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Authors: Antonia J. Corrales

Tags: #Drama, #Romantico

En un rincón del alma (8 page)

Después, llegó Sheela.

26

Dentro de aquella pequeña tienda olía a madera de pino; a betún de Judea, a incienso, a hierbas medicinales y al perfume que desprenden los componentes de los hechizos. El local estaba situado en una callejuela estrecha y empinada del pueblo. Casi a las afueras de él. Remedios y yo habíamos escuchado algún que otro comentario sobre la propietaria en nuestra urbanización. La rumorología apuntaba que se dedicaba a algo más que a la homeopatía. Afirmaban que era echadora de cartas y ejercía la nigromancia. En el pueblo levantaba recelos, sobre todo en los círculos parroquiales. Poseía un carácter endiabladamente abierto, fresco y vital. Tan fuera de convencionalismos y normas que tenía la desvergüenza de asistir a los oficios religiosos cuando le venía en gana, aún sabiendo que su presencia incomodaba a los feligreses. El párroco, le manifestó, en más de una ocasión, que debido a las artes que ejercía en su negocio, no era bien recibida en su iglesia. Que los fieles le tenían presionado, y el día menos pensado, a pesar de los pesares, se vería obligado a negarle la entrada. Pero ella, Sheela, hacía oídos sordos a las advertencias del viejo cura, incluso le sonreía con afecto, con aire de absolución y gesto cariñoso. Después, ante la mirada casi suplicante del anciano, dejaba que el murmullo de los parroquianos allí congregados, acompañara sus pasos. Se persignaba y entraba a rezar siempre que le venía en gana.

Hacía más de cinco años que Andreas había abandonado mi vida, y en ese tiempo no dejé de pintar y escribir. Expuse en diversas salas dependientes de las Concejalías de Cultura de los pueblos cercanos. Vendí varios óleos y lapiceros. Convertí el desván en mi estudio y seguí más sola que nunca. Una semana antes de que Remedios me persuadiese para visitar el herbolario de Sheela, había iniciado un seriado. Éste se compondría de rostros de varones de razas diferentes. Representaría a cada uno de ellos en las cuatro etapas más significativas de su desarrollo: niñez, pubertad, madurez y vejez. Era un proyecto ambicioso que quería presentar a un certamen cuyo premio consistía en dos billetes de avión para viajar a Egipto. Desde siempre había querido realizar aquel viaje y en aquel momento ganar el certamen podía ser la oportunidad de realizar mi sueño sin tener que pedirle a Carlos ni un duro. Sabía que él no pondría objeción a pagarme el viaje, pero, desde hacía tiempo, me resistía a pedirle más dinero que el necesario para las necesidades del hogar y las de nuestros hijos. Mis gastos personales los cubría con los escasos ingresos que obtenía de las ventas de mis cuadros y alguna que otra corrección literaria. Aunque él seguía manteniendo, de cara a la galería profesional y vecinal el estatus de pareja de Hollywood, nuestra relación era cada día más distante.

A pesar de que los personajes, los modelos de mis cuadros no eran reales, de que no existían más que en mi imaginación, antes de ponerme con el seriado tuve que documentarme para que el proceso de envejecimiento de los rostros siguiera las pautas naturales que siguen las personas en su desarrollo físico por razas y características propias de cada individuo. Remedios se implicó en el proyecto hasta tal punto que dejó de lado la lectura de las novelas rosas y se convirtió en mi documentalista. Fue tal la complicidad y el entusiasmo que ambas generamos en la realización del proyecto que, si yo me proclamaba ganadora, decidimos que el viaje lo haríamos juntas. Pero yo sabía que ella era incapaz de abandonar ni un solo día a su Jorgito y a Eduardo, su marido. A pesar de mi certitud, hasta el último momento, mantuve la esperanza de que le echara un par de ovarios y se viniera conmigo, aunque fuese con lo puesto. El día que me despedí de ella, le mentí premeditadamente, lo hice para no ponerla en la tesitura, en la cruel tesitura de que tuviera que volver a darme las mismas explicaciones de siempre. De volver a ver cómo lloraba al decirme: «Es que yo le quiero. Sí Jimena, le quiero con toda mi alma. Y él, a su manera, también me quiere. Sí, Jimena, aunque tú no lo creas, me quiere. Su único defecto es que le pueden las faldas. Pero…, a mí me quiere de verdad, a ellas no, Jimena, a ellas no». Siempre concluía gimoteando. Dedicándome una mirada compasiva que me rompía el alma.

Eduardo era su príncipe azul, el príncipe de cuento que jamás la rescató de la torre. Pero…, como ella decía, y tenía razón: era
SU
príncipe.

Comencé el seriado con el rostro de un niño árabe y seguí con el mismo personaje en su adolescencia. Cuando emprendí el dibujo que correspondía a la etapa de la madurez los trazos del boceto parecieron tomar vida propia. El lápiz se deslizaba sobre el papel con vehemencia. Concluí el esbozo en apenas dos horas. En él aparecía un hombre robusto de mentón prominente, amplias cejas, grandes ojos negros, nariz recta y grande, tez morena y unos labios carnosos y gruesos. No le hizo falta ni un retoque. Lo contemplé durante unos minutos. Después lo clavé en el corcho. Dispuse el caballete con el lienzo y empecé a mezclar los óleos. Me llevó dos meses acabar el retrato. Finalmente, cuando ya le había dado el barniz, llamé a Remedios para que lo contemplase. Ella, al entrar en el desván y ver el lienzo, palideció. Se fue hacia la mesa en donde yo tenía el agua y el licor de bellota y se sirvió un vaso que tomó de un trago, como se suele hacer en las cantinas mejicanas con los tequilas, sólo le faltó la sal sobre la mano.

—¿Qué pasa? Dime, ¿qué te parece? —le inquirí expectante.

—¿Por qué te has dibujado con él? ¿Éste no forma parte del seriado? —me cuestionó confusa.

Miré el lienzo desconcertada. En él estaba el retrato del joven árabe, pero a su lado también me encontraba yo; desnuda bajo una cortina de agua.

27

El móvil, que colgaba sobre el dintel se balanceó, y un sonido metálico avisó de nuestra llegada. Sheela, permanecía tras el mostrador, situado al fondo del local. Inmersa en la lectura de un grueso libro que, por su aspecto, se asemejaba a un incunable. Al oír el tintineo, se quitó las gafas, levantó la cabeza y me miró fijamente con aquellos hermosos ojos de miel. Tras mi presentación, la pelirroja, Sheela, se dirigió hacia la puerta de entrada. Giró el cartel que colgaba sobre el cristal, dio dos vueltas a la llave dentro de la cerradura y corrió las cortinas de terciopelo rojo.

El herbolario poseía una habitación contigua y allí, junto a las hierbas medicinales y los utensilios homeopáticos, Sheela, pasaba consulta. Sobre la mesa camilla había una rosa de Jericó abierta encima del agua. Frente a la mesa, dos sofás en los que Remedios y yo tomamos asiento mientras Sheela se preparaba.

Antes de acudir al herbolario, Remedios había conversado con ella. Le había comentado lo ocurrido con mi lienzo. Remedios llevaba un tiempo yendo al herbolario, desde que le sobrevino una erupción en el cuello para la que la medicina convencional no tuvo respuesta ni tratamiento. Sheela, le preparó un aceite que eliminó los granos en una semana. Desde entonces no solo visitaba el herbolario para los padecimientos físicos, siempre livianos, que pudieran sobrevenirle, buscaba una cura para las penas, una puerta abierta a los misterios del alma. Un reposo para su corazón cansado.

Apenas habló conmigo. Me sonrió y apoyando sus codos sobre la mesa con las manos extendidas hacia mí, con un gesto de sus ojos, indicó que le diera las mías. No miró mis palmas, como pensé que haría. Cogió mis manos, las juntó, y las puso dentro de las suyas, que parecieron abrazarlas. Sus ojos estaban cerrados:

—Creo que en vez de pasarte yo la consulta, deberías ser tú quien me la pasase a mí —dijo sonriente.

—No entiendo —respondí.

—Tienes las mismas capacidades que yo. Eres vidente. No digas que no lo sabes porque no te creeré —sonreí tímidamente—. El hombre del dibujo es una de tus visiones. Harás ese viaje porque ganarás el certamen y será allí, en Egipto, donde le conocerás. Dime, ¿por qué tienes tanto miedo a dejarte llevar?…

A partir de entonces nuestras visitas fueron haciéndose más continuadas. Crecieron en la misma proporción que nuestra amistad. Sheela, poco a poco, nos instruyó en las artes de la percepción. Dimos largos paseos por el campo, en los que ella nos suministraba indicaciones precisas para percibir sonidos que para nosotras se habían convertido en inaudibles. Olores que nuestro sentido había dejado de experimentar. Contemplamos la luna en sus diferentes fases y la repercusión de su luz sobre las criaturas de la noche. Escuchamos el canto y el batir de alas de las aves nocturnas y conseguimos identificarlas sin verlas. Aprendimos a caminar a oscuras, a escuchar el rumor que se esconde bajo el bullicio sin más guía que nuestro sexto sentido. Volvimos a nuestros orígenes, a ser como las demás criaturas, como nuestros ancestros más lejanos: intuitivos. Como los chamanes arameos que con la observación de la rosa de Jericó sabían cuándo y cómo llegaría el agua a sus tierras. Al igual que ellos, nosotras, éramos capaces de reconocer un alma herida sólo con mirar sus ojos o escuchar el tono de su voz; y sabíamos qué mal le aquejaba.

Nuestras reuniones, en el campo al anochecer o en el local a la luz de las velas, levantaron más de un comentario en el pueblo y las urbanizaciones que lo circundaban. Sin embargo, las habladurías, no solo trajeron prejuicios y rencores a las puertas del herbolario, también condujeron hasta nosotras a más de un alma anónima que buscaba consuelo para sus desventuras, consuelo bajo un suplicado anonimato que nosotras, por encima de todo, siempre guardábamos. Se nos echó la culpa de más de un divorcio, de más de una infidelidad y de la extraña desaparición de la figura de un cristo que se hallaba a la entrada del negocio de un jefe abusivo y cuatrero. Sheela, cuando tuvo conocimiento del robo, no pudo evitar apostillar que el cristo no había sido robado, que había huido del local. Incluso se nos llegó a señalar directamente como las causantes de una plaga de chinches que aquejó de forma violenta la parroquia y las casas de varios feligreses.

Así, nos convertimos en un trío inseparable. En los mentideros se nos apodó como «Las brujas de Eastwick». El nombre que llevaba el herbolario de Sheela.

28

En aquellos días fuimos felices. Parecía que el destino, que siempre había jugado con ventaja, se detenía a nuestros pies, reverenciando nuestro derecho a elegir. Así fue durante meses, casi un año. Cuando el silencio se hacía un hueco en nuestras conversaciones, el miedo a que sucediera algo que rompiese aquel equilibrio, nos sorprendía más de una noche frente al licor de bellota mirándonos fijamente a los ojos. Ninguna hablamos de aquella extraña sensación de inseguridad que asalta a todo ser humano cuando las cosas parecen ir demasiado bien. No hablamos sobre ello porque, incluso el hecho de comentarlo en voz alta, nos asustaba. Las tres éramos conscientes de que algo iba a suceder. Un suceso terrible que dejaría nuestras vidas marcadas para siempre. Sobre todo lo sabía ella, Sheela.

Días después de recibir la primera paliza nos citó en la terraza de una cafetería a las afueras del pueblo. A pesar del calor de aquel agosto, Sheela, llevaba un jersey de cuello alto. Se había maquillado tanto los pómulos y los ojos, que las pecas no se veían. Apenas podía abrir el ojo derecho y su labio superior estaba tan hinchado que la impedía hablar con normalidad.

—¡Hijo puta! —Exclamé limpiando sus lágrimas, despacio, con las yemas de mis dedos—. Ha sido él, ¿verdad?

—¡Dios mío! ¿Cómo ha podido hacerte algo así? ¿Cómo se atreve? —gritaba Remedios horrorizada.

—No, no, Remedios, no me toques ahí —dijo Sheela abortando el abrazo de ésta—, creo que tengo dos costillas rotas.

No quiso denunciarlo. Buscó mil excusas para convencernos de que la agresión había sido involuntaria, para convencerse a sí misma de que no se había enamorado de un maltratador. Pero desgraciadamente, así era.

Él notó que yo percibía sus intenciones, que sabía quién era y lo que pretendía. Por ello, desde nuestro primer encuentro, esquivaba mi mirada como hacen los delincuentes con los rastreadores telefónicos de la policía: sólo me mantenía la vista unos segundos. El tiempo que él creía podía permitirse para que yo no alcanzara a ver más allá, a introducirme en su alma. Pero lo hice. Lo hice y le advertí:

—Si le vuelves a poner la mano encima, te mato —le dije bajito la noche en que Sheela se empeñó que le acercásemos a la estación del tren después de la cena de cumpleaños de ella.

—Te mataremos. Lo haremos —apuntó Remedios alzando el tono de voz. Lo que provocó que los viandantes miraran hacia el coche.

Él no respondió. Se bajó del automóvil dando un portazo seco. Nos miró desafiante, escupió sobre la acera y con expresión viciada, desde lejos, dijo:

—Ella no os dejará hacerlo. Me quiere —apostilló riendo a carcajadas.

Unos días antes de la última paliza, Sheela, me regaló su paraguas rojo:

—Es para ti.

—No puedo aceptarlo —respondí negándome a cogerlo—, te lo regaló tu madre. Es tu talismán. Siempre te ha protegido.

—Ya no lo necesito. Nadie mejor que una mujer de agua para llevarlo a partir de ahora…

Sabía lo que estaba diciendo sin decir, y lo peor es que yo no podía hacer nada para evitarlo.

—Le has denunciado. Tiene una orden de alejamiento. No creo que se atreva a volver por aquí —dije intentado salir de aquel dolor. Intentado que callara. Que dejara de hacerse daño, de hacerme daño.

—Le he comprado éste a Remedios. Quería que fuese lo más parecido al mío. ¿Ves? Mango de madera, rojo sangre —respondió sin contestar a mi pregunta—. Quiero que se lo des tú, no creo que yo tenga valor para hacerlo.

—Sheela, no va a sucederte nada —dije apretando sus manos.

—Sé que me matará. A pesar de la orden de alejamiento, a pesar de vuestra protección, lo hará. Cuando suceda debes llevarme contigo a Egipto, porque irás a Egipto, es tu destino. Cuando estés allí, recuerda que no puedes volver. Nunca, bajo ningún concepto, suceda lo que suceda, debes regresar a España. Hazme caso, las runas daban instrucciones concretas sobre ello.

—No sigas, no quiero que sigas diciendo barbaridades. No te va a suceder nada, ¡nada!, ¿entiendes? —le inquirí levantando su barbilla para que me mirase de frente.

—Debes esparcir mis cenizas en Sinaí. Luego cántame la canción de
Alfonsina y el mar
. ¿Me lo prometes? ¡Prométemelo!

Yo lloraba, lloraba como nunca lo hice. Lloré como debí llorar aquel día, cuando padre murió. Lloré por los siglos, por los espacios infinitos de tiempo, de eras que faltan por venir. Lloré para no tener que volver a llorar nunca más por lo mismo; por lo de siempre.

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