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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

En el camino (11 page)

—Dígale a ese animal que no lleve las cosas tan lejos. Podrían echarnos y nunca llegaríamos a Okinawa —me dijo uno de los chicos.

—Hablaré con él.

En el puesto de mando le dije a Sledge que lo olvidara. Él me respondió en voz alta para que todos pudieran oírlo:

—Nunca doy a nadie más de dos oportunidades.

—¿Y qué importa? —dijo el de Alabama—. ¿Qué más da dos que tres o las que sean? Perderemos nuestro empleo.

Sledge no respondió nada y llenó los formularios de denuncia. Sólo detuvo a uno; llamó al coche patrulla. Éste llegó y se llevaron al chico. Los demás hermanos se retiraron con expresiones hoscas.

—¿Qué dirá nuestra madre? —dijeron.

Uno de ellos se me acercó.

—Dígale a ese hijoputa tejano que si mi hermano no ha salido de la cárcel mañana por la noche, se las tendrá que ver conmigo.

Se lo dije a Sledge en términos más suaves, y éste no respondió nada. El hermano fue puesto en libertad inmediatamente y no pasó nada. El grupo embarcó; llegó otro grupo. Si no hubiera sido por Remi Boncoeur no hubiera permanecido en el puesto ni un par de horas.

Pero muchas noches Remi y yo estábamos de servicio solos, y era entonces cuando todo andaba liado. Hacíamos nuestra primera ronda a primera hora de un modo despreocupado. Remi tocaba todas las puertas para ver si estaban cerradas y con la esperanza de que alguna no lo estuviera. Me decía:

—Hace años que tengo la idea de educar a un perro para que sea un superladrón que entre en las casas de la gente y les saque los dólares de los bolsillos. Le enseñaría que sólo debía coger los billetes verdes; haría que los estuviera oliendo el día entero. Si fuera humanamente posible, le enseñaría a coger únicamente los de veinte dólares.

Remi estaba lleno de este tipo de proyectos; habló del perro durante semanas. Sólo encontró una puerta sin cerrar en una sola ocasión. No me gustaba la idea, así que me alejé por el vestíbulo. Remi abrió la puerta con cuidado. Se dio de bruces con el jefe de los barracones. Remi odiaba la cara de aquel hombre. Me había preguntado:

—¿Cómo se llamaba aquel escritor ruso del que siempre estás hablando; aquel que se metía periódicos en los zapatos y andaba por ahí con un sombrero hecho con un tubo de chimenea que había encontrado en un cubo de basura?

Era una exageración que yo le había contado de Dostoievski.

—Si, eso es —seguía Remi—, eso es, Dostioffski. Un hombre con una cara como la de ese supervisor sólo puede tener un nombre: Dostioffski.

Bien, pues la única puerta que no estaba cerrada era la de Dostioffski. Estaba dormido cuando oyó que alguien trataba de abrir su puerta. Se levantó en pijama. Se acercó a la puerta con una cara dos veces más fea de lo habitual.

Cuando Remi abrió, se encontró con una cara de fiera que supuraba odio y reconcentrada furia.

—¿Qué significa esto?

—Estaba intentando abrir esta puerta. Creía que era el… hmm… cuarto de limpieza. Buscaba una bayeta.

—¿Qué quiere decir con que buscaba una bayeta?

—Bueno… verá…

Yo me acerqué y dije:

—Uno de los hombres ha vomitado en el vestíbulo de arriba. Tenemos que limpiarlo.

—Este
no
es el cuarto de la limpieza. Éste es
mi
cuarto. Otro incidente como éste y haré que abran una investigación y los despidan. ¿Me han entendido bien?

—Un tipo vomitó arriba —repetí.

—El cuarto de la limpieza está ahí al fondo —y lo señaló, y esperó que fuéramos, cogiéramos una bayeta, cosa que hicimos, y estúpidamente nos fuimos para arriba.

—Cagoendiós, Remi, siempre nos estás metiendo en líos. ¿Por qué no te quedas tranquilo? ¿Por qué quieres estar robando todo el tiempo?

—El mundo me debe unas cuantas cosas, eso es todo. No puedes enseñar al viejo profesor una nueva canción. Tú sigue hablándome así y empezaré a llamarte Dostioffski.

Remi era igual que un niño. En algún momento de su pasado, durante sus solitarios días en algún colegio de Francia, se lo habían quitado todo; sus padrastros se limitaban a meterlo interno en un colegio y lo dejaban allí; fue expulsado de un colegio tras otro; anduvo de noche por las carreteras de Francia inventando palabrotas a partir de su inocente repertorio de palabras. Estaba decidido a recuperar todo lo que había perdido; era una pérdida sin límites; algo que arrastraría para siempre.

La cantina de los barracones era nuestro principal campo de acción. Mirábamos alrededor para cerciorarnos de que nadie nos vigilaba, y de modo especial para comprobar si alguno de nuestros compañeros nos estaba acechando; entonces yo me agachaba y Remi se me ponía de pie encima de los hombros y subía. Abría la ventana, que por la noche nunca tenía el pestillo echado, según habíamos comprobado, pasaba a través de ella, y descendía encima de una mesa. Yo, que era un poco más ágil, daba un salto y me colaba dentro a continuación. Entonces íbamos a la heladería. Allí, haciendo realidad un sueño de la infancia, cogía el helado de chocolate y hundía la mano en él y cogía un montón y lo saboreaba. Después cogíamos cajas de helado y nos las zampábamos añadiendo jarabe de chocolate por encima, y a veces también de fresa. Después nos dirigíamos a la cocina, abríamos los frigoríficos para ver lo que podíamos llevarnos a casa en el bolsillo. A veces, yo cortaba un trozo de carne y lo envolvía en una servilleta.

—Ya sabes lo que dijo el presidente Truman —solía comentar Remi—. Hay que reducir el coste de vida.

Una noche tuve que esperar mucho tiempo a que Remi llenara de comida una caja enorme. Luego, no podíamos sacarla por la ventana. Remi tuvo que desempaquetarlo todo y devolverlo a su sitio. Aquella misma noche, más tarde, cuando él había terminado su servicio y yo estaba solo, sucedió algo raro. Estaba dando una vuelta por el camino del viejo barranco, con la esperanza de encontrar un venado (Remi había visto venados por allí, pues aquella zona seguía siendo salvaje incluso en 1947), cuando oí un ruido aterrador en la oscuridad. Eran rugidos y jadeos. Creí que se trataba de un rinoceronte que se me echaba encima. Cogí la pistola. En las tinieblas del desfiladero apareció una figura alta con una cabeza enorme. De pronto, me di cuenta que era Remi con la enorme caja de víveres a la espalda. Jadeaba y gemía debido a su enorme peso. Había encontrado la llave de la cantina en algún sitio y sacó los víveres por la puerta principal. Le dije:

—Remi, creí que ya estabas en casa; ¿qué coño estás haciendo?

—Paradise —me respondió jadeando—, ya te he dicho muchas veces que el presidente Truman ha dicho que
debemos reducir el coste de vida
—y le oí alejarse gruñendo y resoplando en la oscuridad. Ya he descrito lo malo que era el sendero que llevaba a nuestra casa, cuesta arriba y cuesta abajo. Remi escondió los alimentos entre la alta hierba y regresó—. Sal, no puedo llevarlo todo yo solo. Voy a dividir la comida en dos cajas y me ayudarás.

—¡Pero estoy de servicio!

—Yo vigilaré mientras no estás. Las cosas se están poniendo feas. Tenemos con acabar con esto del mejor modo posible, y no hay vuelta de hoja. —Se secó la cara—. ¡Puf! Te lo he repetido muchas veces, Sal, somos amigos y estamos metidos juntos en esto. No hay otro modo de hacerlo. Los Dostioffkis, la bofia, las Lee Anns, todos los canallas del mundo andan detrás de nosotros. Tenemos la obligación de evitar que nos impongan su modo de vida. Tienen un montón de modos para cazarnos aparte de sus asquerosas manos. Recuérdalo. No se puede enseñar al viejo profesor una nueva canción.

—¿Qué vamos a hacer con el asunto de nuestro embarque? —le pregunté finalmente. Llevábamos dos meses y medio haciendo estas cosas. Yo ganaba cincuenta y cinco dólares a la semana y le mandaba a mi tía una media de cuarenta. Sólo había pasado una noche en San Francisco durante todo este tiempo. Mi vida se limitaba a la casa, a las peleas de Remi y Lee Ann, y a las noches en los barracones.

Remi había desaparecido en la oscuridad en busca de la otra caja. Hice esfuerzos con él por aquella vieja carretera del Zorro. Apilamos los víveres, que llegaban hasta el techo, en la mesa de la cocina de Lee Ann. Ella se despertó y se frotó los ojos.

—¿Sabes lo que el presidente Truman ha dicho?

Lee Ann estaba encantada. De repente empecé a darme cuenta de que en América todos somos unos ladrones natos. Yo mismo me estaba contagiando. Hasta empecé a inspeccionar las puertas para ver si estaban cerradas. Los otros policías empezaban a sospechar de nosotros; veían que no podían fiarse; su instinto infalible les decía lo que pasaba por nuestras mentes. Años de experiencia les habían enseñado a conocer a tipos como Remi y yo.

Durante el día, Remi y yo cogíamos la pistola e intentábamos cazar codornices en las colinas. Una vez Remi se arrastró hasta un metro de las cloqueantes aves y disparó su 32. Falló. Su potente risa resonó por los bosques de California y por América entera.

—Ha llegado el momento de que tú y yo vayamos a ver al Rey de las Bananas.

Era sábado; nos arreglamos y bajamos hasta la estación de autobuses del cruce. Llegamos a Frisco y callejeamos. Las risotadas de Remi resonaban en todos los sitios a los que íbamos.

—Tienes que escribir un relato sobre el Rey de las Bananas —me advirtió—. No engañes al viejo profesor poniéndote a escribir sobre otra cosa. El Rey de las Bananas es el tema obligatorio. Ahí tenemos al Rey de las Bananas.

El Rey de las Bananas era un viejo que vendía plátanos en la esquina. Yo me aburría, pero Remi me dio un codazo en las costillas y hasta me agarró por el cuello de la camisa.

—Cuando escribas sobre el Rey de las Bananas escribirás realmente sobre cosas de interés humano.

Le dije que me la sudaba el Rey de las Bananas.

—Hasta que no comprendas la importancia del Rey de las Bananas no sabrás de nada acerca de las cosas de interés humano que hay en el mundo —dijo Remi enfáticamente.

Había un viejo carguero oxidado en la bahía que servía de baliza. Remi estaba empeñado en ir remando hasta él, así que una tarde Lee Ann preparó la merienda y alquilamos un bote y fuimos hasta él. Remi llevó algunas herramientas. Lee Ann se desnudó y se tumbó a tomar el sol en el puente. Yo la observaba desde la toldilla. Remi bajó a la sala de máquinas y daba martillazos buscando unos revestimientos de cobre inexistentes. Me senté en la cámara de oficiales que estaba hecha una pena. Era un barco muy viejo y había sido construido con cariño, tenía hermosas tallas de madera y arquetas empotradas. Era el fantasma del San Francisco de Jack London. Soñé en aquella soleada cámara. Ratas corrían por la despensa. Una vez, hacía tiempo, aquí había comido un capitán de ojos azules.

Bajé a reunirme con Remi en las entrañas del barco. Él tiraba de todo lo que le parecía medio suelto.

—No hay nada —me dijo—. Creí que habría cobre, pensaba que por lo menos quedaría alguna vieja tuerca. Este barco ha sido saqueado por una banda de ladrones.

El barco llevaba años en la bahía. El cobre había sido robado por una mano que ya ni era mano.

—Me gustaría —le dije a Remi— dormir en este viejo barco alguna de estas noches, cuando haya niebla y todo cruja y se oiga el chapoteo de las boyas.

Remi estaba asombrado; su admiración hacia mí se duplicó.

—Sal —me dijo—, te daré cinco dólares si tienes el valor de hacer eso. ¿No te das cuenta que esto puede estar habitado por los espíritus de sus antiguos capitanes? No sólo te daré cinco dólares. Además te traeré remando hasta aquí, te prepararé la comida y te proporcionaré mantas y una vela.

—De acuerdo —le respondí.

Remi corrió a decírselo a Lee Ann. Me apetecía mucho subir hasta un mástil y dejarme caer encima de ella, pero mantuve la promesa hecha a Remi. Aparté la vista.

Entretanto comencé a ir a Frisco más a menudo; probé todo lo que dicen los libros que hay que hacer para ligar a una chavala. Hasta pasé una noche entera con una en el banco de un parque sin éxito. Era una rubia de Minnesota. Había muchísimos maricas. Fui varias veces a Frisco con la pistola y cuando en el retrete de un bar se me acercaba un marica sacaba la pistola y decía:

—¿Cómo? ¿Qué estás diciendo? —y el tipo salía disparado.

Nunca entendí por qué hacía eso; conozco a maricas de todo el país. Debía tratarse de la soledad de San Francisco y del hecho de que tenía una pistola. Tenía que enseñársela a alguien. Pasaba junto a una joyería y tuve el súbito impulso de romper el cristal del escaparate, apoderarme de los anillos y pulseras más caros, y correr a regalárselos a Lee Ann. Después nos largaríamos juntos a Nevada. Había llegado el momento de marcharme de Frisco o me volvería loco.

Escribí largas cartas a Dean y Carlo, que ahora estaban en casa del viejo Bull en un delta de Texas. Decían que estaban dispuestos a venir a reunirse conmigo a Frisco en cuanto esto y lo otro estuviera listo. Entretanto todo comenzó a desplomarse entre Remi y Lee Ann y yo. Llegaron las lluvias de septiembre y con ellas arreciaron los líos. Remi había volado a Hollywood con Lee Ann, llevando mi triste y estúpido guión de cine y no pasó nada. El famoso director estaba borracho y no les hizo ningún caso; anduvieron por la playa de Malibú rondando la mansión del tipo; riñeron delante de otros invitados; volvieron en avión.

Lo que terminó por colmar el vaso fueron las carreras de caballos. Remi reunió todos sus ahorros, unos cien dólares, me prestó uno de sus trajes, cogió a Lee Ann del brazo, y nos llevó al hipódromo del Golden Gate, cerca de Richmond, al otro lado de la bahía. Para demostrar el buen corazón que tenía, cogió la mitad de los víveres robados, los metió en una enorme bolsa de papel marrón y se los llevó a una pobre viuda que conocía en Richmond y que vivía en un grupo de casas muy parecido al nuestro con mucha ropa tendida al sol de California. Fuimos con él. Había muchos niños tristes y harapientos. La mujer le dio las gracias. Era la hermana de un marino al que Remi conocía vagamente.

—No es nada, señora Carter —dijo Remi con su tono más elegante y educado—. Hay de sobra en el sitio de donde viene.

Proseguimos hasta el hipódromo. Hizo increíbles apuestas de veinte dólares a ganador, y antes de la séptima carrera lo había perdido todo. Con los dos últimos dólares que nos quedaban para comer algo hizo una nueva apuesta y también perdió. Tuvimos que volver a Frisco haciendo autostop. Me encontraba otra vez en la carretera. Un señor nos cogió en su rutilante coche. Yo me senté delante con él. Remi intentaba contarle no sé qué historia de que había perdido la cartera en la tribuna principal del hipódromo.

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