A nadie nos ha hecho caso nuestro padre cuando éramos pequeños, y sólo a él se le ocurrió escribir un libro quejándose de ello! Por cierto, hablando de libros, ¿sería mucho pedir que me fuera enviando con sus cartas algunos capítulos del suyo?
»Mis mejores deseos. [Firma ilegible.]
»En Belle Terre, a 10 de marzo de 1987.»
3:00. Conticinio en la Residencia. Temario es despertado a hostias y sombrerazos en su propio cuarto.
3:10. Temario es amordazado e introducido en el maletero de un Paige-Jewett, que desciende silencioso por la calle Pinar.
3:22. Temario es sacado a hostias y sombrerazos del auto, y paleado en pleno barrizal del Campo Campana.
3:45. Temario es obligado a colocar su oreja a la altura de un culo. Oye, oye el tema, compañero, le dicen, escucha la revolución de los pedos. Risas. El del culo hace fuerza, pero no se oye un pedo, sino un disparo que le entra por un oído y le sale por el otro.
De clima templado; con sus 604 almas y 152 vecinos propensos a las hidropesías, las fiebres intermitentes, las pulmonías y los dolores de costado; situado al pie de una cuesta que lo resguardaba del viento del norte, en un terreno llano, fuerte y de buena calidad bañado por el río Nágima; comprendiendo una dehesa boyal, dos montes carrascales, así como una fuente de tres caños; y contando 190 casas, una iglesia parroquial de cura y capellán, un molino harinero, un horno de cocer pan, un hospital sin rentas y una escuela de instrucción primaria, Fuentelmonge, en la célebre provincia de Soria, esperaba con los brazos abiertos a su hijo pródigo y pajillero, que por primera vez en cinco años regresaba de morros al pueblo de marras. Fuentelmonge había sido siempre el último fin, su motor inmóvil, la última causa de todas sus consecuencias, el volver, volver, volver a tus brazos otra vez de todas sus acciones y duchas mañaneras. Fuentelmonge había sido siempre el descanso del guerrero, la calma tras la sostenida tempestad de permanecer en Madrid cuatro mesecitos, cuatro santos mesecitos. ¡Con qué alegría atravesaba él, sin tocarlos, estos santos meses mencionados, con sus trabajos, sus días y sus exámenes finales de las más variadas asignaturas, al encuentro de su pueblo natal, cargado de revistas ilustradas para su familia y vecinos! Aquella víspera de Navidad, sin embargo, se había buscado por todas partes y no se había encontrado en sus vísceras el cosquilleo ventral de las vísperas anteriores ni esas ansias por llegar a Fuentelmonge, que le hacían dormitar para que se acortara en la medida de lo posible el interminable viaje hasta Pozuel de Ariza, en la noble y baturra provincia de Zaragoza, la estación de ferrocarril más cercana. No temía, como otras veces lo había hecho entre vergonzoso y excitado, el encuentro con su padre en la estación; y no tenía, como otras veces había descubierto, dos boquetes practicados en las ijadas, que hacían inútil la entrada de aire mediante suspiros. Por primera vez en cuatro años de regresos navideños hubiera preferido quedarse en Madrid, frecuentando la mirada de María Luisa y ganándose con esfuerzo e ingenio todas las sonrisas que esbozara en estas señaladas fechas; hubiera preferido, la verdad, no emigrar a Fuentelmonge en medio de todo el cristo. ¿Se acordaría María Luisa de él? ¿Le tendría presente no de vez en cuando, sino a todas horas, como la recordaba él desde el día del ciervo? Se le abrían las carnes a Santos, y sus ojos empezarían a abrirse también aquellas navidades.
Sin dormitar, nunca había llegado tan pronto a Pozuel como aquella víspera. Nunca como entonces le había parecido tan bestia y tan maniático su padre, empeñado como todos los años en sacar los bultos por la ventanilla; y nunca tampoco le habían resultado tan rudimentarios la amistosa palmada de bienvenida en las collejas y su gerundio:
«Arreando».
Y el carro, con el padre y el hijo, tirado por dos mulillas cascabeleras, echó a andar. Parece que no hablaron mucho más durante el resto del trayecto o, si lo hicieron, se dice que fue sobre los tíos de Madrid o sobre las heladas de Fuentelmonge.
Las mujeres de su familia le esperaban alborotadas, y le llenaron de besos y salivilla. Luego vino lo de las vecinas: entraron varias que habían aguardado pacientemente el turno y le besuquearon clavándole en su mejilla virgen pelos y verrugas, mientras el resto comentaba que estaba muy mozo y muy guapetón y que si ellas le hubieran visto por la calle no le hubieran conocido. A algunas les faltó tiempo para preguntarle cómo era Babenberg, cómo era; y cuando Santos lo explicó, se rieron como viejas mulas lujuriosas, mostrando, las unas, amarillentas dentaduras melladas, y encías encarnadas como crestas de gallina las otras. Qué mozo está, pero qué mozo, gritaron. Algunas volvieron a agarrarle del pescuezo en un arrebato de no se sabía qué, y le plantaron diez besos babosos en la cara, hormigueándole en la comisura con sus bigotes de cerdas.
Solemne, la gorda de la tía Rosita fue la última que tomó asiento alrededor de las dos mesas cojas, unidas por un solo hule, donde a duras penas cabían todos. Esa noche era nochebuena y al día siguiente, Navidad; y la abuela había dicho, venga, venga, que se queda fría la sopa; pero eso no era cierto. Es más, hubo de transcurrir media hora para que alguien se atreviera finalmente a llevarse la primera cucharada a la boca. Como era tradicional, mientras la sopa se enfriaba, Santos hizo frente al turno de preguntas, que aquel año se centró, lógicamente, en su íntima amistad con el barón Leo Babenberg. La Justa y la Araceli, sus hermanas, fueron las más activas. Que cómo era el barón; que si era verdad que era muy alto, como había dicho en la carta; que cómo hablaba; que qué le dijo; que cómo era la baronesa; que si era verdad que era más guapa que en las revistas; que cómo era su villa alcarreña; que cómo que no había ido el Rey; y que cómo mató al ciervo. Los primos Manolín y Valentinín, entre tanto, se pellizcaban, se sacaban mocos, se reían, se descalzaban por debajo de la mesa y se lanzaban huesos de olivas con sus risas de conejos polutos. A continuación preguntaron por la familia. Que cómo estaban la tía Carmen y el tío Marcelino, que si había ido a comer alguna vez a su casa y que cómo estaba el primo Marcelinín por esos mundos. Al oír que se interesaban por Marc, Santos, que le seguía dando vueltas al modo de preguntarlo para que no sonara muy fuerte, decidió soltarlo como venía, y que fuera lo que Dios quisiera: