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Authors: Hernán Casciari

España, perdiste (15 page)

Lo mismo ocurre con España. ¿Qué pasaría si España no existiera? Poca cosa: los toros vivirían sin sobresaltos, morirían de viejos, y Daniela Cardone tendría que pasar el invierno en Buenos Aires. Si no existiera Francia, comeríamos otra clase de pan (eso ya me jode un poco). Y si no existiera Italia, la Fórmula Uno sería un poco más peleada. Nada del otro mundo.

Después están los países que, desapareciendo, le harían un favor involuntario a la humanidad. Por ejemplo, Etiopía. Por culpa de esta gente, en el mundo hay hambre y en atletismo no hay quien gane. Si no existieran los etíopes las carreras de cien metros llanos serían más emocionantes, y no nos sentiríamos tan culpables cuando tiramos las sobras del arroz con pollo a la basura.

Si, de un día para el otro, nos quedásemos sin Japón, toda la gilada que consume 'manga' tendría que empezar a hacer algo productivo con su vida. Pero también hay muchas contras: sin los japoneses, tendríamos que volver a sacar las cuentas con los dedos y el mundo se quedaría sin turismo boludo. El turismo boludo es importantísimo, sobre todo para los países que no tienen paisaje. Vos ponés un monumento cualquiera, cobrás 11 dólares la entrada, esperás que lleguen los japoneses y al rato ya te crece el PBI.

Hay otros países que, de no existir, ayudarían a mejorar el paisaje de naciones vecinas. Si desapareciera San Marino, por ejemplo, Italia tendría un agujero en el medio, como el Cañón del Colorado, que se llenaría de turismo japonés. Si desapareciera Paraguay, Bolivia podría tener por fin un puerto y nacería una nueva raza: los bolivianos pescadores. Si desapareciera Chile, los alumnos de Sudamérica calcarían los mapas muchísimo más rápido y sin quejarse. Y si desapareciera Haití, la gente del Blockbuster tendría que poner las películas de zombies en la góndola de ciencia ficción.

Hay otros países que, al desaparecer, provocarían una especie de caos mundial. Inglaterra, sin ir más lejos. Si de la noche a la mañana desaparecen los británicos, quedarían un montón de islas y peñones huérfanos y a la deriva alrededor del ancho mundo; isleños que de golpe no sabría a quién chuparle las medias, gente que tendría que recortar el ángulo superior de sus banderas y reintegrarse, con desgano, a esos países pobres que están tan cerca de sus costas como lejos de su corazón.

Y luego están los países necesarios. Sin ellos, el mundo sería peor en serio. Si no existiera Brasil, por ejemplo, América Latina sería un pasillo angosto para ir de Argentina a México, y nada más. El Barça sería un equipo de siete jugadores muy malos, y la música viviría en una frontera entre lo serio y lo solemne. Las mujeres del resto del mundo, si Brasil no existiera, no sabrían qué culos envidiar, y dejarían de ir a los gimnasios, provocando una irremediable tristeza masculina. Si no existiera Brasil, no tendría sentido enfocar las tribunas en los Mundiales.

Sin los chinos, Asia perdería la categoría de continente y pasaría a ser un fiordo, y el periodismo mundial tendría que archivar la bonita frase "fueron hallados por la policía en un sótano, malviviendo en condiciones infrahumanas". Si no existiera Rusia, la pornografía en Internet se quedaría sin fotos de adolescentes putas con carita virginal, y la mafia volvería a hablar en italiano, que es un acento que hace más simpático y querible al crimen organizado.

Sin Rumania, los coches del mundo no tendrían quién les limpiase los parabrisas en los semáforos. Sin Grecia, los relatores deportivos no se verían en la obligación de estudiar por la noche apellidos imposibles. Si no existiera Marruecos, los españoles entenderían que también hay delincuencia autóctona. Si no existiera Perú, Fujimori podría salir de Japón y hacer turismo boludo. Si no existiera Taiwán, estarían vacíos los desvanes donde guardamos las cosas que se rompen enseguida. Si no existiera Uruguay, los porteños tendrían el océano a la salida del subte. Si no existiera el Vaticano, no andaríamos todos como locos buscando la moneda de euro que nos falta para llenar el álbum.

A estas alturas del artículo, no pocos lectores están esperando la impostergable referencia a los Estados Unidos. Sospecho que casi todo el mundo se ha preguntado alguna vez cómo sería nuestra vida sin yanquis en el mundo. Qué perdemos y qué ganamos.

Estados Unidos es el grandote de la escuela, el que repitió dos veces, el descerebrado que no lideraba por derecho sino por anormal y por grandote. Si no existiera Estados Unidos, Canadá sería un continente, antes que nada. La televisión sería peor. El cine, mejor.

Y la mayoría de los países del mundo, igual que nosotros cuando al grandote pelotudo lo cambiaron de colegio, respiraríamos en paz.

Ya no sabemos qué inventar

El problema no es qué fue primero, si el huevo o la gallina. ¿A quién le importa, si las dos cosas están ricas? El problema es quién descubrió que el huevo se come. O quién fue el visionario que dijo "tomen de esa leche y van a ver qué gustito". ¿Qué hacía alguien chupándole las tetas a una vaca? En la prehistoria, creo yo, la gastronomía y la zoofilia eran ramas de una misma ciencia.

Si te ponés a pensar, hay muchísimas cosas que comemos, hacemos y usamos a las que —hoy— no le hubiésemos descubierto la utilidad. El huevo de gallina es la que más me sorprende. Yo, por ejemplo, si fuera un señor prehistórico, me podría estar cagando de hambre que ni de casualidad me como un huevo. ¿Cómo me voy a comer un feto, y para peor viscoso? Jamás se me cruzaría por la cabeza decir:

—Mirá qué loco, Grock: si agarro este futuro pájaro, lo pongo 12 minutos en agua hirviendo, lo pelo y le echo sal, ¡es la cena!

Porque ahora todo está en las góndolas y cualquiera es guapo, pero antes había que andar comiendo cualquier porquería para encontrar algo decente. ¡La de antiguos que se deben de haber muerto mientras probaban cosas!

Porque la historia la escriben los que ganan, dijera Litto Nebbia; la escriben los que descubrieron el huevo, la leche de vaca, la ricota, la crema enjuague y los champiñones. ¿Pero qué hay del que se comió una avispa para ver si era rica? ¿Dónde está el monumento del mártir que dijo "a ver qué onda si me lavo el pelo con fuego"? Yo no he visto, bautizando ninguna calle, los nombres de estos héroes silenciosos. ¿Y por qué? Porque la sociedad es exitista.

Los grandes inventos nacieron de una casualidad, dicen los sabios, pero no es cierto. Y te ponen como ejemplo lo del lechoncito asado. Antes el chancho joven era una mascota familiar, incluso un guardián muy fiel de las fincas. Hasta que un día se incendió una casa con un chancho adentro, y nació el lechoncito asado. Para cocinar el segundo lechoncito, los prehistóricos, que eran muy básicos, tuvieron que quemar otra casa con un chancho adentro. Y así pasaron años, hasta que alguien descubrió el agua. ¡El genio es ése, el que dijo "basta de quemar las casas hasta el final, muchachos, acá les traigo una manguera"!

Hablando de fuego, otro inventor injustamente olvidado fue el que descubrió que si te ponés un encendedor en el culo —un segundo antes del pedo— te sale una llamarada. Porque ahora lo hacemos todos, tanto sea para amenizar una fiesta como para arrancarle carcajadas a la Nina. Pero hubo alguien que lo tuvo que inventar. ¿Qué estaba haciendo ese tipo, por qué andaba metiéndose un encendedor en el orto, con qué fin? Ese descubridor anónimo y desprestigiado también es un genio, mucho más que Magallanes y gente así.

¿Y el que inventó que para pedir un café —cuando el mozo está lejos— hay que levantar la mano y fingir que se está sosteniendo la nariz del hombre invisible? ¿Quién fue ese genio del hiperrealismo? O más bien: quiénes fueron esos genios, porque el camarero que vio ese ademán tan ambiguo y lo entendió como "por favor, un café" también era un adelantado para su época.

Somos animales de costumbres los cristianos, no hay duda. Casi todo lo que hacemos lo hacemos porque sí. No nos preguntamos nada. Y por eso últimamente no hay grandes inventos como antes. "Ya está todo inventado", decimos, y nos sentamos a esperar a ver qué hace Bill Gates, o Tinelli.

Hay gente que dice que en esta época se está inventando casi todo. Mentira. No me van a comparar el huevo (esa genialidad) con el teléfono con politonos. Los inventos de ahora tienen muchos botones y lucecitas y son en apariencia muy fashion, ¿pero cuánto hace que no inventamos algo simple como la leche, la llamarada del culo o el lechoncito asado? ¡Siglos, hace!

—Algo bueno habremos inventado en esta época, che —dirán ustedes—, por ejemplo, la valija con rueditas.

Sí, es cierto; ése es el invento contemporáneo más útil, pero también es la prueba de que somos todos una manga de tarados mentales. La rueda, que yo sepa, se inventó hace como mil años, y la valija común en el 726 D.C.. ¡Catorce siglos estuvimos llevando las valijas en la mano, habiendo ruedas!

¿Por qué tardamos tanto en ponerle bolitas redondas a la valija, si las dos cosas separadas existieron siempre? ¿Por qué la Samsonitte portátil apareció en el siglo veinte? Porque somos todos unos pelotudos y unos cómodos que ya no sabemos qué inventar para no tener que inventar más nada.

Elogio a la punta de la lengua

¿Cómo se llamaba el cuatro de Ferro que ganó el metropolitano del '81? ¿Quién era aquel peladito que trabajaba en La Tuerca? ¡Ay, qué facil es todo para ustedes, los jóvenes! En nuestra época, querido nieto, podíamos estar días enteros con un cosquilleo mortal en en la yema de los dedos a causa de un dato que estaba ahí, a punto de salir, y que no salía. Entre las cosas muertas del pasado, entre los cadáveres que ha dejado Google a su paso, lo que yo extraño es tener cosas en la punta de la lengua.

—Me sale Recabarren, pero no es Recabarren —decíamos, con gesto de dolor, y crispábamos las manos.

—¡Gurundarena! —saltaba algún amigo que se había sumado a nuestra lucha— ¿No es Gurundarena? O Gorostiaga, o algo que empieza con gé...

—No. Empieza con erre, o lleva erre en alguna parte —asegurábamos nosotros sin ninguna convicción, y nos quejábamos:— ¡La concha de la lora!

Como el bostezo, el olvido parcial era contagioso en nuestros tiempos. A la media hora de generada la duda, nuestro amigo, aquél al que habíamos consultado confiando en su buena memoria, estaba igual que nosotros: desesperado. Y consultaba a otro amigo, y éste a otro más, y la rueda se hacía infinita.

Llegaba un momento en que la mitad de la población de Mercedes dejaba lo que estaba haciendo, paralizada por la necesidad de saber cómo se llamaba aquél actor secundario de Calabromas que no hablaba, o el apodo de un baterista que había sustituido a Oscar Moro durante un mes, en dos conciertos que Serú Girán había dado en Chile en 1979.

Siempre había un idiota que, inmóvil en la mesa del bar o harto de darle vueltas a lo mismo, decía la siguiente pelotudez:

—Van a ver que cuando dejemos de pensar en eso, sale solo.

¡Claro que salía solo! Pero el problema no era ése; el problema era que no se podía, ni con la ayuda de los bomberos, dejar de pensar en el tema. La palabra extraviada, fuese la que fuera, se instalaba en todos los rincones del cerebro como un virus mortal, y nos impedía continuar con la actividad que veníamos desarrollábamos antes, que casi siempre era hacer la Claringrilla o mirar culos por la ventana.

Si en aquellos tiempos, querido nieto, alguien nos hubiera vaticinado que en el futuro iba a existir un motor llamado Google, donde luego de insertar las hilachas de una duda y, presionando un botón, saltarían frente a nuestros ojos todas las respuestas del mundo, habríamos desvalijado al informante en busca de los restos del porro que se había fumado. No le hubiéramos creído; nos habría resultado imposible y, al mismo tiempo, aterradora, la sola idea de un mundo de respuestas a domicilio.

Y es que había algo de masoquismo en esa sensación prehistórica, en el dulce devaneo de haber olvidado algo que sabíamos y que nos era familiar. Queríamos sacarnos el peso de encima, sí, deseábamos más que nada el el mundo que la respuesta llegase de repente a la cabeza, pero a la vez flotábamos en aquel mar de la duda con placer y no queríamos perder la sensación de la agonía.

Según aseguraban los sicólogos en esos años, cada persona tenía (aunque lo desconociera) un sistema de claves para acceder a la información perdida, basándose en las palabras falsas que nos llegaban a la cabeza en sustitución de la real.

Por ejemplo, si la palabra olvidada era "Mister Ed" y todo el tiempo la memoria nos devolvía "Demetrio", era posible (según los estudiosos) que nuestro sistema de claves nos devolviera en el futuro las dos primeras letras cambiadas: DEmetrio comienza como acaba misterED.

Estas claves eran personales, porque si a mí me salía "demetrio" y al Chiri le salía "terracota", en su caso TERracota tenía tres letras iniciales que se correspondían con la parte media de la palabra olvidada: misTERed.

Por supuesto, jamás dimos con la clave de nadie, porque hubiera sido trampa.

Lo realmente desconcertante de esta enfermedad mental ocurría siempre a las dos o tres de la madrugada, cuando, por fin, recordabámos lo que se había extraviado. La sensación de recordar era paradójica porque, en vez de alegría, nos causaba congoja:

—¡Vicente Rubino era! —gritábamos, solos en nuestra habitación, quince horas después— ¡Vicente Rubino, la puta madre que los recontra mil parió! Vicente Rubino, mirá vos qué boludez... Mañana lo llamo a Chiri y le digo.

Lo mismo nos pasaba si nuestro amigo era el que finalmente descubría la palabra. Al darnos la noticia, al día siguiente, nuestra reacción no era la que esperábamos.

—Víctor Hugo Vieyra —decía Chiri, incluso antes de saludar.

—Es verdad, claro... ¿Qué se habrá hecho de ese tipo?

—No sé, pero me salió anoche, mientras cagaba.

La recuperación de la información le quitaba toda la magia al acontecimiento. Entendíamos que lo intenso no consistía en conocer los datos perdidos, sino en buscarlos larga, desesperada, inútilmente durante toda la tarde en los bancos de la plaza San Martín.

Y era por eso que cuando, solos en la habitación o viajando en tren, recuperábamos sin querer la palabra olvidada, éramos capaces de dar nuestros mejores discos a cambio de volver al segundo anterior del hallazgo, y ubicarnos otra vez en ese terreno gelatinoso y vibrante, en la punta misma de la lengua, donde no sabíamos nada y cada cosa era posible, los tiempos en que Google no existía, querido nieto, los años en que todas las respuestas del mundo dependían de la buena memoria de un puñado de amigos.

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