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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Espacio revelación (32 page)

BOOK: Espacio revelación
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Sylveste pensó que lo que Pascale deseaba oír era que le resultó físicamente imposible; que el silencioso espacio se había hecho demasiado restringido para permitir el movimiento; que los vórtices gravitacionales lo mantenían inmóvil… pero eso habría sido mentira y ahora sólo deseaba contar la verdad.

—Estaba asustado —respondió—. Más asustado que nunca. Me aterraba morir en un lugar desconocido. Me aterraba pensar qué le sucedería a mi alma, dando vueltas eternamente a ese lugar que Lascaille llamaba Espacio Revelación. —Carraspeó, sabiendo que no quedaba demasiado tiempo—. Sé que es irracional, pero eso era lo que sentía. Las simulaciones no nos prepararon para el miedo.

—Y sin embargo, lo conseguiste.

—Las distorsiones gravitatorias partieron la nave por la mitad; hicieron el trabajo que se suponía que deberían haber hecho las cargas explosivas. No morí… y no lo entiendo, porque debería haber muerto.

—¿Y Carine?

Antes de que pudiera contestar, antes de que pudiera decirle que lo ignoraba, les golpeó un olor enfermizamente dulzón: gas somnífero de nuevo, pero en esta ocasión, en una dosis mucho mayor. El gas inundó sus pulmones. Tenía ganas de estornudar. Se olvidó de la Mortaja de Lascaille, se olvidó de Carine, se olvidó del papel que había desempeñado en el destino de aquella mujer. De pronto, estornudar era lo más importante del universo.

Eso y arrancarse la piel con los dedos.

Un hombre se alzaba tras la luz azulada. Era imposible ver su expresión tras la mascarilla, pero su postura sólo transmitía aburrida indiferencia. Levantó el brazo izquierdo con languidez. En un principio pareció que estaba sosteniendo un megáfono, pero la forma de sujetarlo indicaba que era otro tipo de aparato más contundente. Lo fue moviendo con calma hasta que el arma acampanada le apuntó a los ojos.

En el más absoluto silencio, hizo algo que provocó una terrible agonía en el cerebro de Sylveste.

Nueve

Mantell, Nekhebet Septentrional, Resurgam, 2566

—Lamento lo de los ojos —dijo la voz, tras una eternidad de dolor y movimiento.

Durante unos instantes, un confuso Sylveste intentó poner en orden los últimos acontecimientos. El algún lugar de su pasado reciente se encontraba la boda, los asesinatos, la huida al laberinto y el gas tranquilizante, pero nada de eso estaba interconectado. Se sentía como si estuviera intentando recomponer una biografía a partir de un puñado de fragmentos sueltos, una biografía cuyos acontecimientos le resultaban terriblemente familiares.

El insoportable dolor que había sentido en la cabeza cuando el hombre le había apuntado con el arma… Estaba ciego.

El mundo había desaparecido, había quedado reemplazado por un estático mosaico gris: el modo de suspensión de emergencia de sus ojos. Habían infligido un grave daño a la obra de Calvin. Los ojos no habían fallado; habían sido atacados.

—Era mejor que no nos viera —continuó diciendo la voz, que ahora estaba muy cerca—. Podríamos habérselos vendado, pero no sabíamos qué eran capaces de hacer esas pequeñas maravillas. Era posible que pudieran ver a través de cualquier tejido que usáramos. Por eso optamos por esta solución, por un pulso magnético concentrado. Puede que le haya dolido un poco. Destruyó algunos circuitos. Lo lamento.

A pesar de las disculpas, se las arregló para no parecer lamentarlo en absoluto.

—¿Dónde está mi mujer?

—¿La hija de Girardieau? Está bien. En su caso, no fue necesario tomar medidas tan drásticas.

Sylveste era más sensible al movimiento de su entorno, quizá por su ceguera. Suponía que se encontraban a bordo de un avión, volando entre cañones y valles para evitar las tormentas de polvo. Se preguntó quién sería el propietario de la nave, quién estaría al mando. ¿Las fuerzas del gobierno de Girardieau seguirían controlando Cuvier o el conjunto de la colonia habría caído en manos del Camino Verdadero? Ninguna de las dos opciones le resultaba especialmente atractiva. Podría haber sellado una alianza con Girardieau, pero ahora estaba muerto y él siempre había tenido enemigos en la estructura de poder Inundacionista, personas a quienes no les había gustado que Girardieau le perdonara la vida tras el primer golpe.

Pero estaba vivo y no era la primera vez que se quedaba ciego. Este estado no le resultaba desconocido; sabía que era algo a lo que podría sobrevivir.

—¿Adónde vamos? —preguntó. Lo habían atado con unas correas tan tirantes que le impedían la circulación—. ¿Regresamos a Cuvier?

—¿Y qué más le da? —preguntó la voz—. Me sorprendería que tuviera alguna prisa por regresar.

La nave se inclinaba y se ladeaba sin parar, cayendo en picado y ganando altura como un avión de papel movido por una ráfaga de aire. Sylveste intentó relacionar los virajes con el mapa mental que tenía de los cañones que había en los alrededores de Cuvier, pero le fue imposible. Probablemente, estaba más cerca de la ciudad amarantina enterrada que de su hogar, pero también podía estar en cualquier otro punto del planeta.

—¿Ustedes son…? —Sylveste vaciló. Se preguntó si debería fingir cierta ignorancia sobre la situación, pero descartó la idea. No era necesario que fingiera—. ¿Son Inundacionistas?

—¿Usted qué cree?

—Creo que pertenecen al Camino Verdadero.

—Una salva de aplausos para este hombre.

—¿Están ahora al mando?

—Por supuesto.

El guardia intentó añadir algún alarde en su respuesta, pero Sylveste advirtió su momentánea vacilación.
Incertidumbre
, pensó. Probablemente, no tenía ni idea de cómo estaba yendo la toma de posesión. Puede que lo que le había dicho fuera cierto, pero como las comunicaciones del conjunto del planeta podían haberse visto afectadas, era posible que en estos momentos no tuviera forma alguna de saber cómo estaban yendo las cosas. Quizá, las fuerzas leales a Girardieau seguían teniendo el control de la capital… o quizá, era un tercer grupo quien lo tenía. Estas personas podían estar dejándose llevar por la fe, esperando que sus aliados culminaran con éxito su cometido.

Y por supuesto, también era posible que estuviera diciendo la verdad.

Apenas notó que los duros bordes de la mascarilla le acuchillaban la piel, pues el dolor permanente de sus ojos era mucho más intenso.

Le costaba respirar con la mascarilla: tenía que esforzarse en absorber el aire a través del colector de polvo que había en el morro. Ahora, dos terceras partes del oxígeno que entraba en sus pulmones procedía de la atmósfera de Resurgam, mientras que la tercera parte procedía de un bidón presurizado suspendido bajo la probóscide que contenía el dióxido de carbono suficiente para activar la respuesta de respiración en el cuerpo.

No advirtió que el avión había aterrizado (ni siquiera advirtió que habían llegado a alguna parte) hasta que la puerta se abrió.

El guardia lo desató y lo empujó hacia el ventoso frío del exterior.

¿Sería de día o de noche?

No tenía ni idea. Era imposible saberlo.

—¿Dónde estamos? —preguntó. La mascarilla amortiguaba su voz y le hacía parecer estúpido.

—¿Cree que saberlo le servirá de algo? —La voz del guardia no sonaba distorsionada, de modo que estaba respirando el aire de la atmósfera—. Aunque la ciudad estuviera a dos metros de aquí, y no lo está, no podría alejarse ni un paso del lugar en que se encuentra sin que lo matáramos.

—Quiero hablar con mi esposa.

El guardia lo cogió del brazo y se lo retorció tras la espalda, hasta que Sylveste estuvo seguro de que se lo iba a dislocar. Dio un traspié, pero el hombre impidió que cayera al suelo.

—Hablará con ella cuando llegue el momento oportuno. Le he dicho que estaba bien, ¿no? ¿No confía en mí o qué?

—¿Usted qué cree? Lo he visto matar a mi suegro.

—Creo que debería mantener la cabeza agachada.

Una mano le obligó a agachar la cabeza. El viento dejó de aguijonearle los oídos y, de repente, las voces empezaron a reverberar. A sus espaldas, una puerta presurizada se cerró, amputando el sonido de la tormenta. Aunque estaba ciego, percibía que Pascale no estaba cerca de él. Esperaba que eso significara que había sido escoltada por separado y que sus secuestradores no le habían mentido cuando le habían dicho que estaba a salvo.

Alguien le arrancó la mascarilla.

Lo que siguió a continuación fue una marcha forzada por unos estrechos túneles que le arañaban los hombros y apestaban a desinfectante. Su escolta lo ayudó a descender por unas escalerillas metálicas y a montar en dos ascensores tambaleantes que recorrieron una distancia inescrutable. Aparecieron en un espacio subterráneo reverberante, donde el aire era metálico y fresco, y dejaron atrás un potente conducto de aire por el que llegaba la estridente proclamación del viento de la superficie. Oía voces intermitentes y, aunque creía reconocerlas, era incapaz de ponerles nombre.

Por fin llegaron a una habitación.

Tenía la certeza de que estaba pintada de blanco. Prácticamente podía sentir la vacía presión cúbica de sus paredes.

Alguien se acercó a él. Le olía el aliento. Sintió que unos dedos tocaban suavemente su rostro. Estaban envueltos en algo carente de textura que olía ligeramente a desinfectante. Los dedos tocaron sus ojos, golpearon sus facciones con algo duro.

Cada golpe creaba una pequeña nova de dolor en sus sienes.

—Se los arreglarás cuando yo te lo diga —dijo una voz que sin duda alguna conocía. Era femenina, pero tan ronca que casi parecía masculina—. Por ahora prefiero que siga estando ciego.

Unos pasos se alejaron. La mujer que había hablado debía de haber despedido al escolta con un silencioso gesto. Solo, sin puntos de referencia, Sylveste sintió que perdía el equilibrio. Se moviera hacia donde se moviera, la matriz gris seguía estando delante de él. Sus piernas flaqueaban y no había nada en lo que pudiera sujetarse. Tenía la impresión de encontrarse sobre una plataforma de madera a cientos de metros del suelo.

Empezó a caer. Sus brazos se agitaron patéticamente.

Algo lo sujetó del antebrazo y lo ayudó a recuperar el equilibrio. Oyó un sonido áspero, como si alguien serrara madera.

Era su respiración.

Oyó un chasquido húmedo y supo que la mujer había abierto la boca para volver a hablar. Debía de estar sonriendo, contemplándolo.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Eres tan estúpido… Ni siquiera recuerdas mi voz.

Hundió los dedos en su brazo, localizando nervios y pellizcándolos en los puntos apropiados. Sylveste aulló como un perro. Aquel era el primer estímulo que le había hecho olvidar el dolor de sus ojos.

—Te juro que no sé quién eres —dijo.

Ella lo soltó. Sylveste siguió sintiendo dolor a medida que los nervios y tendones regresaban a su lugar; después fue remitiendo, hasta convertirse en un entumecimiento que se extendió por el brazo y la espalda.

—Pues deberías —dijo la voz ronca—. Soy alguien que crees que murió hace largo tiempo, Dan. Enterrada por un alud.

—Sluka —dijo.

Volyova estaba de camino a la sala en la que descansaba el Capitán cuando ocurrió algo inquietante. Ahora que el resto de la tripulación, incluida Khouri, dormía, había recuperado su vieja costumbre de conversar con el Capitán, aumentando su temperatura los grados necesarios para que tuviera una especie de conciencia, aunque fuera fragmentaria. Ésta había sido su rutina durante la mayor parte de dos años y seguiría siéndolo durante los próximos dos y medio, cuando la nave llegara a Resurgam y sus compañeros despertaran del sueño frigorífico. Por supuesto, las conversaciones eran ocasionales (no podía calentar al Capitán con demasiada frecuencia, puesto que cada vez que lo hacía la plaga se extendía un poco más por su cuerpo y por la materia que lo rodeaba), pero eran pequeños oasis de interacción humana en semanas que, de otro modo, sólo llenaba contemplando virus, armas y el estado general del tejido enfermo de la nave.

Volyova esperaba ansiosa estas conversaciones, aunque el Capitán casi nunca parecía recordar de qué habían hablado con anterioridad. Su relación se había enfriado últimamente. Esto se debía, en parte, a que Sajaki no había localizado a Sylveste en el sistema de Yellowstone y, por lo tanto, había condenado al Capitán a otra media década de tormento… o más, si tampoco lo encontraban en Resurgam, algo que Volyova consideraba posible. Cada vez que conversaban, el Capitán le preguntaba qué tal iba la búsqueda de Sylveste y ella tenía que repetirle que las cosas no iban tan bien como cabría esperar. Entonces, el Capitán se irritaba (la verdad es que no podía culparlo), el tono de la conversación se oscurecía y, por lo general, se daba por terminada. Cuando, días o semanas más tarde, intentaba hablar de nuevo con él, el hombre había olvidado todo lo que le había dicho y el proceso se repetía, por mucho que Volyova se esforzara en darle la mala noticia con la mayor delicadeza posible o en buscar un giro un poco más optimista.

Otra de las razones era la molesta insistencia con la que Volyova lo interrogaba sobre la visita que Sajaki y él habían realizado a los Malabaristas de Formas. La mujer había empezado a interesarse por los detalles de esta visita sólo en los últimos años, porque tenía la impresión de que el cambio de personalidad de Sajaki se había producido en esa misma época. Era consciente de que una persona sólo visitaba a los Malabaristas si deseaba que modificaran su mente… ¿pero por qué había permitido Sajaki que la cambiaran a peor? Ahora era un hombre cruel, despótico y obcecado, cuando antes había sido un líder firme pero justo, un apreciado miembro del Triunvirato. Volyova ya no confiaba en él. El Capitán, en vez de proyectar algo de luz sobre aquel asunto, esquivaba sus preguntas con agresividad, haciendo que Volyova estuviera aún más obsesionada por saber qué había ocurrido.

En estos momentos se dirigía a hablar con él, preguntándose cómo trataría en esta ocasión la inevitable pregunta sobre el asunto de Sylveste y qué nuevo enfoque utilizaría cuando lo interrogara sobre los Malabaristas. Y como había tomado la ruta habitual, se vio obligada a cruzar la sala caché.

Y le pareció que una de las armas, una de las más poderosas, se estaba moviendo.

—Ha habido cambios —dijo la Mademoiselle—. Buenos y malos.

Le sorprendió estar consciente… y aún más, oír a la Mademoiselle. Lo último que recordaba era que se había acostado en una arqueta de sueño frigorífico bajo la atenta mirada de Volyova, quien estaba dando instrucciones por su brazalete. Ahora no podía ver ni sentir nada, ni siquiera el frío; sin embargo, sabía que seguía en la arqueta y que, en cierta medida, seguía dormida.

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