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Authors: Ana Iturgaiz

Tags: #Romántico

Es por ti (29 page)

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Leire la vio acercarse y respiró tranquila. Se había alarmado mucho cuando, al volver a entrar en la comisaría, no la había encontrado por ninguna parte. ¿Dónde podría haberse metido? Ninguno de los agentes que atendían al público había podido indicarle qué le podía haber pasado a su amiga.

—¿Todo bien?

—Perfectamente —contestó Luz apretándole las manos—. Al principio me costó hacerme entender, pero al final nos hemos aclarado, ¿verdad? —preguntó a su acompañante, que se limitó a hacer un gesto de aceptación.

—Entonces ¿podemos marcharnos ya?

—Solo necesitarán un momento para que les entreguen una copia de la denuncia y ya se podrán ir. Acompáñenme por aquí.

Acabaron delante de otro mostrador donde les entregaron una de las copias del informe, sellado y con la fecha del día. La administrativa que allí estaba comprobó otra vez los datos de Luz solo para confirmar dónde podían localizarla.

—¿Y David? —preguntó cuando ya se dirigían hacia la salida.

—Hablando con los del seguro. Ahí lo tienes —dijo Leire al ver a su novio atravesando las puertas de la comisaría—. Parece que al fin lo ha solucionado. Viene sonriendo. Al parecer, el agente que lleva tu expediente se ha roto una pierna. Hemos tenido que hablar con varias personas antes de dar con alguien que nos atendiera y eso porque David me ha quitado el teléfono y se ha puesto como un energúmeno asegurando que no pararía hasta hablar con el director. No has podido dar con una compañía más complicada que esta. Es imposible dar un parte.

Luz se encogió de hombros.

—Con la que me obligó el banco a firmar.

David llegó hasta ellas con una sonrisa pintada en la boca, rodeó con el brazo la cintura de Leire y puso un beso en su sien antes de hablar.

—Todo resuelto. Solo falta que les envíes una copia de la denuncia para que comiencen todos los trámites —comunicó a Luz.

Esta agitó el papel que todavía llevaba en la mano.

—Lo nuestro ha costado, pero está hecho.

—Bien, ahora solo queda...

—Limpiar, limpiar y recoger. Y volver a dejarlo todo como estaba esta mañana. Venga, vamos. Cuanto antes empiece, antes acabaré —les instó encaminándose hacia la salida.

Leire y David se miraron resignados ante la aparente serenidad de su amiga y la siguieron hasta la calle.

Pero Luz no estaba nada tranquila. Pensar en la posibilidad de volver a casa hizo que comenzaran a temblarle las rodillas. No quería volver a entrar en el piso sola. No antes de tenerlo todo recogido y fingir que aquello no había sucedido. No quería volver a abrir la puerta y encontrarse de nuevo con el espectáculo que la esperaba. Ni mucho menos recordar que había un malnacido que campaba por aquella ciudad con sus llaves en el bolsillo y podía aparecer en su puerta en el momento en el que le diera la gana.

Leire se quedó observando la cara de desconsuelo de su amiga.

—David, creo que me voy a quedar con Luz esta noche. Cuéntale la situación y discúlpame con tu tía por no poder estar allí —dijo como si le hubiera leído el pensamiento.

—¡De ninguna de las maneras! —saltó Luz—. No voy a permitir que te pases el resto de la vida echándome la culpa por quedar mal con tu familia política. Ya estoy escuchando tus gruñidos cuando seas viejecita:
Fue culpa de esa arpía por lo que mi suegra me despreció siempre y mi suegro me ignoraba en las fiestas familiares
—declamó haciendo temblar la voz como si fuera una anciana.

—Pero es que...

—No hay peros que valgan —la interrumpió—. Yo lo único que tengo que hacer es sacar la escoba y la fregona y darles uso durante la próxima hora.

David no dijo nada. No se iba a posicionar en aquella discusión. Lo cierto era que entendía la decisión de su novia de acompañar a Luz, pero también quería que acudiera con él al tanatorio. A pesar de llevar más de año y medio viviendo juntos, todavía no la había presentado a sus parientes y había pensado que aquel, aunque triste, era un buen momento para hacerlo. Eran pocas las ocasiones en las que la familia de su padre se juntaba al completo.

—Me han asegurado que a las siete en punto llega el cerrajero para cambiarte el bombín de la cerradura —comentó por si aquello ayudaba a que alguna tomara una decisión.

—¿Lo ves? Dentro de un rato me pondrán un picaporte nuevo y ni el ladrón ni tú podréis acceder a mi fortaleza.

—Que no, que no. Que yo te acompaño a casa —insistió Leire—. Me da igual que te cambien la llave y no me importa en absoluto que te sientas Superwoman en su mejor momento. No voy dejarte sola.

Luz se acercó a Leire.

—Tienes a tu lado al hombre más alto, más guapo y más viril que nunca en la vida soñaste pillar. No sé cómo lo has hecho, no te lo pregunté entonces ni lo voy a hacer ahora, pero lo que sí te digo es que como un día, sí, has oído bien, un solo día me eche la culpa de interponerme entre tú y él, no te lo voy a perdonar. Y, además, y esto es lo peor de todo, ten por seguro que no volveré a dirigirte la palabra el resto de lo que te quede de vida. ¿Has entendido bien?

Leire se quedó de piedra durante un instante, pero se echó a reír en seguida.

—Está claro, transparente como el agua.

—Me alegro de que nos entendamos. Y ahora creo que es hora de que cada uno se dedique a sus quehaceres.

Sin embargo, antes de que pudiera darse la vuelta, una mano la sujetó por el brazo.

—Me vas a prometer que vas a pedir a Martín que pase la noche contigo —exigió su amiga.

Luz la miró aturdida ¿a Martín? Si ni siquiera salían juntos. Pero ni Leire ni David lo sabían todavía. Decidió que no era el momento de sincerarse.

—Te lo prometo. En cuanto salga de aquí, le llamo —aseguró con rotundidad.

Capítulo 16

—¿Estamos todos?

Cristina Viña, subinspectora de la Policía Nacional, perteneciente a la Brigada de Investigación de Patrimonio Histórico, comprobó que todas las personas convocadas a la reunión hubieran llegado antes de cerrar la puerta del despacho que le habían cedido en la comisaría situada en la Calle Gordóniz de Bilbao.

Los asistentes eran Javier Oteiza, Álvaro Somarriba y Asier Zabala, responsables de los departamentos de conservación de las Diputaciones alavesa, vizcaína y guipuzcoana respectivamente, además de cuatro agentes de la Brigada, y ella misma.

—Bien, entonces empezamos —comentó lo bastante alto como para que todo el mundo la oyera—. Antes de nada, os pido disculpas por la urgencia con la que se os ha convocado a esta reunión. Sé que un domingo a estas horas tendréis cosas más interesantes que hacer que estar aquí. —Un apenas audible rumor confirmó sus palabras, aunque Cristina hizo oídos sordos al cuchicheo—. Javier Oteiza os contará las novedades y la causa de que estemos aquí sentados en este momento. Javier, si eres tan amable.

El hermano de Martín jugueteaba con el bolígrafo cuando se dirigió a los siete pares de ojos que le miraban expectantes.

—Lo expondré de una forma muy directa; tengo encima de mi mesa un informe en espera de mi firma. Se trata de un escrito en el que yo ratifico que los papeles aportados por un tal Ramón Buenavista le acreditan como el auténtico propietario de una talla de un San Sebastián del siglo XVI.

—La persona que ostentaba el mismo cargo antes que Javier —interrumpió Cristina— era sospechoso de formar parte de la trama que estamos investigando y, de hecho, esa fue la causa que aceleró su cese.

—En efecto, y siento deciros que no ha sido nada difícil dar la impresión de que yo estaba dispuesto a seguir sus pasos. Unos cuantos comentarios en voz alta han sido suficientes para que
alguien
dejara dichos documentos encima de mi mesa.

—¿Y qué tiene de especial el informe? —preguntó uno de los agentes que parecía más un ladrón de bancos que un detective.

—Todo parecería normal si no fuera porque las fotografías que lo acompañan son las de una escultura, propiedad del Ayuntamiento de Labraza, que no tiene intención de venderla. Da la casualidad de que no hace muchos años que los vecinos tuvieron que abonar más de un millón y medio de pesetas para recuperar la imagen que había desaparecido de la iglesia parroquial.

—Conclusión —añadió de nuevo el joven que había hablado con anterioridad—: alguien va a intentar
conseguirla
de nuevo.

—Eso parece —confirmó Cristina—. Lo peor de todo es que está previsto que esa escultura forme parte, junto a otras muchas obras de arte de los distintos monasterios, iglesias y diferentes conventos de la Rioja Alavesa, de una exposición que se va a organizar en breve en la iglesia de Santa María de los Reyes de Laguardia.

—Y pensáis que pueden intentar sacarla de allí.

—Así es. Inmediatamente antes o justo después —afirmó Cristina.

—Pero estamos a punto de llegar tarde —se lamentó Javier—. El día de apertura es este jueves.

—Y eso significa...

—Eso significa que nos ponemos a trabajar ahora mismo —instó Cristina.

—He preparado unas fotografías que nos ha pasado un colaborador externo y que quisiera que vierais.

Pulsó una tecla del portátil que había conectado a la pantalla de televisión que colgaba de una de las paredes.

—¿Puede alguien apagar la luz? —se escuchó.

Las fotos que Martín había tomado en La Rioja Alavesa comenzaron a aparecer una detrás de otra.

—Hasta ahora, hemos trabajado con la hipótesis de que se estaba preparando algo a más largo plazo, sin embargo, la existencia del informe que os comentaba Javier nos hace suponer que las cosas van más deprisa de lo que imaginábamos. En todos los casos que hemos analizado hasta ahora, el tiempo transcurrido desde la firma fraudulenta y la desaparición de la obra ha sido cuestión de días. Y no tenemos motivos para pensar que en esta ocasión va a ser distinto —comentó Cristina cuando apareció en la pantalla la portada principal de la Iglesia de San Juan de Laguardia.

—Pero ¿no pensáis que hacerlo durante la exposición es arriesgarse demasiado? —dijo uno de los policías desplazados desde Madrid.

—Sabéis mejor que yo que este tipo de casos suele ser por encargo de algún pasante poco honesto con un comprador fijo. Yo creo que será antes de la exposición. Para ellos es demasiado arriesgado hacerlo una vez que se abra al público porque las obras van a estar más vigiladas.

—No sé lo que hace la Brigada metida en este asunto. Creo que no hay indicios de que esto forme parte del grupo que seguimos desde hace meses —se quejó el mismo policía que había hablado antes.

—Estamos dónde nos dicen que estemos —le cortó Cristina tajante—. Y tú, Tomás, sabes que tenemos que investigar todas las sospechas que tengamos por pequeñas que sean.

—Igual es que tenéis más información de la que nos estáis contando —acusó Tomás sin apartar la mirada de Javier.

Este dejó que fuera Cristina quien lidiara con aquello, al fin y al cabo, él era un elemento ajeno a aquel grupo e involucrar a los agentes que iban a formar parte del operativo no era su cometido. Bastante tenía con haber aceptado el mayor cargo en el Servicio de Patrimonio Histórico de Álava en medio de aquella tormenta, que podía costarle su futuro profesional si no salía como esperaba, y con haber permitido que Martín también se involucrara.

El enérgico tono de Cristina consiguió hacerle regresar a la discusión que estaba teniendo lugar delante de él.

—Tomás, ya lo discutiremos más tarde. Yo estoy de acuerdo con Javier. El robo se va a realizar pronto. Rubén —añadió dirigiéndose a otro hombre que estaba en los asientos del fondo—, tú, mejor que nadie, sabes que los delincuentes raramente cambian su
modus operandi
y nada nos hace sospechar que vaya a ser de otra manera. De todas formas —concedió— acabemos de ver las fotografías y después discutimos este tema con tranquilidad.

Tomás se cruzó de brazos, escamado por cómo su jefa le había puesto en entredicho. El resto de los oyentes asintieron y dirigieron los ojos a la pantalla. Javier continuó pasando las fotos.

—Fijaros bien en este tipo que baja las escaleras —advirtió Cristina—. Aquí lo tenéis de nuevo —dijo señalando a un hombre que abría la puerta de un coche—. Y aquí otra vez. No se le aprecia muy bien, pero es este que asoma detrás de esta columna. Y aquí en...

—¿Y esa chica? —Luz lucía una enorme sonrisa en medio de la pantalla—. También aparece varias veces.

—Ella no tiene nada que ver con la operación —se apresuró a contestar Javier bajo la atenta mirada de Cristina—. Lo hemos comprobado.

—¿Quién es el tipo en cuestión?

Javier respiró y dio gracias porque la conversación se centrara en el hombre que había señalado Cristina. No quería que el nombre de su hermano se mencionara si no era estrictamente necesario.

—José López Pérez. De profesión, ratero de poca monta —explicó Cristina—. Hasta ahora solo se le ha vinculado con sustracciones más o menos espaciadas de aparatos de electrónica y telefonía, pero todo indica que se está reconvirtiendo.

—Sí, se ha hecho todo un intelectual —se burló Rubén entre las risas ahogadas de los compañeros.

—Eso es lo que pensamos cuando lo descubrimos tan interesado en la cultura —ratificó Cristina.

—¿Se le estaba siguiendo?

—Bueno, digamos que al ser un viejo conocido, la Ertzaintza le suele echar un vistazo de vez en cuando y
alguien
nos hizo el favor de prestar atención a su nueva
afición
.

La reunión se alargó durante varias horas. Javier se frotaba los ojos, agotado, mientras se dirigía hacia el control de salida.

—Javier —le detuvo Cristina justo antes de que saliera del edificio—. ¿Quién era esa chica?

Él se aclaró la garganta antes de contestar.

—Una amiga de alguien de mi familia.

—De tu hermano.

Javier asintió. Había puesto al día a Cristina de la implicación de Martín en el caso. Le había rogado que le permitiera colaborar en el operativo y ella había accedido con la condición de que se quedara al margen de todo y se limitara a ejercer de fotógrafo en el momento de la captura de los delincuentes.

—Pues tenemos un problema —anunció ella—. Ayer estuve en Bilbao, en la comisaría de Ibarrekolanda. Esa chica estaba poniendo una denuncia. Al parecer, alguien había dado vuelta a su casa.

—¡Mierda! —se le escapó a Javier.

—Eso mismo pienso yo.

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