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Authors: H.P. Lovecraft

Tags: #Terror

En busca de la ciudad del sol poniente (14 page)

El número de malolientes bestias lunares reunido junto al verdoso fuego era bastante crecido, y Carter vio que no era posible intentar nada para salvar a sus antiguos aliados. No tenía idea de cómo les habrían capturado, aunque se imaginaba que aquellas blasfemias con cuerpo de sapo les habrían oído preguntar en Dylath-Leen por el camino de Sarkomand, y no desearían que se acercasen demasiado a la espantosa meseta de Leng y al gran sacerdote indescriptible. Durante un rato estuvo meditando lo que debía hacer, y recordó cuán cerca se encontraba de la entrada del tenebroso reino de los gules. Lo más conveniente, en efecto, era deslizarse hasta la plaza de los leones gemelos y descender sin pérdida de tiempo al abismo, donde evidentemente no encontraría horrores peores que los de arriba, pero donde no tardaría en encontrar algunos gules deseosos de rescatar a sus hermanos y de limpiar aquella negra galera de toda bestia lunar. Se le ocurrió que la entrada, como todas las que dan acceso a los abismos, podía estar custodiada por las descarnadas alimañas de la noche, pero ahora no temía a aquellas criaturas sin rostro. Sabía que estaban ligadas por un solemne pacto a los gules, y el gul que un día fuera Pickman le había enseñado a farfullar la contraseña adecuada.

Así que Carter comenzó de nuevo su marcha silenciosa por entre ruinas, en dirección a la gran plaza central de los alados leones. Era una tarea delicada, pero las bestias lunares estaban agradablemente ocupadas y no oyeron los ruidos y los roces tenues que por dos veces provocó accidentalmente, al tropezar con las piedras esparcidas. Por último, llegó a un lugar abierto y emprendió el camino entre árboles raquíticos y enmarañadas enredaderas que habían crecido por allí. Los gigantescos leones se erguían terribles recortándose contra la luz enfermiza de las fosforescentes nubes nocturnas; pero Carter siguió caminando valerosamente hacia ellos, y luego fue a situarse delante, pues sabía que encontraría allí la imponente abertura que custodian. Aquellas bestias burlonas de diorita estaban sentadas a diez pies una de otra, meditando sobre ciclópeos pedestales cuyas caras ostentaban bajorrelieves aterradores. En el espacio central que quedaba entre ambas, había una especie de terraza pavimentada de baldosas que alguna vez estuvo bordeada de balaustradas de ónice. En mitad de esta terraza se abría un pozo tenebroso. Carter había llegado al pozo cuyos mohosos peldaños de piedra descienden a unas criptas de pesadilla.

Terrible es el recuerdo que en él dejó aquella bajada tenebrosa. Las horas transcurrían una tras otra, mientras Carter giraba y giraba en la interminable espiral de peldaños y escaleras. Tan gastados y estrechos eran los peldaños, y tan resbaladizos por el légamo interior de la tierra, que el viajero no sabía si de un momento a otro perdería pie y se precipitaría en aparatosa caída hasta el fondo del pozo. Tampoco sabía en qué momento le saldrían al paso cayendo sobre él, sin aviso previo, las descarnadas alimañas de la noche, si, efectivamente, había alguna acechando en aquel pasadizo primordial. En torno suyo reinaba un olor sofocante que emanaba de las regiones inferiores, y en sus propios pulmones notaba que el aire de aquellas profundidades no estaba hecho para el género humano. Al cabo de un tiempo sintió una gran torpeza y somnolencia, pero siguió avanzando movido más por un impulso mecánico que por un deseo razonado. Ni siquiera se percató de cambio alguno cuando, de pronto, algo le cogió desde atrás, levantándole del suelo. Llevaba un rato volando a través de aquella atmósfera viciada, cuando las gomosas alimañas de la noche le advirtieron sus malévolos pellizcos que venían a cumplir con su deber.

Despabilado de modo tan violento, vio al fin que se hallaba entre las zarpas viscosas y frías de aquellos seres sin rostro. Afortunadamente, recordó la contraseña de los gules y la pronunció en voz alta como pudo, en medio del viento y los torbellinos de aquel vuelo vertiginoso. Y aunque se dice que las alimañas descarnadas carecen por completo de entendimiento, el efecto fue instantáneo: los pellizcos cesaron inmediatamente y las criaturas de la noche se apresuraron a colocar a su presa en posición más cómoda. Alentado por esta nueva actitud, Carter se decidió a dar algunas explicaciones, hablándoles de la captura y tormento de tres gules a manos de las bestias lunares y de la necesidad de reunir un grupo para ir a rescatarlos. Las descarnadas alimañas, aunque no podían articular palabra, parecieron comprender lo que se les decía y aceleraron su vuelo. De pronto, la espesa negrura se disolvió en el crepúsculo gris de las entrañas de la tierra, y ante ellos apareció una de esas llanuras estériles donde tanto les gusta a los gules sentarse a roer. Las lápidas que por allí había dispersas y los fragmentos de huesos ponían de manifiesto la naturaleza de los pobladores de aquel paraje. Carter lanzó un grito de urgente llamada, y unas veinte madrigueras vomitaron en pocos momentos a todos sus moradores de aspecto perruno. Entonces las descarnadas alimañas de la noche descendieron y depositaron al pasajero en el suelo; después se apartaron un poco y formaron un apretado semicírculo, mientras los gules saludaban al recién llegado.

Carter comunicó rápida y detalladamente su mensaje a la grotesca compañía, y cuatro de los gules partieron inmediatamente a través de las distintas madrigueras para propagar la noticia y reunir un ejército que rescatara a sus hermanos. Después de una larga espera apareció un gul de cierta categoría que hizo una seña significativa a las alimañas descarnadas, y dos de las cuales alzaron el vuelo y se perdieron en la oscuridad. Luego el número de descarnadas alimañas congregadas allí fue aumentando progresivamente, hasta que por último el fangoso suelo de la llanura se vio cubierto por un verdadero enjambre. Entre tanto, nuevos gules emergían de las madrigueras que, chillando con excitación, se iban incorporando a una tosca línea de batalla, no lejos de la muchedumbre de las nocturnas alimañas. Al poco rato apareció aquel orgulloso e influyente gul que un día fuera el artista Richard Pickman de Boston, y Carter le relató minuciosamente lo sucedido. El Pickman de otro tiempo, complacido de saludar nuevamente a su antiguo amigo, se mostró luego muy impresionado; y sostuvo una conferencia con los demás jefes, apartados de la creciente multitud.

Finalmente, después de pasar atenta revista a las filas, todos los jefes allí reunidos comenzaron a dar órdenes a la muchedumbre de gules y alimañas descarnadas que se habían congregado. En seguida partió un nutrido destacamento de cornudos voladores, y el resto se dividió en parejas, que se arrodillaron con las patas delanteras extendidas, en espera de que los gules se fueran acercando de uno en uno. Cuando cada gul llegaba a las dos descarnadas alimañas que le habían asignado, éstas le tomaban entre las dos y desaparecían veloces en la oscuridad; hasta que por último desapareció toda la multitud, excepto Carter, Pickman y los demás jefes, y unas pocas parejas de descarnadas alimañas. Pickman explicó que las descarnadas alimañas de la noche constituyen la vanguardia y, a la vez, los corceles de guerra de los gules, y que el ejército iba a salir por Sarkomand para enfrentarse a las bestias lunares. Luego, Carter y los horribles jefes se dirigieron a las alimañas portadoras, siendo izados por sus zarpas pegajosas y húmedas. Un momento más tarde giraban todos en el viento y las tinieblas, subiendo, y subiendo, y subiendo interminablemente, hasta llegar a la entrada de los leones alados y las ruinas espectrales de la arcaica Sarkomand.

Cuando al fin Carter se encontró bajo la luz enfermiza del cielo nocturno de Sarkomand, fue para contemplar la gran plaza central bullendo de gules y alimañas descarnadas dispuestos a luchar. El día no tardaría en despuntar, pero era tan numeroso el ejército, que no habría necesidad de sorprender al enemigo. El resplandor verdoso de la hoguera junto al muelle todavía temblaba débilmente, pero la ausencia de gritos daba a entender que la tortura de los prisioneros había concluido de momento. Susurrando instrucciones en voz muy baja a sus monturas y a la bandada de alimañas descarnadas que iban sin jinete, los gules se alzaron en enormes columnas aleteantes y sobrevolaron las ruinas desérticas en dirección al maldito resplandor. Carter iba ahora junto a Pickman, en la primera fila de gules, y vio cómo se acercaban al nauseabundo campamento donde las bestias lunares descansaban completamente confiadas. Los tres prisioneros yacían atados en el suelo, inmóviles junto a la hoguera, mientras sus apresores de cuerpo de sapo habían caído vencidos por el sueño desordenadamente. Los esclavos casi humanos también estaban dormidos, descuidando su deber de centinelas, que en estas regiones debió de parecerles meramente rutinario.

Por fin, los gules y sus alados portadores se lanzaron súbitamente en picado y, antes de que se oyese el menor ruido, cada una de aquellas blasfemias con aspecto de sapo fue atrapada por un grupo de alimañas descarnadas. Las bestias lunares carecían, naturalmente, de voz; pero ni siquiera los esclavos tuvieron tiempo de gritar antes de que las gomosas extremidades de las descarnadas alimañas los redujeran al silencio. Fueron horribles las contorsiones de aquellas anormalidades gelatinosas, mientras las sarcásticas alimañas descarnadas las atenazaban; pero nada podían hacer frente a la fuerza de aquellos miembros negros y prensiles. Cuando una de las bestias lunares se agitaba con demasiada violencia, una alimaña descarnada le echaba encima sus extremidades tentaculares, lo cual parecía producir en la víctima un dolor tal, que en seguida dejaba de forcejear. Carter había esperado ver una gran matanza, pero no tardó en comprobar que los gules tenían planes más arteros. Dieron órdenes tajantes a las bestias descarnadas, y éstas se limitaron a sujetar a sus prisioneros, que fueron transportados en silencio al Gran Abismo para ser distribuidas equitativamente entre los dholes, los gugos, los lívidos y demás moradores de las tinieblas, cuyas formas de alimentación suelen ser bastante dolorosas para sus víctimas. Mientras tanto, los tres gules habían sido liberados y consolados por los vencedores, quienes revisaban, además, los alrededores por si quedaba alguna bestia lunar, y abordaban la galera negra y pestilente, amarada de costado al muelle, para asegurarse de que no se les había escapado ningún enemigo. Indudablemente, los habían capturado a todos, puesto que no pudieron distinguir el menor signo de vida en parte alguna. Carter, deseoso de conservar un medio de transporte para llegar a las demás regiones del País de los Sueños, pidió que no hundieran la galera; petición que fue concedida de buena gana en agradecimiento por haberles comunicado la apurada situación de los tres prisioneros. En el barco encontró objetos y ornamentos muy extraños, algunos de los cuales arrojó Carter al mar.

Los gules y las descarnadas alimañas de la noche formaron luego grupos separados, y los primeros pidieron a sus compañeros rescatados que contaran todo lo que les había sucedido. Al parecer, los tres habían seguido las indicaciones de Carter, y se dirigieron al bosque encantado de Dylath-Leen, siguiendo el curso del Nir y del Skai. Robaron ropas humanas en una granja y trataron de adoptar lo mejor posible la forma de andar de los hombres. En las tabernas de Dylath-Leen, sus maneras grotescas y sus rostros perrunos habían suscitado muchos comentarios, pero ellos siguieron preguntando por el camino de Sarkomand, hasta que, por último, un anciano viajero pudo orientarles. Entonces se enteraron de que sólo había un barco que podía llevarles: el que hacía la ruta de Lelag-Leng, de modo que se dispusieron a aguardar pacientemente la llegada de ese buque.

Pero los malvados espías se habían enterado de todo, y poco después entraba en puerto una galera negra; y los mercaderes de rubíes de boca inmensa invitaron a los gules a beber en una taberna. Sacaron vino de una de sus siniestras botellas toscamente talladas en un único rubí; y después los gules no supieron más, sino que estaban prisioneros en la negra galera, como le había ocurrido a Carter. En esta ocasión, sin embargo, los invisibles remeros no pusieron proa a la luna, sino a la antigua Sarkomand, con la idea de llevar a los cautivos ante la presencia del gran sacerdote indescriptible. Tocaron la desgarrada roca del mar del norte que los marineros de Inquanok evitan siempre, y los gules vieron allí por vez primera a los rojos dueños del barco, poniéndose enfermos —a pesar de su propia insensibilidad— ante tal exceso de maligna deformidad y nauseabunda fetidez. Allí presenciaron también las ignominiosas diversiones de la guarnición de bestias lunares, descubriendo que tales diversiones eran las que daban lugar a esos aullidos nocturnos que tanto miedo provocaban en los hombres. Después atracaron en la ruinosa Sarkomand y comenzaron las torturas que habían terminado con el providencial rescate.

Pasaron a discutir nuevos planes, y los tres rescatados se mostraron partidarios de hacer una incursión en la roca desgarrada para exterminar a toda la guarnición de sapos lunares que allí había. Las descarnadas alimañas se opusieron a ello, sin embargo, ya que la perspectiva de volar sobre el agua no les agradaba en absoluto. La mayoría de los gules aprobaron la idea, pero no sabían cómo llevarla a cabo sin la ayuda de las alimañas descarnadas de la noche. Entonces Carter, viendo que no sabían navegar en la galera atracada, se ofreció a enseñarles a manejar las grandes filas de remos, a lo cual accedieron los gules de buena gana. Había amanecido el día gris y, bajo aquel cielo plomizo del norte, subió a bordo de la pestilente galera un destacamento de gules, cada uno de los cuales ocupó su puesto en la bancada de remeros. Carter observó en ellos cierta aptitud para aprender. Antes de que anocheciera habían dado tres vueltas de prueba alrededor del puerto. Hasta tres días después, sin embargo, no se consideraron en condiciones para intentar la expedición de conquista. Al tercer día, los remeros ocuparon sus puestos, las descarnadas alimañas se apiñaron en el castillo de proa, y la expedición se hizo finalmente a la mar. Pickman y otros jefes se reunieron en cubierta y discutieron los planes de abordaje y ataque.

Aquella misma noche oyeron ya los aullidos procedentes de la roca. Y tales eran sus acentos, que toda la tripulación de la galera se estremeció visiblemente; pero los que más temblaban eran los tres gules rescatados, pues sabían muy bien lo que significaban aquellos alaridos. Decidieron no intentar el ataque por la noche, así que mantuvieron el barco al pairo bajo la fosforescencia de las nubes, a la espera de que rompieran las grises claridades del día. Cuando la luz se hizo algo más clara y enmudecieron los alaridos, los remeros reanudaron su boga y la galera se fue acercando a la roca desgarrada, cuyas cimas graníticas se hincaban fantásticamente en el cielo apagado. Los costados de la roca eran muy escarpados; pero en numerosos salientes podían verse las combadas paredes de unas extrañas viviendas sin ventanas, así como los antepechos que protegían los altos caminos roqueros. Jamás se había acercado tanto a aquel lugar un barco tripulado por algún ser humano; al menos, ninguno se había acercado tanto y había vuelto a navegar después. Pero Carter y los gules no tenían miedo, y estaban firmemente decididos a seguir adelante. Dieron un rodeo hacia la cara oriental de la roca, en busca de los muelles que, según el trío de gules rescatados, se hallaban al sur, en el interior de un puerto natural formado por dos abruptos morros acantilados.

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