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Authors: Mark Walden

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Escuela de malhechores (9 page)

Wing miró con mucha atención a Otto y respondió en un susurro.

—Sí que me he fijado, pero ¿no pretenderás que empleemos un submarino robado como vehículo para nuestra huida? ¿Cómo lo pilotaríamos? Y me huelo que solicitar clases de pilotaje de submarinos despertaría sospechas.

—Yo sé hacerlo, no necesito clases —dijo Otto como si tal cosa.

—¿Sabes pilotar un submarino? —Wing arqueó una ceja.

—No, pero aprendo rápido —respondió Otto con una media sonrisa.

—Si tú lo dices…, pero me perdonarás si prefiero no poner mi vida en manos de tu capacidad de improvisación.

Wing casi parecía indignado de que a Otto se le hubiera ocurrido una propuesta tan descabellada.

Otto sospechaba que tal vez Wing pensaría que estaba perdiendo la cabeza. Entendía su incredulidad, pero sabía que, si disponía de unos cuantos minutos seguidos para estudiar cualquier vehículo, sería capaz de pilotarlo. Suponiendo, por supuesto, que fuera algo que pudiera hacer una sola persona, pero ese asunto ya se resolvería sobre la marcha. El problema iba a ser convencer a Wing de que era capaz de hacerlo. Un simple «Confía en mí, sé lo que hago» no bastaría cuando lo que le estaba pidiendo a su nuevo amigo era que pusiera su vida en sus manos.

—De todas maneras, tampoco importa mucho mientras no tengamos una idea de cuáles son las medidas de seguridad en ese fondeadero submarino —dijo Otto—. El hecho de que el lugar esté tan bien señalizado indica que nuestros anfitriones están convencidos de que es seguro.

Wing asintió con la cabeza.

—Si hay algo que está claro es que por aquí se toman eso de la seguridad muy en serio.

La afirmación resultaba casi una obviedad. Todo indicaba que en las salas por las que habían pasado durante la visita no había ni un solo rincón que no dispusiera de cámaras de seguridad: unas esferas de acero del tamaño de una pelota de tenis con un solitario ojo negro rodeado de un resplandor azul, que seguramente servía para recordar a los estudiantes los ojos omnipresentes de la mente. Habría que ser invisible para poder desplazarse por HIVE sin ser detectado, claro que… Otto sintió el característico cosquilleo que indicaba que un plan comenzaba a germinar en su mente.

—Bueno, de momento, mantengamos los ojos y los oídos bien abiertos y veamos si se nos presenta alguna oportunidad. Oye, por cierto —prosiguió Otto—, todavía no te he dado las gracias por haberme salvado el pellejo durante la comida. No sé qué habría sido de mí sin tu ayuda. —Me dio la impresión de que te las estabas arreglando la mar de bien tú solo —repuso Wing—. Ya habías dado cuenta del primero de tus agresores de una forma muy eficaz.

—Basta con saber qué botón hay que pulsar. O, para ser más exactos, qué terminación nerviosa hay que pulsar.

—Me temo que nuestras acciones han hecho que recaiga sobre nosotros una atención muy inoportuna. No parece que al doctor Nero le hiciera mucha gracia —dijo Wing, torciendo un poco el gesto.

Otto entendía muy bien lo que Wing quería decir. Rara vez se encontraba con personas a las que considerara sus iguales y por eso, cuando sucedía, eran personas a las que había que incluir en el grupo de «Peligrosos». En aquel momento, el doctor Nero figuraba a la cabeza de ese montón. Otto tenía que averiguar todo lo que fuera posible sobre el doctor Nero sin llamar demasiado su atención. Si había algo que tenía claro era que no sentía ningún deseo de figurar a la cabeza de la lista de tareas del doctor Nero. Sin que pudiera evitarlo, apareció en la mente de Otto una imagen de un doctor Nero gigantesco que empleaba una lupa para concentrar los rayos del sol sobre una pequeña hormiga de pelo blanco. Borró aquella inquietante imagen de su mente y se levantó de la cama.

—Bueno, esperemos que no tengamos otro encontronazo durante la cena. Y hablando de la cena, será mejor que nos demos prisa si no queremos llegar tarde.

Lo que le había dicho Wing sobre sus ronquidos no era broma. Otto estaba tumbado en su cama con unos tapones en las orejas, improvisados a toda prisa con unos trozos de papel higiénico. Ya no oía a Wing, pero casi hubiera jurado que sentía una ligera vibración en su cama.

Afortunadamente, la cena había transcurrido sin incidentes. Block y Tackle estaban presentes, pero se encontraban sentados en unas mesas bastante alejadas de la suya, junto a un grupo de bestias fornidas de su misma calaña, ataviadas con el mono azul de los Esbirros. Aunque les habían dirigido alguna que otra mirada asesina cuando los ojos de Wing o de Otto se habían cruzado por casualidad con los de ellos, se habían mantenido apartados de los nuevos alumnos. La presencia de unos guardias de seguridad vigilando la cueva debía tener algo que ver con ello. Otra cosa que había quedado clara era que los profesores no cenaban con los alumnos, pues la mesa elevada había permanecido desierta. Otto sentía mucha curiosidad por saber cómo se organizarían para cenar.

Después de la cena, Wing y él habían pasado un par de horas explorando las instalaciones de la zona residencial. En el transcurso de la exploración habían realizado un intento fallido de echar una partida de dardos, prontamente abandonado después de que Wing hiciera nueve dianas seguidas. Cuanto más tiempo pasaba Otto con Wing, más le sorprendía aquel gigantón oriental de habla educada. Había tratado de sondearle delicadamente sobre su vida, pero al ver que Wing se mostraba reacio a hablar del tema, había optado por dejarlo: no quería que su curiosidad dañara la amistad que estaba surgiendo entre ellos. Al fin y al cabo, si no daban con un plan y hacían algo con respecto a su situación actual, iban a disponer de seis largos años para averiguar cosas el uno del otro.

El plan que Otto estaba madurando seguía formándose poco a poco en su cabeza, pero cuanto más se concentraba en él, más esquivos se volvían los detalles. Sabía que si dejaba de pensar en ellos conscientemente, con el tiempo los problemas acabarían por resolverse por sí solos, pero estaba impaciente: se sentía atrapado.

Mientras yacía en la cama, sordo al ruido infernal que venía del lado del cuarto donde estaba Wing, se descubrió a sí mismo repasando mentalmente los acontecimientos que habían tenido lugar en las semanas precedentes a su llegada a HIVE. Ahora, echando la vista atrás, pensaba que todo había comenzado con la carta que…

Capítulo 5

—¡N
o pueden hacer eso! —gritó Otto, señalando con un aspaviento la carta que había sobre el escritorio que tenía delante—. Me ha llevado años conseguir que este lugar funcione como Dios manda y ahora me vienen con esto.

Se levantó de la desgastada silla de cuero que había detrás del escritorio y se puso a dar vueltas por la habitación. Se encontraba en un viejo ático que tenía las paredes cubiertas de estantes repletos de libros y el suelo sembrado de piezas sueltas pertenecientes a cientos de aparatos electrónicos de todo tipo. De pie en medio de la habitación había una mujer de mediana edad vestida con un traje de aspecto caro. Sus ojos enrojecidos revelaban que hacía poco había estado llorando.

—Otto, no sé lo que voy a hacer. Te he traído la carta nada más leerla. Esa gente horrible va a cerrar el orfanato y no podemos hacer nada para impedirlo. He dedicado toda mi vida a este lugar y no sé qué será de mí si lo cierran… Otto, es terrible.

Soltó unos sollozos entrecortados y de nuevo rompió a llorar.

Otto le posó una mano en el hombro.

—Tranquilícese, señora McReedy. Ya se me ocurrirá algo. Se equivocan si piensan que vamos a dejar que nos cierren sin oponer resistencia. El orfanato de San Sebastián aún no está acabado.

Se sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó a la señora McReedy, que acto seguido se sonó ruidosamente la nariz.

—Discúlpame, Otto, pero ya sabes lo mucho que me preocupan estas cosas —sorbió por la nariz y luego se secó las comisuras de los ojos con el pañuelo—. No pienses que no tengo fe en ti, pero es que la carta parece tan contundente que, la verdad, no sé qué podemos hacer.

Otto volvió a coger la carta del escritorio y repasó su contenido. Empleaba un lenguaje ampuloso y mucha jerga burocrática, pero todo se reducía a una sola cosa. El orfanato de San Sebastián se clausuraría dentro de dos semanas. Esa era la decisión definitiva de la corporación local. Se hablaba de objetivos no cumplidos y de la reestructuración de los planes de atención a la infancia, pero a Otto todo aquello le sonaba a mera excusa. Iban a cerrar SU orfanato y solo disponía de dos semanas para hacerles cambiar de opinión.

Había llegado a aquel orfanato doce años atrás, en una cuna abandonada en el portal en medio de la noche, sin otra identificación que una tarjeta blanca en la que figuraba escrito a mano su nombre, Otto Malpense. El personal del orfanato estaba acostumbrado a enfrentarse a ese tipo de situaciones y, siguiendo las normas, se había procedido a informar a la policía de aquella entrega nocturna con la esperanza de que se pudiera localizar a los padres. La búsqueda, sin embargo, resultó infructuosa: no había ni rastro de las personas que una noche lóbrega y tormentosa habían abandonado a Otto. Y así, al no haber ningún otro lugar para él, se quedaron con aquel extraño bebé de cabellos blancos y, a partir de ese momento, el orfanato pasó a convertirse en su nuevo hogar.

Cuando llegó Otto, aquella institución estaba lejos de ser el orfanato londinense mejor provisto de personal y equipamiento. Había sido construido hacía cerca de siglo y medio, y el uso intensivo a lo largo de los años había dejado en la vetusta y fatigada mansión innumerables cicatrices. Su historiada fachada estaba cubierta de hiedra y saltaba a la vista que el tejado había sido parcheado en numerosas ocasiones recurriendo a los materiales que estuvieran más a mano. El interior del edificio adolecía también de numerosos problemas. Las cañerías hacían ruidos, los suelos estaban desnivelados y crujían y, como el edificio era demasiado grande y viejo para poder mantenerlo verdaderamente limpio, el polvo se acumulaba por todas partes. Los dormitorios de los niños estaban anticuados; en cada uno de ellos se alineaban varias filas de literas y cada grupo de veinte o treinta chicos tenía que compartir un mismo servicio estrecho y viejo. Como la reparación de algunas de las alas más antiguas del edificio resultaba muy costosa, había en la mansión lo que parecían ser kilómetros y kilómetros de pasillos polvorientos que rara vez se usaban. Lo cierto era, sin embargo, que a lo largo de los años el orfanato de San Sebastián se las había arreglado para evitar el cierre, seguramente por ser uno de los pocos que quedaban en la zona. Aun así, los fondos disponibles se habían ido reduciendo con el paso del tiempo y eso había conducido al progresivo deterioro del imponente y vetusto edificio. De hecho, el personal parecía dedicar tanto tiempo a la realización de pequeñas reparaciones como al cuidado de los niños que tenían a su cargo.

Al principio, Otto, exceptuando, desde luego, el inusual color de su cabello, parecía un chico como otro cualquiera, pero a medida que fue cumpliendo años, los adultos advirtieron que aquel chico tenía algo especial. A los tres años aprendió él solo a leer. Se sentaba en el suelo de la sala común y se pasaba horas mirando los libros que habían dejado tirados los niños mayores, con una expresión de intensa concentración en el rostro. Al personal aquel comportamiento le parecía muy divertido.

—¡Fijaos! Si parece como si estuviera leyendo —decía uno.

—Simplemente imita lo que ve hacer a los otros chicos —comentaba otro.

Pero no se limitaba a imitar lo que había visto hacer a los demás. Mientras permanecía sentado mirando las letras de las páginas parecía como si su cerebro fuese capaz de entenderlas. Al principio, las palabras no tenían ningún significado para él, pero a medida que miraba atentamente las páginas, su significado se iba volviendo cada vez más claro, como si de alguna manera el conocimiento estuviera creciendo en su cabeza. No solo eso, sino que además era capaz de recordar la última palabra de todas las páginas que había estado mirando. Su cerebro parecía absorber el conocimiento de los libros como un vampiro.

Un día, cuando ya tenía cinco años, desarmó el teléfono de la señora McReedy. No era raro que los niños del orfanato se dedicaran a desmontar aparatos, pero Otto hizo algo más que desarmarlo. Mientras permanecía sentado rodeado por las piezas sueltas del teléfono, sabía para qué servía cada una de ellas y lo que tenía que hacer para conseguir que, una vez que volvieran a estar montadas, funcionaran mejor. De hecho, cuando tuvo el teléfono montado funcionaba mucho mejor que antes. Apenas dos meses más tarde, cuando llegó la siguiente factura telefónica, la señora McReedy comprobó que todas las llamadas que habían hecho durante las últimas ocho semanas les habían salido gratis. Pensando que debía tratarse de un error, se puso en contacto con la compañía telefónica, pero le informaron de que sus sistemas no cometían errores de ese tipo y le pidieron que no les hiciera perder el tiempo empeñándose en que había hecho unas llamadas que evidentemente no había realizado.

Cuando era muy pequeño, antes de empezar a ir al colegio, Otto se pasaba muchas horas explorando todos los rincones del vetusto y misterioso edificio. Tenía una habilidad asombrosa para escabullirse sin que nadie lo advirtiera. Se sentaba junto a los demás niños de preescolar en la sala común y parecía participar en sus juegos. Luego, bastaba con que el cuidador tuviera que salir un momento para atender una llamada o con que se distrajera un instante para que, antes de que se diera cuenta, Otto se hubiera esfumado. La primera vez que sucedió provocó una oleada de pánico. El personal del orfanato puso el edificio patas arriba buscándole. La señora McReedy estaba ya a punto de llamar a la policía para denunciar su desaparición cuando, de pronto, el pequeño Otto entró en la sala común con sus andares torpones. Llevaba varias horas perdido y estaba cubierto de polvo y mugre de la cabeza a los pies. Cuando le preguntaron dónde se había metido durante todo ese tiempo, dirigió una mirada asombrada a la señora McReedy y respondió: «Aquí». El interrogatorio al que se le sometió a continuación no llevó a ninguna parte. Finalmente, aquellas escapadas se hicieron tan frecuentes que el personal optó por dejar de buscarle, convencido de que tarde o temprano aparecería sin haber sufrido ningún percance durante sus viajes y que se mostraría sorprendido e incluso molesto por que se mostraran preocupados.

Los empleados del orfanato no eran las únicas personas que habían sido testigos del peculiar comportamiento de Otto. Un poco más abajo, en la misma calle, se encontraba una de las bibliotecas más grandes y más antiguas de Londres. Al igual que el San Sebastián, se trataba de un enorme y vetusto edificio de estilo gótico que tenía cientos de años de antigüedad y para Otto no tardó en convertirse en un segundo hogar. La señora McReedy ya había renunciado a encontrar libros nuevos en el orfanato para aquel extraño niño que, de rápido que leía, parecía como si solo se fijara en los números de las páginas. Por esa razón, siempre que podía se lo llevaba a la biblioteca y lo dejaba a cargo del señor Littleton, el bibliotecario, que era un buen amigo de la señora McReedy. El señor Littleton se mostraba encantado de hacerle el favor de vigilar a Otto: el niño no daba ningún problema, le decía siempre a la señora McReedy. Lo único que hacía era pasarse todo el santo día sentado hojeando libros, sin preocuparse por nada más. En un principio, al menos, nadie creyó que un niño de la edad de Otto pudiera leer y comprender los libros a esa velocidad.

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