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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

Eterna (23 page)

Escuchó el sonido de una pequeña campana y se hundió en la silla para coger impulso y ponerse en pie. La señal significaba que acababa de llegar un mensaje de Nueva York. De Gus.

En lo alto de su refugio, el mexicano había construido un pequeño gallinero con jaulas para palomas y algunos pollos, de los cuales obtenía de vez en cuando un huevo fresco, lleno de proteínas, grasas, vitaminas y minerales, tan valioso como la perla de una ostra. Las palomas, por su parte, le proporcionaban una manera de comunicarse con Manhattan. Le permitían estar a salvo, seguro, y sin ser detectado por los chupasangres. En ciertas ocasiones, Gus utilizaba a las palomas para coordinar una entrega de Creem: armas, municiones y algo de porno. Creem podía conseguir casi cualquier cosa por el precio adecuado.

Hoy era uno de esos días. La paloma —Harry, el Expreso de Nueva Jersey, como la llamaba Gus— se había posado en una pequeña percha de la ventana, y picoteaba la campana, a sabiendas de que Creem le daría un poco de comida.

Creem desató la banda elástica de su pata y retiró la cápsula de plástico, sacando el fino rollo de papel. Harry emitió un arrullo suave.

—Tranquila, pequeña mierda —dijo Creem mientras abría un Tupperware donde guardaba el preciado maíz y lo servía en un pocillo para recompensar a la paloma, llevándose algunos granos a la boca antes de cerrarlo.

Leyó el mensaje de Gus.

—¿Un detonador? —Se rio—. Tienes que estar cagándome…

Malvo chasqueó la lengua contra los dientes.

—Viene un coche explorador —anunció.

Los loberos se incorporaron, pero Creem les ordenó que permanecieran en su sitio. Desabrochó las correas de la pata de la mesa, pero tiraba con fuerza de la cadena del bozal para mantenerlos en silencio y a sus pies.

—Alerta a los demás.

Royal los condujo al garaje anexo. Creem aún tenía una presencia imponente, a pesar de haber perdido casi treinta kilos. Sus brazos cortos y fuertes todavía eran demasiado gruesos para cruzárselos sobre el pecho. Cuando estaba en casa, se ponía todas sus joyas de plata, sus anillos y la montura metálica de los dientes. Creem andaba forrado en plata desde que este metal había dejado de ser un montón de mierda brillante, para convertirse en la marca distintiva de los guerreros y de los forajidos.

Creem vio a sus hombres subir armados al Tahoe. Los transportes se realizaban generalmente en un convoy militar de tres vehículos, con los chupasangres delante y detrás, mientras el camión con los alimentos era conducido por humanos, que iban en medio. Esta vez, Creem quería aprovisionarse de algunos cereales, panecillos y bollos de mantequilla. Los carbohidratos lo saciaban, y además, duraban varios días, o semanas en algunos casos. La proteína era un regalo escaso, y la carne lo era aún más, pero era difícil conservarla fresca. La mantequilla de cacahuete era orgánica, con aceite en la parte superior, porque los alimentos ya no estaban procesados. Creem no podía soportarla, pero a Royal y a los loberos les encantaba.

Los vampiros no temían ser mordidos por los perros, pero con los conductores humanos era otra historia: veían el destello plateado en los ojos lobunos y realmente se cagaban del miedo. Creem no había escatimado esfuerzos en entrenar a los perros, por lo cual siempre le hacían caso, además de que era él quien los alimentaba. Sin embargo, no eran criaturas destinadas a ser domesticadas ni amansadas, razón por la cual Creem se identificaba con ellas y las mantenía a su lado.

Ambassador forcejeó con su bozal; Skill arañó el suelo con las uñas. Ellos sabían lo que vendría a continuación. Estaban próximos a ganarse la cena, y esto los aguzaba incluso más que al resto de los Zafiros, porque para un lobero, la economía permanece inalterable: comida, comida y comida.

La puerta del garaje se levantó. Creem oyó el ruido fuerte y nítido de los camiones a la vuelta de la esquina; no había ninguna otra señal sonora que rivalizara con ellos. Formarían un atasco clásico en mitad de la vía. Dejaron un camión de remolque entre dos casas situadas en la calle de enfrente, listo para aplastar al primer vehículo. Los vehículos de apoyo liquidarían a los chupasangres que venían detrás y bloquearían el convoy en aquella calle residencial.

Otra de las prioridades de Creem era mantener sus vehículos en funcionamiento. Algunos de sus hombres se encargaban de eso. La gasolina era un bien escaso, al igual que las baterías. Los Zafiros tenían dos garajes en Jersey, donde desbarataban los camiones en busca de combustible y piezas de repuesto.

El primer camión dobló la esquina con rapidez. Creem observó un cuarto vehículo en el convoy —uno adicional—, pero no le preocupó demasiado. Justo a tiempo, la grúa llegó chirriando desde el otro lado de la calle, destrozando el jardín embarrado y chocando contra la acera; embistió al primer camión por detrás, el cual quedó inmovilizado y en sentido contrario. Los vehículos de apoyo se acercaron con rapidez, bloqueando al camión con sus parachoques. Los camiones que iban en medio del convoy frenaron bruscamente, y se desviaron hacia la acera. Tenían la parte posterior cubierta con lonas; tal vez se trataba de un cargamento grande.

Royal dirigió el Tahoe directamente contra el camión de alimentos, y frenó a pocos centímetros de la rejilla. Creem soltó a Ambassador y a Skill, los cuales corrieron por el jardín embarrado hacia el convoy. Royal y Malvo saltaron, cada uno con una espada larga de plata y un cuchillo del mismo metal. Atacaron de inmediato a los chupasangres del primer camión. Royal fue especialmente cruel. Sus botas tenían picos de plata. Todo indicaba que el secuestro tardaría menos de un minuto.

La primera anomalía que notó Creem fue el camión de alimentos. Los conductores humanos permanecieron dentro de la cabina en lugar de saltar y correr. Ambassador trepó a la puerta del conductor, mostrando sus dientes afilados a la ventana cerrada, pero, desde el interior, el hombre miraba impasible la boca y los feroces colmillos del animal.

A continuación, las lonas de los vehículos gemelos se levantaron al mismo tiempo. En lugar de comida, transportaban a unos veinte o treinta vampiros que saltaron con estruendo; su furia, rapidez e intensidad eran proporcionales a las de los perros. Malvo mató a tres antes de que otro se abalanzara sobre él y golpeara su rostro. Malvo se trastabilló y cayó, y los vampiros se abalanzaron sobre él.

Royal retrocedió, como un niño con una pala de arena frente a una ola descomunal. Chocó contra el guardabarros de la camioneta, sin poder escapar.

Creem no podía ver lo que sucedía en la parte de atrás…, pero oyó gritos. Y si había aprendido algo, era que…

Los vampiros no gritan.

Creem corrió —tanto como podía hacerlo un hombre de su tamaño— hacia Royal, que estaba tendido de espaldas contra el motor del Tahoe, acorralado por seis chupasangres. Royal estaba prácticamente liquidado, pero él no podía dejarlo morir de esa manera. Creem tenía enfundada una Magnum 44, y aunque las balas no eran de plata, a él le gustaba el arma. La sacó y les voló la cabeza a dos vampiros,
bam, bam;
la sangre ácida y blanca roció la cara de Royal, cegándolo.

Creem vio que, más allá de Royal, Skill hundía sus colmillos afilados en el codo de un chupasangre. El vampiro, ajeno al dolor, le desgarró el pelaje espeso que le cubría la garganta con la uña coriácea del dedo medio, similar a una garra, abriéndole el cuello al perro, en una confusión de pelaje gris plateado y sangre abundante.

Creem le disparó al chupasangre y le abrió dos agujeros en la garganta. La criatura se desplomó a un lado de Skill, que gimoteaba en medio de aquella carnicería.

Otro par de chupasangres se abalanzaron sobre Ambassador, superando al feroz animal con su fuerza vampírica. Creem les disparó, volándoles parte del cráneo, hombros y brazos, pero las balas no lograron impedir que las criaturas destrozaran al lobero.

Sin embargo, lo que sí lograron sus disparos fue atraer la atención sobre él. Royal ya estaba liquidado; dos chupasangres clavaron los aguijones en su cuello, y se alimentaron de él en plena calle. Los humanos permanecieron encerrados en la cabina del camión señuelo, contemplando la escena con ojos absortos, no por el horror, sino por la excitación. Creem les disparó dos veces y oyó el estallido del cristal, pero no pudo detenerse para comprobar si les había acertado.

Subió al Tahoe con el motor todavía en marcha, con el cuerpo apretado contra el volante. Condujo el vehículo marcha atrás, escupiendo trozos de barro mientras retrocedía. Frenó, destrozando otra parte del jardín, y luego giró el volante a la izquierda. Dos chupasangres saltaron hacia él, pero Creem pisó el acelerador a fondo y el Tahoe salió disparado, derribándolos y despedazándolos contra la acera. El coche dio un bandazo ante la aceleración de Creem, que había olvidado que hacía bastante tiempo que no conducía un automóvil.

Se deslizó hacia un lado, chocando contra la acera opuesta, y el tapacubos de una rueda se desprendió. Giró el volante hacia el otro lado, tratando de corregir el rumbo. Pisó el pedal hasta el fondo, acelerando el vehículo, pero el motor se detuvo con un estertor metálico.

Creem miró el panel del tablero. La aguja de la gasolina señalaba que estaba vacío. Sus hombres solo le habían echado gasolina suficiente para hacer el trabajo. La furgoneta donde escaparían, que tenía medio tanque lleno, estaba atrás.

Creem abrió la puerta. Se agarró de la carrocería y saltó del vehículo tras ver que los chupasangres corrían hacia él, pálidos y sucios, descalzos, desnudos y sedientos de sangre. Creem recargó su Magnum con el único cargador que le quedaba, y abrió sendos agujeros a aquellos cabrones que seguían acercándose a él como si estuviera en medio de una pesadilla. Cuando se le acabaron las balas, tiró su arma a un lado y los atacó con sus puños cubiertos de plata, haciendo que los anillos confirieran más contundencia a sus golpes. Se arrancó una de sus cadenas y comenzó a estrangular a un chupasangre con ella, lo que obligó a la criatura a doblarse, bloqueando a dos vampiros que pretendían agarrarlo.

Pero Creem se sentía débil a causa de la desnutrición, y aunque era un hombre fornido, fue incapaz de continuar el combate. Las criaturas lo sometieron, pero en lugar de arrojarse sobre su garganta, le inmovilizaron los brazos con una llave, y con una fuerza sobrenatural lo arrastraron por la calzada empapado en sudor. Subieron los dos peldaños de una tienda saqueada, y lo dejaron sentado en el suelo. Asfixiado, Creem se despachó con una sarta de improperios hasta que el aire pesado lo mareó y comenzó a desmayarse. Mientras todo giraba a su alrededor, se preguntó qué demonios era lo que esperaban. Quería que se atragantaran con su sangre. No le preocupaba que lo convirtieran en un vampiro; esa era una de las ventajas de tener la boca llena de plata.

Dos empleados de Stoneheart entraron en la tienda, con sus impecables trajes negros, como el par de funcionarios de pompas fúnebres que eran. Creem creyó que habían venido a despojarlo de su plata y se incorporó, luchando con toda la fuerza que le quedaba. Los chupasangres le retorcieron los brazos de una forma dolorosa. Pero los hombres de Stoneheart se limitaron a observarlo mientras él se desplomaba en el suelo, respirando con dificultad.

Y entonces, la atmósfera en el interior de la tienda cambió. La única manera de describirlo es comparándolo con una calma chicha, esa expectación que precede a una tormenta. A Creem se le erizó el vello de la nuca. Algo estaba a punto de ocurrir, como dos manos que se acercan rápidamente la una a la otra, justo antes de aplaudir.

Un zumbido similar al torno de un dentista se alojó en el cerebro de Creem, pero sin su vibración; como el rugido de un helicóptero que se acerca sin el viento colateral. Como la monodia de un coro gregoriano, pero sin la canción.

Los chupasangres se enderezaron como soldados en el momento de pasar revista. Los dos empleados de Stoneheart se apartaron a un lado, junto a un estante vacío. Los vampiros que custodiaban a Creem lo soltaron y se alejaron, dejándolo solo, sentado en medio del sucio linóleo…

… Mientras una figura oscura irrumpía en la tienda.

Campamento Libertad

EL JEEP EN EL QUE VIAJABAN ERA UN vehículo militar acondicionado con un remolque de carga descubierto. El señor Quinlan conducía a una velocidad vertiginosa a través de la lluvia torrencial y de la oscuridad impenetrable; no necesitaba luces gracias a su visión de vampiro. Eph y los demás daban tumbos atrás, mojándose a ciegas en medio de la noche. Eph cerró los ojos y se sintió como un pequeño barco atrapado en un tifón, maltrecho pero decidido a encarar la tormenta.

Se detuvieron finalmente, y Eph levantó la cabeza y miró hacia la puerta inmensa y oscura que se recortaba contra un cielo igualmente oscuro. El señor Quinlan paró el motor del jeep; no se oían voces ni sonidos distintos a los de la lluvia y el ruido mecánico de un generador lejano.

El campamento era enorme y un muro de hormigón estaba siendo construido a su alrededor. Tenía al menos seis metros de altura, y las cuadrillas trabajaban en él día y noche, erigiendo los contrafuertes, volcando el hormigón bajo unos reflectores de cuarzo semejantes a los de un estadio. Muy pronto estaría terminado, pero entretanto una puerta de tela metálica con tablones de madera daba acceso al campamento.

Por alguna razón, Eph había imaginado que escucharía el llanto de los niños, gritos de adultos o alguna otra señal de angustia audible al acercarse a tanto sufrimiento humano. Y en efecto, el exterior oscuro y silencioso del campamento reflejaba una eficiencia opresiva más que impactante.

Era indudable que estaban siendo observados por
strigoi
invisibles. La visión térmica de los vampiros registró al señor Quinlan como un cuerpo brillante y caliente, y a los cinco humanos en la parte posterior del jeep como seres con una temperatura mucho más fría.

El señor Quinlan sacó una bolsa de béisbol del asiento del copiloto y se la colgó al hombro mientras bajaba del jeep. Eph no tardó en incorporarse con rapidez, con las muñecas, cintura y tobillos atados con una cuerda de nylon. Los cinco estaban amarrados con una cuerda como un grupo de presos encadenados, con apenas unos metros de holgura entre ellos. Eph iba en medio, con Gus delante y Fet detrás. Bruno iba el primero y Joaquín en la retaguardia. Uno a uno saltaron de la parte posterior del vehículo y pisaron el sendero de barro.

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