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Authors: Ana Iturgaiz

Tags: #Romántico

Es por ti (22 page)

—Serás tú que tienes más imaginación. ¿Cuántos años se supone que han estado investigando en este lugar?

—Veinticinco años, me ha parecido entender.

—Pues en toda esa cantidad de años habrán encontrado de todo.

—Más de lo que creemos y de lo que podremos ver nunca.

—Y ¿dónde estarán todas esas cosas? Porque en el museo solo hemos visto una pequeña muestra.

—Supongo que a buen recaudo. En algún almacén del Museo de la Diputación de Álava. Todo bien registrado y almacenado en cajas de cartón a las que les habrán puesto una etiqueta con un código críptico, cajas que nadie volverá a mirar en los próximos veinticinco años. Se quedarán en la misma balda en la que las haya colocado el investigador de turno hasta que un estudioso que no sepa de qué hacer su tesis doctoral las saque del letargo.

Luz se quedó pasmada ante el cinismo que reflejaban aquellas palabras. Sonaba como si todo aquello fuera de su propiedad y alguien lo hubiera robado.

—Allí no piden pan —comentó en un intento de quitar hierro al momento.

—¿Y total? —continuó él sin escucharla—. ¿Para qué? Para nada. A veces me parece más honrado que todo eso, que alguien ha guardado, salga a la luz de una manera u otra.

—Podemos elevar una queja a los jefes de esto para que nos enseñen todo lo que tienen escondido.

—Es inútil, y no porque ellos no quieran hacerlo, sino porque es imposible y, además, un absurdo. Un museo con una ingente colección de piezas todas iguales no sirve para nada. En una ocasión visité el Museo Arqueológico de Atenas y descubrí que era lo más aburrido del mundo. Metros y metros de vitrinas llenas de vasijas con figuras negras sobre fondo rojo a las que nadie mira siquiera. A la gente le agobia ver la misma cosa una y otra vez.

—Entonces, si no se puede exponer y tampoco sirve de nada guardar lo que se encuentra en sitios como este, ¿cuál es tu sugerencia para solucionar el problema?

Martín no se lo pensó dos veces.

—Vender.

Luz se dio la vuelta y lo observó con incredulidad. Por el interés que mostraba en las sesiones fotográficas, habría jurado que era de los que se dejarían cortar una mano antes de dilapidar el Patrimonio Histórico.

—¿Cómo?

—Lo pondría a la venta —constató él—. Si la gente pudiera acceder en el mercado libre a algunas de estas piezas, no habría necesidad de robarlas.

Luz recordó la noticia del periódico de aquella misma mañana.

—Como al parecer sucede en las iglesias de los alrededores.

—Si fuera yo, me recorría todos los templos y lo quitaba todo. Recogía las tallas y los retablos más representativos y los trasladaba al museo municipal, provincial, de Arte Sacro o el que correspondiera, y el resto lo entregaba a manos privadas. Mantenemos auténticas joyas de mucho valor ante gente que ni siquiera saben lo que tienen delante de los ojos y que, por supuesto, no le prestan la más mínima atención. Vender parte de ellas es la única manera de tener obras de arte restauradas y con calidad. Además, el dinero que se generaría de ese modo no es para despreciar.

—Pues si que te veo hoy moderado —murmuró Luz mientras se encaminaban hacia la salida por el camino de gravilla.

Estaba a punto de hacer otro comentario sobre el tema cuando el móvil de Martín volvió a sonar.

—Perdón —dijo mientras se alejaba para poder hablar con discreción.

Al parecer, ella no era su prioridad ese día.

• • •

Definitivamente no. No era en ella en lo que pensaba cuando llegaron al hotel. Y si no ¿cómo se explicaba que cuando al fin se encontraron solos en la habitación, él esgrimiera una disculpa absurda y desapareciera lo más rápido posible sin deshacer siquiera el equipaje?

Eso era en lo que pensaba Luz mientras metía de mala gana su ropa interior dentro del cajón de la mesilla.
¡Camas separadas!
, bufó para sí. Aquello no tenía aspecto de resultar un romántico fin de semana.

En verdad, ya no sabía qué pensar. Esa mañana, cuando habían salido de desayunar en Labastida cogidos por la cintura, habría jurado que la cosa pintaba bien, pero, según habían ido pasando las horas, cada vez se había acercado menos a ella. Si había habido algún roce “casual” había sido ella la que lo había provocado.

En resumen, la había tratado como a una amiga. ¡Y aquello era lo peor que le podía suceder! Ella nunca había tenido a un hombre como amigo. A excepción, si acaso, de David, el novio de Leire. Sí compañeros, sí colegas de aventuras nocturnas, sí amantes de noche y otros de día, sí profesores, sí vecinos, sí..., pero amigos ¡no! Nunca los había querido y no iba a empezar ahora. Y menos con Martín, del que lo único que quería era obligarle a meterse de nuevo en la ducha con ella.

• • •

—Su acompañante la espera en la taberna —le dijo la chica del mostrador en cuánto la vio descender por las escaleras.

—¿En la taberna?

—Por ahí —le explicó señalando a su espalda.

—Muchas gracias.

Luz sonrió mientras se internaba por un estrecho pasillo. Al final, no tendría que ir muy lejos para localizarlo.

¡Queda mucha tarde por delante!
A pesar de ser casi de noche, aún no habían dado las cinco. En unos minutos podrían estar de vuelta en la habitación. Un minuto para llegar al final de aquel corredor, quince segundos para sentarse a su lado y ponerle una mano más arriba de la rodilla, otros cinco segundos para mirarle a los ojos, tres minutos para pagar, dos para atravesar aquel corredor y otro más para subir al piso primero, dónde estaba situada la habitación. Total: en siete minutos y veinte segundos le soltaría la hebilla del cinturón. Su humor mejoró bastante.

Todavía no había llegado al bar cuando su voz le llegó con claridad.

—¡No! ¡No lo he fotografiado porque no he visto a nadie con ese aspecto! —Luz se detuvo y puso la oreja. Escuchar a Martín perder la paciencia podía ser uno de los placeres que la vida aún le brindaba—. ¡Te he dicho que no tengo nada! —le oyó exclamar. Siguieron unos instantes de silencio—. ¿No podéis esperar al lunes? —De nuevo el silencio—. Vosotros sois los que mandáis —fue lo último que Luz escuchó antes de que las palabras se diluyeran en el aire.

Nada más poner el pie en la taberna, Martín alzó la vista.

—Ya estás aquí —dijo malhumorado mientras se levantaba.

Se dirigió hasta la barra, depositó unas monedas sobre ella y se encaminó a la salida.

—A ver si encontramos algo en este pueblo.

Luz no tuvo tiempo de contestar. La puerta ya se había cerrado. Se había largado dejándola plantada.

Algo le decía que se le acababa de estropear la tarde.

Capítulo 12

Si a Luz le hubieran pedido que describiera el paraíso, estas habrían sido sus palabras:


Ensalada templada de crujiente de manitas de cordero sobre un lecho de brotes
.

Pimientos rellenos de hongos y gambas

Chuletón de la montaña

Goxua
[4]


Ni más ni menos
, pensó mientras se limpiaba la comisura de los labios. En concreto, aquellas eran las delicias que se acababa de zampar para cenar.

Depositó la servilleta sobre la mesa y se apoyó en el respaldo de la silla con un suspiro de satisfacción.

Miró la copa y lamentó no haberse acordado de dejar un poco de vino para después del postre. Habían vaciado una botella entre los dos. No en vano estaban en el centro neurálgico de la Rioja Alavesa. Un litro de vino tinto del bueno. No estaba mal. Aunque tenía la ligera sensación de que su copa había sido llenada bastantes más veces que la del hombre que tenía delante y que la observaba complaciente.

—Toma, cógela.

Ella aceptó la copa de Martín sin pensárselo dos veces, fijó los ojos en los de él e hizo girar el cristal para que sus labios coincidieran con el sitio en el que Martín había posado la boca durante toda la velada.

Una, apenas perceptible, elevación de cejas y la detención de la respiración fueron los únicos síntomas de que se había dado cuenta del gesto. Sin embargo, el dardo, sin lugar a dudas, había sido certero.

A pesar de ser febrero y hacer un frío espantoso, todas las mesas estaban llenas. Laguardia era un pueblo lleno casas antiguas que, en muchos casos, se habían convertido en modernos y sofisticados restaurantes. Luz miró a su alrededor y observó a las distintas parejas que disfrutaban de una romántica escapadita. Pero la sensación de placidez se vio interrumpida por las voces y las risas de un grupo de amigos que desde el fondo del comedor interrumpían con sus ruidos los susurros del resto de los comensales. Estaba claro que celebraban una despedida de soltero. No tuvo ninguna duda; uno ellos estaba vestido de hawaiano y llevaba un calzoncillo en la cabeza.

—Se lo están pasando en grande —dijo Martín.

Luz dirigió la mirada hacia un tipo gordo que se había puesto de pie y que tenía pinta de ir a dar un discurso. Y le entraron unas ganas enormes de salir de allí.

—¿Nos vamos? —preguntó mientras se levantaba.

—Hay que pagar —anunció Martín mientras rebuscaba la cartera en el bolsillo interior de la cazadora.

A regañadientes, Luz se volvió a sentar y esperó a que el camarero se llevara la tarjeta de crédito de Martín. Se había ahorrado la molestia de discutir con él para costearse su propia cena. ¿No era un viaje de trabajo?
Pues que pague él
. Aquella era su venganza particular por haberla dejado plantada en el aeropuerto.

Cuando salieron al exterior, se le congelaron hasta las ideas. Se enfundó los guantes con rapidez y se enrolló la bufanda al cuello. El restaurante en el que habían cenado estaba muy cerca al hotel, pero cuando Luz sintió la mano de Martín descendiendo por su espalda decidió dar una vuelta. Sabía lo qué sucedería en el momento en el que entraran en la habitación: ella le quitaría la ropa de un asalto y él haría lo mismo con ella o, al menos, eso esperaba. Lo haría sufrir un rato más, resolvió. Llevaba todo el día tratándola como si fuera un cero a la izquierda. Eso sin contar las veces que le habían llamado por teléfono, se apartaba de ella como de la peste. La hora de la venganza había llegado.

Aunque la venganza no fuera más que una pataleta de niña mal criada.

—¿Damos un paseo? —sugirió.

Martín deslizó el brazo por su cintura para acercarla a él. Luz se amoldó a él como una gatita mimosa y cambió de opinión con rapidez.
Un rato al relente para que se me pase el mareo del vino y me lo llevo a la cama
.

Se acercaron hasta el Collado, un enorme parque que rodeaba la muralla de Laguardia por la parte exterior. No había ni un alma. Solo ellos dos caminando en medio de la penumbra. A Luz le pareció delicioso tener aquel sitio y aquel cuerpo únicamente para ella.

Y por una vez en la vida se quedó en silencio para poder disfrutar del momento. Fue Martín el que rompió el silencio.

—¿Qué tal el día? —preguntó en un susurro.

La calidez de su aliento sobre su pelo hizo que a Luz se le erizara el vello de la nuca.

—Frío y cansado —respondió mientras observaba la nube de vaho que salía de su boca cada vez que hablaba.

Un solo vistazo a sus ojos y fracasaría todo el plan.

—Estar todo el día detrás de una persona que te ignora la mitad del tiempo por estar demasiado ocupado no es lo más agradable del mundo, ¿verdad?

Sí, si esa persona tiene la boca más sexy del mundo
.

—¿Lo dices por experiencia? —acertó a decir.

—Lo cierto es que no. Supongo que siempre he tenido alguien detrás que atienda mis peticiones y no soy muy consciente de lo exigente que puedo llegar a ser.

—No me parece mala idea pedir, si el que está al otro lado está dispuesto a dar —comentó ella con voz sugerente—. En ese caso, lo mejor es que cada uno se asegure de poder obtener lo que desea.

—Y tú ¿qué estás dispuesta a dar?

¿Cómo habían llegado a aquella sesuda conversación?
Iba camino de complicarse demasiado y ella no tenía ganas de plantearse el futuro en ese momento. De hecho, ni siquiera estaba segura de querer hacerlo con su presente.

—¡Mira, Samaniego! —exclamó cuando vio aparecer en la oscuridad el quiosco que albergaba el busto del fabulista.

Y lo siguiente que vio fue la cara de Martín a menos de dos centímetros de ella mientras notaba cómo la apretaba con fuerza por la cintura contra su cuerpo. El temblor de su aliento contra su boca le calentó las entrañas. Olía a humo mezclado con alcohol. A tabaco y a vino. Sabía a madera y a frutos de otoño.

Pero el calor de sus labios fue suficiente aliciente para que Luz se aplicara de lleno en aquel beso. Al principio, fue como si un remolino marino les obligara a girar juntos, sin control alguno, pero, poco a poco, el potente torbellino dio paso a una suave corriente que los mecía uno junto al otro haciéndolos entrechocar con placidez.

Cuando Martín se separó, Luz notó que el mareo, en vez de apaciguarse, se había incrementado aún más. La cabeza le daba vueltas y se apoyó contra su pecho.

—¿Qué hacemos aquí? —oyó que él susurraba.

Era cierto. Ya no se acordaba por medio de qué ridículo pensamiento había llegado a la absurda conclusión de que sería mejor dar un paseo en vez de irse derechos a la cama.

Le cogió de la mano y tiró de él. Sin embargo, él la atrajo de nuevo y la acurrucó bajo el brazo. Sus pasos acelerados resonaron en la fría noche y se perdieron en la profundidad del silencio.

Ya se vislumbraba la puerta del hotel. Luz no veía el momento de quitarse la ropa y meter las manos por debajo de la camiseta de Martín. Desde hacía diez minutos no pensaba en otra cosa. Esperaba que él tampoco. Un paso más y estarían dentro.

Notó que Martín se había detenido cuando se desligó de su abrazo. Se dio la vuelta y descubrió que se había parado a hablar con otra persona. Un hombre joven, con una cazadora azul marino, había aparecido de la nada y le decía algo al oído, que no consiguió entender. Él se volvió hacia ella.

—Vete subiendo.

—Pero...

—En seguida voy —insistió muy serio a la vez que le indicaba con la cabeza que entrara.

• • •

Mentiroso
.

En la habitación, Luz se había paseado, había sacado la ropa de la maleta y la había colgado. En la televisión, había visto uno de esos programas de humor que tan poco le gustaban. Se había duchado y se había puesto la ropa interior más sexy que tenía: un carísimo conjunto color lavanda. Había esperado, había vuelto a esperar. Había hojeado el periódico y el folleto del hotel. Había abierto la mochila que contenía el material fotográfico de Martín, había disparado unas fotos a su reflejo en el espejo y las había borrado. Le había llamado por teléfono en vano. Y hasta había salido al pasillo cuando escuchó un ruido de pasos solo para encontrarse con una mujer rubia oxigenada que salía de la habitación de al lado. En resumen, se había desesperado.

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