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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

Eterna (46 page)

Conduce.

Creem se puso de pie y asintió, consciente de la pequeña gota de sangre que se formaba a un lado de su cuello, donde acababa de tocarlo el aguijón.

L
os guardaespaldas de Barnes entraron en su oficina del Campamento Libertad sin llamar a la puerta. La asistente de Barnes carraspeó, y él se apresuró a guardar en un cajón la novela de detectives que estaba leyendo, fingiendo revisar los papeles que tenía en su escritorio. Los guardaespaldas, con unos oscuros tatuajes en el cuello, entraron y abrieron la puerta.

Venga.

Barnes asintió después de un momento, y guardó unos papeles en su maletín.

—¿De qué se trata?

No hubo respuesta. Los acompañó por las escaleras y los guardias de la entrada los dejaron pasar. Había una niebla leve y oscura, pero no como para usar paraguas. No parecía encontrarse en ningún atolladero, pero de nuevo era imposible leer algo en los semblantes como esfinges de sus guardaespaldas.

Su coche se detuvo; los guardaespaldas le abrieron la puerta y a continuación se sentaron a su lado. Barnes mantuvo la calma, recabando en su memoria algún error o desliz casual. Estaba razonablemente seguro de que no había cometido ninguno, pero nunca había sido emplazado de esta manera.

Se dirigían a su mansión y pensó que esa era una buena señal. No vio otros vehículos fuera. Cuando entraron, notó que nadie lo esperaba, ni siquiera el Amo. Barnes les informó a sus guardaespaldas de que necesitaba darse un baño, dejar correr el agua. Tal vez conectándose con su reflejo en el espejo podría tratar de averiguar qué estaba sucediendo. Se sentía demasiado viejo para soportar esos niveles de estrés.

Cambió de opinión y prefirió ir a la cocina para prepararse un refrigerio. Acababa de abrir la puerta de la nevera cuando oyó los rotores de un helicóptero. De pronto, se vio rodeado por sus guardaespaldas.

Se acercó a la puerta principal para observar el vuelo del helicóptero antes de iniciar el descenso. Los patines se posaron con suavidad sobre las piedras —que fueron blancas en otro tiempo— de la entrada circular de la mansión. El piloto era un ser humano, un hombre de Stoneheart; Barnes lo supo de inmediato por la chaqueta negra y la corbata. Había un pasajero desprovisto de capa, lo cual indicaba que no se trataba del Amo. Barnes dejó escapar un sutil respiro de alivio, aguardando a que el motor se apagara y los rotores dejaran de girar, permitiéndole al visitante desembarcar. Sin embargo, los guardaespaldas de Barnes lo sujetaron de los brazos, y lo acompañaron por el camino empedrado hasta la escalerilla del helicóptero, que lo esperaba. Se agacharon debajo de los rotores ensordecedores y abrieron la puerta.

El pasajero, sentado con el doble cinturón de seguridad cruzado sobre el pecho, era el joven Zachary Goodweather.

Los guardaespaldas de Barnes lo empujaron al interior, como si fuera a intentar escapar. Se sentó en el asiento junto a Zack, mientras ellos lo hacían en la parte delantera. Barnes se abrochó el cinturón de seguridad, pero sus guardaespaldas no.

—Hola de nuevo —dijo Barnes.

El muchacho lo miró, pero no contestó. Mostraba arrogancia juvenil y tal vez algo más.

—¿De qué va esto? —preguntó Barnes—. ¿Adónde vamos?

A Barnes le pareció que el chico había percibido su miedo. Zack miró hacia otro lado con una mezcla de rechazo y disgusto.

—El Amo me necesita —dijo Zack, mirando por la ventanilla mientras el helicóptero empezaba a subir—. No sé por qué estás aquí.

Carretera interestatal 80

SE DIRIGIERON A LO LARGO DE LA INTERESTATAL 80, a través de Nueva Jersey en dirección oeste.

Fet conducía con las luces largas y el acelerador pisado a fondo. Los escombros, coches y autobuses abandonados lo obligaban a detenerse ocasionalmente. Avistaron algún que otro ciervo de carne macilenta. Pero no encontraron vampiros, no en la carretera interestatal, al menos ninguno que pudieran ver. Eph iba atrás, al lado del señor Quinlan, sintonizado con la frecuencia mental de los vampiros. El Nacido era como un radar de vampiros: mientras él permaneciera en silencio, no había ningún problema.

Gus y Nora iban detrás en el Explorer, un vehículo de apoyo en caso de que el jeep sufriera un desperfecto, una posibilidad muy real.

Las carreteras estaban prácticamente despejadas. La gente había tratado de evacuar cuando la epidemia alcanzó cotas de pánico (la respuesta instintiva ante el brote de una enfermedad infecciosa —escapar—, aunque no hubiera ninguna zona libre donde refugiarse), y todas las carreteras del país se vieron colapsadas. No obstante, algunas personas fueron convertidas en sus coches, aunque no precisamente en la carretera. La mayoría fueron atacadas cuando salieron de las carreteras principales, por lo general cuando se disponían a dormir.

—Scranton —dijo Fet, al pasar una señal de la interestatal 81 Norte—. No pensaba que sería tan fácil.

—Falta un largo camino por recorrer —advirtió Eph, mirando la oscuridad que rodeaba la ventana—. ¿Cómo vamos de combustible?

—Bien por ahora. No quiero detenerme cerca de ninguna ciudad.

—De ninguna manera —coincidió Eph.

—Me gustaría llegar a la frontera del estado de Nueva York.

Eph echó un vistazo a Scranton mientras recorrían los pasos elevados hacia el norte, cada vez más deteriorados. Vio el sector de una calle ardiendo en la distancia y se preguntó si habría otros grupos rebeldes como ellos, combatientes a menor escala en centros urbanos más pequeños. La luz eléctrica brillaba ocasionalmente en las ventanas y se imaginó la desesperación que tendría lugar allí en Scranton y en ciudades pequeñas como esa en todo el país y el resto del mundo.

También se preguntó dónde estaría el campamento de extracción de sangre más cercano.

—En algún lugar debe existir una lista de los frigoríficos del Grupo Stoneheart, un censo que nos dé la clave sobre la localización de los campamentos de sangre —observó Eph—. Cuando hagamos esto, tendremos que liberar a muchos.

—¿Cómo? —señaló Fet—. Si sucede lo mismo que con los otros Ancianos, entonces la estirpe del Amo se extinguirá con él. Ellos se desvanecerán. Las personas en los campos no sabrán qué los golpea.

—La clave será hacer correr la voz. Es decir, sin los medios de comunicación. Por todo el país aparecerán pequeños ducados y feudos. Algunas personas intentarán tomar el control por su cuenta. Y no estoy tan seguro de que la democracia florezca automáticamente.

—No —coincidió Fet—. Será complicado. Un montón de trabajo. Pero no nos adelantemos.

Eph miró al señor Quinlan sentado a su lado. Vio la bolsa de cuero entre sus botas.

—¿Morirás con todos los demás cuando el Amo sea destruido?

Cuando el Amo desaparezca, su linaje ya no existirá.

Eph asintió, sintiendo el calor del metabolismo sobrealimentado y «mestizo» de Quinlan.

—¿No hay nada en tu naturaleza que impida que puedas trabajar por algo que, en última instancia, ocasionará tu propia muerte?

¿Nunca has trabajado por algo que fuera en contra de tu propio interés?

—No, no creo que lo haya hecho —respondió Eph—. Nada que pudiera matarme, eso está claro.

Hay un bien mayor en juego. Y la venganza es una motivación muy persuasiva. La venganza prevalece sobre la autoconservación.

—¿Qué es lo que llevas en esa bolsa de cuero?

Estoy seguro de que ya lo sabes.

Eph recordó la cámara de los Ancianos bajo Central Park, sus cenizas en las urnas de roble blanco.

—¿Por qué has traído los restos de los Ancianos?

¿No encontraste la respuesta en el
Lumen?

Eph no lo había leído.

—¿Tienes… intención de traerlos de vuelta, de resucitarlos de alguna manera?

No. Lo que está hecho no se puede deshacer.

—¿Por qué, entonces?

Porque es algo anunciado.

Eph pensó en eso.

—¿Es algo que va a suceder?

¿No te preocupan las consecuencias del éxito? Dijiste que no estabas seguro de que la democracia pudiera florecer de manera espontánea. Los seres humanos nunca han tenido un autogobierno real. Ha sido así durante siglos. ¿Crees que podréis lograrlo por vuestros propios medios?

Eph no tenía ninguna respuesta que darle. Sabía que el Nacido tenía razón.

Los Ancianos habían manejado los hilos casi desde el comienzo de la historia de la humanidad. ¿Cómo sería el mundo sin su intervención?

Eph miró por la ventana el resplandor de los incendios lejanos. ¿Cómo unir todas las piezas de nuevo? La recuperación parecía una tarea imposible, de proporciones colosales. El mundo ya se había desintegrado irremediablemente. Por un momento, Eph se preguntó incluso si valía la pena intentarlo.

Por supuesto, solo era su cansancio el que hablaba por él. Pero lo que en algún momento pareció ser el final de sus problemas —destruir al Amo y retomar la administración del planeta— sería en realidad el comienzo de una lucha completamente nueva.

Zachary y el Amo

¿ERES LEAL? —
preguntó el Amo—.
¿Estás agradecido por todo lo que te he dado, por todo lo que te he enseñado?

—Lo estoy —respondió Zachary, sin dudarlo un instante. Kelly Goodweather, encaramada en una repisa cercana como si fuera una araña, observaba a su hijo.

El fin de los tiempos se acerca. Donde definiremos juntos el nuevo orden sobre la Tierra. Todo lo que sabías, todos los que estaban cerca de ti desaparecerán. ¿Me serás fiel?

—Lo seré —respondió Zack.

Me han traicionado muchas veces en el pasado. Por tanto, estoy familiarizado con la mecánica de dichas conspiraciones. No debes olvidarlo. Una parte de mí residirá en ti. Podrás escuchar mi voz con total nitidez, y a cambio, yo estaré al tanto de tus pensamientos más íntimos.

El Amo se levantó y examinó al niño. No captó ninguna vacilación en él. Respetaba al Amo, y la gratitud que expresaba era sincera.

Una vez fui traicionado por aquellos que deberían haber sido los más cercanos a mí. Con los que yo compartía mi esencia: los Ancianos. Ellos tenían orgullo, y no un hambre real. Estaban contentos viviendo sus vidas en la sombra. Me culparon de nuestra condición y se refugiaron en los desechos de la humanidad. Ellos se creían poderosos, pero en realidad eran muy débiles. Ellos buscaron aliarse. Yo busco la dominación. Entiendes eso, ¿verdad?

—El leopardo de las nieves —dijo Zack.

Exactamente. Todas las relaciones se basan en el poder. En la dominación y la sumisión. No existe otra manera. No hay igualdad, compatibilidad, ni dominio compartido. Solo un rey en un reino.

Y aquí, el Amo miró a Zack con precisión calculada, promulgando lo que creía que debía ser la bondad humana, antes de añadir:

Un rey y un príncipe. También entiendes eso, ¿no? Hijo mío.

Zack asintió. Y con eso aceptó el concepto y el título. El Amo escudriñó cada gesto y cada matiz en el rostro del joven. Escuchó atentamente el ritmo de su corazón, le examinó el pulso en la arteria carótida. El niño estaba conmovido, excitado por ese vínculo ficticio.

La jaula del leopardo era una ilusión, y necesitabas destruirla. Los barrotes y las jaulas son símbolos de debilidad, medidas imperfectas de control. Uno puede optar por creer que están allí para subyugar a la criatura en el interior (para humillarla), pero a su debido tiempo, uno comprende que también están allí para mantenerla encerrada. Se convierten en un símbolo de tu miedo. Te limitan tanto a ti como a la bestia que está dentro. Tu jaula es simplemente más grande, y la libertad del leopardo se encuentra en estos confines.

—Pero si lo destruyes —dijo Zack, desarrollando el argumento del Amo—, si lo destruyes…, ya no quedará ninguna incertidumbre.

El consumo es la última forma de control. Sí. Y ahora estamos juntos, en el límite del control. Del dominio absoluto de esta tierra. Por lo tanto, tengo que asegurarme de que nada se interponga entre tú y yo.

—Nada —afirmó Zack con absoluta convicción.

El Amo asintió, aparentemente pensativo, pero en realidad recurriendo a una pausa calculada con el fin de lograr el máximo efecto. La revelación que estaba a punto de hacerle a Zack requería de ese manejo cuidadoso del tiempo.

¿Qué sucedería si te dijera que tu padre aún está vivo?

Entonces el Amo lo percibió: un torrente de emociones girando dentro de Zack. Una confusión que el Amo había previsto pero que de todos modos lo intoxicaba. Le encantaba el sabor de las esperanzas destrozadas.

—Mi padre está muerto —dijo Zack—. Murió con el profesor Setrakian y…

Él está vivo. Esto ha atraído mi atención recientemente. En cuanto a la cuestión de por qué nunca ha intentado rescatarte o ponerse en contacto contigo, me temo que no puedo responderla. Pero él vive e intenta destruirme.

—No se lo permitiré —aseguró Zack, y lo decía en serio. Y, a pesar de sí mismo, el Amo se sintió extrañamente halagado por la pureza del sentimiento que el joven le profesaba. La empatía natural del ser humano —el fenómeno conocido como «síndrome de Estocolmo», donde los cautivos llegan a identificarse con sus captores y a defenderlos— era una melodía muy simple para el Amo. Él era un virtuoso de los meandros de la conducta humana. Sin embargo, aquello era mucho más complejo. Se trataba de verdadera lealtad. Esto, creía el Amo, era el amor.

Ahora estás haciendo una elección, Zachary. Tal vez tu primera elección como adulto, y lo que elijas ahora te definirá, a ti y al mundo a tu alrededor. Necesitas estar completamente seguro.

Zack sintió un nudo en la garganta. Un resentimiento. Todos los años de luto se transmutaron alquímicamente en abandono. ¿Dónde había estado su padre? ¿Por qué lo había abandonado? Miró a Kelly, un espectro horrible y escuálido, un esperpento monstruoso. Ella también había sido abandonada. ¿No era culpa de Eph?

¿No los había sacrificado a todos ellos —a su madre, a Matt y al mismo Zack— a cambio de perseguir al Amo? Había más lealtad en el espantapájaros que era su madre que en su padre humano. Siempre tarde, siempre lejos, siempre inaccesible.

—Yo te he elegido —le dijo Zack al Amo—. Mi padre ha muerto. Deja que siga siendo así.

Y una vez más lo dijo en serio.

Interestatal 80

AL NORTE DE SCRANTON COMENZARON a ver los primeros
strigoi
al lado de la carretera. Pasivos como cámaras emergiendo de la oscuridad, de pie junto a la vía, mirando los vehículos pasar.

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