Salió de la cama y poco a poco los latidos de los oídos fueron haciéndose más débiles.
—Deberías beber un trago, Maturin —susurró Diana mientras se inclinaba para coger una pequeña botella que había en la mesilla de noche—. No te importa beber de mi vaso, ¿verdad?
Le sirvió un buen vaso y él se lo bebió de una vez, mecánicamente, y sintió el ardor del fuego en su interior. Reconoció aquel olor mezclado con el olor del lecho de Diana.
—Es una especie de whisky, ¿verdad?
—Es
bourbon
—respondió ella—. ¿Quieres más?
Stephen negó con la cabeza.
—¿Está tu sirvienta aquí? Me refiero a Peg. Entonces ordénale que se vaya inmediatamente y que no vuelva hasta mañana.
Diana fue a otra habitación y Stephen oyó el distante sonido de una campanilla y luego la voz de Diana ordenándole a Peggy llevar a Abijah y a Sam a casa del señor Adams en el coche y entregar a éste una nota suya. Le pareció oír objeciones en voz baja, pero Diana habló entonces con tono autoritario y la puerta se cerró de golpe.
Diana regresó y se sentó al borde de la cama.
—Ya está —dijo—. Estarán todos fuera hasta el lunes por la mañana.
Miró a Stephen cariñosamente y, después de dudar unos momentos, se sirvió un dedo de
bourbon
y continuó:
—¿Qué te ocurre Maturin? ¿Estás huyendo de un marido furioso? No es propio de ti ir de cama en cama, pero, después de todo, eres un hombre. Me hablaste desde la ventana exactamente como un hombre… como si ya estuviéramos casados. Me llamaste tonta. Tal vez lo sea en realidad. Ayer sentí una gran pena porque te oí hablar con Johnson y, sin embargo, no pude verte. ¡Oh, Stephen, sentí tanta alegría al oír tu voz hace un momento! Pensaba que me habías abandonado.
Stephen volvió la cara hacia Diana y ella dejó de sonreír.
—Estoy huyendo de Pontet-Canet y su banda. Quieren matarme. Ayer me atacaron por sorpresa en la calle… Era de eso de lo que hablaba con Johnson. Y hoy se han lanzado contra mí con mayor violencia aún. Dime, cariño, ¿podrías vestirte e ir a ver al delegado británico enseguida? Quiero que le digas que me persiguen y que no puedo moverme de aquí. Pontet-Canet y Dubreuil viven en este hotel, ¿verdad?
—Sí.
—¿Hay más franceses?
—No, pero el hotel está lleno de visitantes franceses, tanto militares como civiles. Siempre hay media docena de ellos en el vestíbulo.
—Sí, los he visto… No había luz en casa de Andrews esta mañana. Como es domingo, puede que no se encuentre en Boston sino en la casa que tiene junto al mar cerca de Salem. Herapath sabe donde está… Ha estado allí… ¿Podrías ver a Herapath sin ver a Louisa?
—Muy fácilmente, puesto que Louisa está en el campo con Johnson.
—¡Ah! Entonces si no encuentras a Andrews aquí, ve con Herapath a la casa de la costa. Di a Andrews que si consigue reunir un grupo de oficiales británicos todo saldrá bien. Dubreuil no se atreverá a dar un escándalo lanzando un ataque contra la Asclepia y mañana ya habré armado tanto ruido que un asesinato quedará descartado. Manda a buscar un coche cerrado y ponte un velo. No hay peligro, pero es mejor que no te vean. ¿Hay alguna posibilidad de que los empleados del hotel vengan a limpiar la habitación?
—No, Johnson siempre insiste en que sean sus propias esclavas las que hagan todo. Pero si quieres, puedes irte a sus habitaciones. No dan al pasillo y nosotros somos los únicos que tenemos las llaves. Están ahí, encima de la mesa.
Se inclinó hacia delante, le besó y salió apresuradamente de la habitación. Stephen oyó que pedía un coche y preguntaba si había más de dos postas hasta Salem. Y en menos tiempo del que hubiera empleado en vestirse cualquiera de las mujeres que él había conocido, Diana regresó vestida con un traje de chaqueta y un sombrero de ala ancha con velo. Se abrazaron y él dijo:
—Nunca he dudado de tu valor, cariño. Di al cochero que vaya despacio porque la niebla es peligrosa. Dios te bendiga. —Cerraré la puerta con llave —dijo y se marchó.
Stephen pasó a la gran sala contigua, que tenía los postigos abiertos y, sin embargo, estaba menos iluminada. Ahora la niebla era menos densa aún. Se subió a una silla y pudo ver cómo la forma borrosa del coche se alejaba calle abajo. Doblaría a la derecha y después a la derecha otra vez y descendería por la callejuela por donde él había pasado hacía muy poco, la callejuela que llevaba a casa de Andrews. Si Andrews estaba allí, ella regresaría dentro de veinte minutos, si no, probablemente dentro de dos o tres horas. Ella tenía el empuje y el valor necesarios para hacer una cosa así, para hacer frente a cualquier suceso imprevisto. Tenía agallas, como decían los marineros. Era imposible no admirarla, era imposible no sentirse atraído por ella.
Un reloj francés que estaba sobre la repisa de la chimenea dio las once dos veces. Stephen se sentó y, mientras seguía pensando en Diana, se examinaba a sí mismo desde el punto de vista médico, palpándose las costillas doloridas y la cabeza, más dolorida aún. Estaba exhausto y no podía discurrir con claridad sino que daba vueltas y más vueltas a las mismas ideas. Como médico tenía el juicio más claro y pudo apreciar que sólo tenía astilladas la octava y la novena costillas y una crepitación en la sutura coronal por encima de la fosa temporal, y notó que el dolor más intenso lo sentía en el otro lado, indudablemente por un efecto
contrecoup
. «Me asombra que no haya tenido una conmoción cerebral, pero seguro que dentro de poco sentiré náuseas», se dijo. Eso era lo único que podía decir como médico, pues el único remedio que había era el descanso, y entonces volvió a pensar solamente en Diana. Miró el reloj y pensó que debía de haber ido a la casa que Andrews tenía junto al mar y se la imaginó dirigiendo una arenga al pobre hombre ansioso y preocupado.
Al darse cuenta de que había pasado media hora recordó que tenía que cumplir con su deber. Volvió a la habitación, cogió las llaves y atravesó la larga serie de habitaciones privadas de Johnson, volviéndolas a cerrar con llave al pasar, hasta llegar a la última, que era su despacho, naturalmente. En el despacho había un gran escritorio de tapa corrediza, una caja fuerte y muchas carpetas y papeles. En una esquina había una puerta que daba a un retrete con una tina para tomar baños de asiento y Stephen se alegró de que estuviera allí, pues en ese momento le dieron las náuseas que había previsto que sentiría. Entonces se arrodilló y estuvo vomitando un rato.
Después de haberse recuperado y lavado, pasó de nuevo al despacho. Lo difícil era decidir por dónde empezar. Siguió el principio científico de empezar por lo más simple y hojeó las carpetas y los papeles que estaban a mano. La mayoría eran las notas privadas y las cuentas de un hombre muy rico. Sin embargo, entre ellos encontró también interesantes documentos en francés con las traducciones hechas con la hermosa letra de Diana, todas con fecha anterior a la guerra. Había otras traducciones más recientes, hechas con letras que él no conocía, salvo la de Louisa Wogan, pero a pesar de eso no había duda de que Diana poseía mucha información sobre la conexión con los franceses. Encontró informes sobre los puestos militares en los Grandes Lagos y la frontera con Canadá escritos en clave, seguramente hechos por los agentes secretos de aquellas zonas. También había una nota sobre él: «Pontet-Canet confirma que Maturin quiere venir a Estados Unidos cuando se jubile. La concesión de un terreno en una zona que tenga especial interés para un naturalista podría inclinar la balanza».
Luego encontró más cuentas, correspondencia privada y listas de prisioneros con algunos comentarios y signos de interrogación. Aunque en aquel material no había nada de gran importancia, entre la escoria podían encontrarse cosas de valor.
Entonces dedicó su atención al escritorio. Ninguna de las llaves servía para abrirlo y eso era significativo. Pero, en general, abrir un escritorio con tapa corrediza no era difícil para quien estaba acostumbrado a esas cosas. Stephen descubrió enseguida cuál de los tiradores de adorno accionaba la barra trasera y luego, empujando con fuerza el escalpelo, abrió la cerradura y la tapa se movió hacia atrás.
Lo primero que vio fue la brillante
rivière
de diamantes de Diana, que estaba dentro del estuche destapado y lanzaba destellos a pesar de que la luz era mortecina. Junto a éste, debajo del trozo de obsidiana en forma de falo que servía de pisapapeles, había una carta dirigida a él. Tenía el lacre roto y él no era el primero en leerla.
Queridísimo Stephen:
Te oí hablar y esperaba que vinieras a verme, pero no viniste. ¿Qué significa eso? ¿Te he ofendido? No te di una respuesta clara porque fuimos interrumpidos y tal vez pienses que he rechazado tu proposición. Pero no la he rechazado, Stephen. Me casaré contigo cuando quieras… ¡Y lo deseo tanto! Me haces un gran honor, Stephen, cariño. No debería haberte rechazado en la India… Eso me partió el corazón… Pero ahora, aunque lamentablemente sea como soy, soy toda tuya.
Diana
P. S. Ese indecente va a llevar a su amante al campo el domingo. Ven y pasaremos el día juntos. Dale recuerdos de mi parte al primo Jack.
Apenas había tenido tiempo de darse cuenta de lo que implicaba aquella carta cuando oyó un ruido metálico en la puerta. No era Diana, indudablemente. Cogió el pisapapeles, cerró el escritorio sin hacer ruido y se colocó detrás de la puerta.
Era Pontet-Canet, que buscaba lo mismo que él. Obviamente, conocía el lugar y estaba mejor preparado que él. Eligió una de las numerosas llaves del llavero, abrió la caja fuerte, sacó un voluminoso cuaderno y lo llevó al escritorio. Luego alargó la mano mecánicamente hasta el tirador que daba acceso al interior y la tapa se movió hacia atrás. Se sentó a copiar algo del cuaderno y desplazó el collar para poner un papel que se había sacado del bolsillo y entonces vio la carta y la leyó murmurando:
Oh, la garce! Oh, la garce
!
Stephen tenía la pistola preparada, pero, a pesar de que aquella era una habitación interior y estaba rodeada de otras, quería evitar el ruido. Pontet-Canet se enderezó e irguió la cabeza como si presintiera el peligro. Stephen empezó a avanzar, y cuando el francés volvía la cabeza, le asestó un golpe con el trozo de obsidiana y rompió ambas cosas. Pontet-Canet cayó al suelo inconsciente, pero respiraba todavía. Stephen se agachó junto a él con el escalpelo en la mano, le palpó el cuello para encontrar la carótida, la cortó y se echó hacia atrás para evitar que le alcanzara el chorro de sangre. Luego arrastró el cadáver hasta la tina, colocó toallas y alfombras donde había sangre para evitar que se filtrara por el suelo y cayera en el piso de abajo y le registró los bolsillos. No encontró nada importante, pero le quitó la pistola y el reloj también, puesto que él no tenía ninguno. Era un hermoso Breuguet que se parecía mucho al que le habían quitado los franceses hacía años cuando le habían capturado frente a la costa española.
Cambió la sangrienta silla por otra, se sentó y se puso a hojear el cuaderno. Contenía notas sobre las conversaciones de Johnson con Dubreuil y las acciones que realizaba a diario, copias de sus cartas a su jefe y proyectos para el futuro, y ninguno de esos textos estaba cifrado. No era extraño que Pontet-Canet hubiera ido directamente al cuaderno, ya que le revelaba todos los secretos de su aliado.
En la página de fecha más reciente, después de quejarse del ataque al doctor Maturin, Johnson había escrito: «El lunes tendré una entrevista más amplia con él y haré más presión para que acepte. Si a pesar de eso sigue negándose, creo que debe ser entregado discretamente a Dubreuil a cambio de poder actuar con más libertad en los casos de Lambert y Brown, preferiblemente en un lugar donde no llame la atención del público. He repatriado ya a la mayoría de los prisioneros que cumplían los requisitos necesarios para el canje con el fin de evitar incidentes desagradables».
¿Johnson había escrito eso antes o después de haber leído la carta de Diana? Si había sido antes, ¿había dado a Dubreuil la autorización para seguir adelante o el francés, temiendo que él cediera el lunes, había decidido que Johnson tuviera que hacer frente de nuevo a un
fait accompli
? Eran cuestiones interesantes, pero irrelevantes en esos momentos. Siguió leyendo el cuaderno. Era más fácil de leer ahora porque el sol de mediodía casi había disipado la niebla. Al aumentar la claridad, la ciudad había despertado y ahora el ruido del tráfico había alcanzado casi su nivel habitual. A poca distancia de allí alguien hacía estallar fuegos de artificio. ¿Acaso era aquel un día festivo? ¿Habrían conseguido los norteamericanos otra victoria naval? Ahora le dolía mucho más la cabeza y aunque había más luz, no podía fijar la vista mucho tiempo.
Tenía la atención puesta en la lectura y en sus conjeturas y estaba aturdido por el dolor de cabeza, por eso no se dio cuenta de que se abría la puerta, que Pontet-Canet no había cerrado con llave, hasta que ya estaba entreabierta.
—
Tu es là, Jean-Paul
? —susurró Dubreuil.
Esta vez no había elección. Ahora el silencio no tenía importancia. Stephen se puso de pie, se volvió hacia Dubreuil con la pistola en la mano, se la hundió en el pecho y disparó. El hombre cayó hacia atrás, chocó con el borde de la puerta y fue resbalándose a medida que ésta cedía bajo su peso. Su expresión asombrada y malévola no desapareció hasta que la cabeza llegó abajo y por fin quedó tumbado en el suelo con el rostro inexpresivo.
Stephen permaneció inmóvil, con la pistola en la mano, escuchando aún el ruido atronador del disparo, que resonaba en la habitación y en su cabeza y rodeado del olor a pólvora y a ropa quemada. Los minutos pasaban lentamente. Nadie parecía haber oído el tiro, pues no se oían pasos apresurados ni insistentes golpes en las puertas de las habitaciones exteriores, lo único que se oía era el reloj, que en ese momento dio el cuarto. Y parecía que por delante del hotel pasaba un grupo de personas, pues desde allí llegaban vivas y risas y el ruido de algún que otro petardo.
Sintió que disminuía la tensión. Dejó a un lado la pistola y arrastró el cadáver de Dubreuil hasta el retrete. «Éste parece el final de Titus Andronicus», se dijo mientras subía el cadáver para meterlo en la tina, tratando de demostrarse a sí mismo que aún tenía mucha fuerza.
Notaba que estaba muy turbado y se preguntaba por qué. No había registrado a Dubreuil… ¿Por qué? Había visto muchos cadáveres, cientos de cadáveres en batallas y en operaciones secretas, pero matar de esa manera le repugnaba. No era lógico que estuviera así, pues había tenido que elegir entre matar o que le mataran y, por otra parte, había sido Dubreuil quien había torturado horriblemente a Carrington y Vargas hasta matarles. Pero estaba turbado y se dio cuenta de que leía mecánicamente y no era capaz de recordar más que una cosa importante: la vileza de su propia conducta y de la conducta de sus enemigos por una causa justificada. La violenta lucha de aquella mañana, el cansancio físico y, por decirlo así, moral, eran causas evidentes de ese estado, pero era extraño que no pudiera dominar su mente y obligarla a responder a la pregunta: ¿Qué debo hacer ahora? Hacía la pregunta una y otra vez, pero sólo obtenía como respuesta que era imposible salir del hotel con tantos franceses en el vestíbulo, que no debía dejar a Diana ni los documentos allí y que la Asclepia ya no le serviría de refugio cuando Johnson regresara. Una sarta de respuestas negativas.