Elminster en Myth Drannor (5 page)

—Cincuenta rubíes —repitió uno de los aventureros, con incrédulo asombro.

—¿Lo dices en serio? —terció Elminster, y algo en su voz hizo que todos los ojos se volvieran hacia él—. ¿Lo venderías ahora mismo, por cincuenta rubíes?

—Bueno, pues... —farfulló Surgath, y entornó los ojos—. ¿Por qué, chico? ¿Acaso esta alforja tuya está llena de rubíes?

—Tal vez —respondió él, mordisqueando con tanto nerviosismo un pedazo de queso que a punto estuvo de arrancarse de paso las puntas de los dedos—. Vuelvo a preguntártelo: ¿tu oferta va en serio?

—Bueno, puede que haya hablado con cierta precipitación —repuso el explorador despacio—. Más bien tenía en mente, cien rubíes.

—Claro que sí —replicó Elminster con sorna—. Lo he notado con toda claridad desde aquí. Muy bien, Surgath Ilder. Te compraré ese cetro, aquí y ahora, por cien rubíes... y todos ellos más grandes que tu pulgar.

—¡Ja! —El explorador se recostó en su silla—. ¿De dónde sacaría un mozo como tú cien rubíes?

—Ya sabes —contestó él, encogiéndose de hombros—, de tumbas ajenas y sitios como ése.

—A nadie lo entierran con cien rubíes —se mofó Surgath—. Cuéntame otra, chico.

—Bueno, soy el único príncipe vivo de un reino muy rico... —empezó el joven mago.

Hauntokh entrecerró los ojos, pero Surgath rió burlón. Elminster se levantó e introdujo la mano en su alforja. Cuando la sacó, sostenía una capa arrollada, para ocultar el hecho de que su mano estaba vacía y para disimular el gesto que liberaría el hechizo «en ciernes».

Mientras los aventureros se inclinaban al frente para observarlo con atención, el joven desenrolló la tela con un grácil movimiento... y un montón de gemas de un rojo brillante, en las que se reflejaban las llamas de la chimenea, quedó esparcido por la mesa ante él.

—Escoge una, Surgath —indicó en tono afable—. Comprueba por ti mismo que es real.

Sin habla, el hombre así lo hizo, y sostuvo la gema en alto hacia la luz rotante del cetro. Las manos empezaron a temblarle. Karlmuth Hauntokh agarró también una de las piedras, y la estudió con ojos entornados.

Luego, muy despacio, volvió a depositarla sobre la mesa frente al muchacho de nariz aguileña, y se giró para pasear la mirada por el bar.

El bajó los ojos hacia las manos peludas del hombre. Sí, el símbolo del anillo era idéntico al que llevaban los bandoleros.

—Son auténticas —declaró Hauntokh con voz ronca—. Más auténticas que eso. —Señaló el cetro con el pulgar, contempló su propia chuchería dorada, y meneó la cabeza despacio.

—Muchacho —dijo Surgath—, si lo dices en serio... el cetro es tuyo.

Todos los hombres y mujeres de la sala estaban ahora en pie, contemplando con ojos desorbitados la mesa repleta de gemas centelleantes. Uno de los Espadas Rojas se adelantó a grandes zancadas hasta situarse detrás de Elminster.

—Me pregunto de dónde ha sacado un jovenzuelo semejante fortuna —dijo en tono bajo y amenazador—. ¿Posees más chucherías semejantes, que te permitan subsistir durante el peligroso viaje hasta los rápidos?

El joven sonrió despacio, e introdujo algo en la mano del guerrero.

El hombre bajó la vista hacia ella. Una moneda resplandecía en la palma, una enorme y antigua moneda de platino puro.

Elminster tomó el cetro, que giraba lentamente en el aire, e hizo un gesto invitador con la otra mano en dirección a la mesa llena de gemas. Surgath se abalanzó sobre ellas.

El muchacho observó cómo el otro las recogía febrilmente y se inclinó al frente para decir al aventurero en un susurro que se escuchó en todos los rincones de la sala:

—Sólo hay que tener cuidado con una cosa, mi buen señor... y es venir en busca de más.

—¿Ah, sí? —inquirió el Espada Roja, tan amenazador como antes.

Elminster señaló la moneda, y de improviso ésta se agitó, y una serpiente enfurecida se alzó en la mano del hombre. Con un juramento, éste la arrojó lejos. La moneda chocó contra una pared con un sonido metálico, cayó al suelo, y rodó lejos, convertida otra vez en una moneda.

—Están malditas, como podéis ver —explicó Elminster con dulzura—. Todas ellas. Fueron robadas de una tumba, y eso activó la maldición. Y sin mi magia para mantenerla bajo control...

—Aguarda un momento —rezongó Surgath, el rostro sombrío—. ¿Cómo sé que estos rubíes son reales, eh?

—No puedes saberlo —respondió él—. Pero lo son, y seguirán siendo rubíes por la mañana, y todas las mañanas de los días siguientes. Si quieres recuperar el cetro... estaré en la habitación que Rose me ha preparado.

Dedicó a los presentes una amable sonrisa y abandonó la estancia, preguntándose cuántas personas, llevaran o no un anillo con el símbolo de una serpiente, intentarían asesinar la imagen mágica que sería lo único que dormiría en su cama aquella noche, o revolverían de arriba abajo la habitación en busca de un cetro que no estaba allí. El tejado de tejas y turba del Cuerno del Heraldo bastaría para el reposo del último príncipe de Athalantar.

De todos los ojos del bar que observaron con perplejidad la marcha del joven procedente de Athalantar, en un par, en el rincón más apartado, ardían sombríos designios de muerte; y no pertenecían precisamente al hombre que llevaba el anillo con la serpiente dibujada.

—Cien rubíes —exclamó Surgath con voz ronca, vertiendo una pequeña lluvia roja de relucientes gemas de una mano a la otra—. Y todos auténticos.

Echó una ojeada a lo alto para contemplar el tranquilizador resplandor de los hechizos protectores, sonrió, y volvió a remover el cuenco lleno de rubíes. Había pagado una cantidad equivalente al valor de dos de aquellas joyas para comprar la gema protectora, años atrás... pero el servicio que le prestaba esa noche lo compensaba por cada una de las piezas de cobre gastadas.

Sonriente aún, no vio cómo la gema relampagueaba una vez, cuando un silencioso hechizo volvió sus abrasadoras defensas contra su dueño.

Se escuchó un ahogado rugido, y acto seguido el calcinado cuerpo del explorador se desplomó de costado sobre el lecho. Surgath Ilder sonreiría para siempre ahora.

Unos cuantos rubíes, fundidos por el calor, tintinearon hasta el suelo en ennegrecidos fragmentos. Los ojos que los observaron caer traslucieron una cierta satisfacción, pero en ellos seguía ardiendo el ansia asesina. En ocasiones la venganza podía surgir de la tumba.

Al cabo de un momento, el propietario de aquellos ojos sonrió y tejió el hechizo que llevaría hasta él un puñado de aquellos rubíes.

Todos debemos morir algún día, así que ¿por qué no morir ricos?

2
Muerte y gemas

El fallecimiento del Mago de las Muchas Gemas podría haber condenado a la Casa de Alastrarra, de no haber sido por el sacrificio de un humano que pasaba por allí. Muchos elfos del reino no tardaron en desear que el hombre en cuestión lo hubiera sacrificado todo en su lugar. Otros señalan que, en más de un sentido, así lo hizo.

Shalheira Talandren, gran bardo elfo de la Estrella Estival

Espadas de plata y noches estivales:

una historia extraoficial pero verídica de Cormanthor

Año del Arpa

Conforme avanzaba por el interminable bosque, el terreno comenzó a elevarse otra vez, salpicado de riscos y enormes salientes de roca musgosa que se alzaban en medio de los omnipresentes árboles. No existía un sendero que seguir; pero, ahora que Elminster había dejado atrás la cordillera montañosa que señalaba el límite oriental del reino humano de Cormyr, la dirección correcta para llegar a Cormanthor quedaría indicada por el punto situado al sureste donde los árboles fueran más altos. El joven de nariz aguileña con la alforja al hombro caminó sin pausa en dirección a aquel destino invisible, sabiendo que debía de estar cerca ya. Los árboles eran más viejos y grandes, cubiertos de enredaderas y musgos. Hacía ya tiempo que había dejado atrás cualquier vestigio de las hachas de los leñadores.

Llevaba andando días —meses— pero en cierto modo se alegraba de que las flechas de unos bandoleros lo hubieran dejado sin montura. Incluso en las tierras reclamadas por los hombres de Cormyr, ahora a su espalda, las colinas eran tan agrestes y arboladas que hubiera tenido que soltar a su caballo, incumpliendo así, voluntariamente, la voluntad de Mystra.

Mucho antes de que el terreno lo hubiera obligado a incurrir en tal desobediencia, se habría quedado también sin monedas comprando heno para alimentar al animal, y agotado de tanto cortar ramas de árboles para abrir un sendero lo bastante ancho para permitir el paso del caballo; suponiendo, claro está, que el caballo hubiera estado dispuesto a penetrar en bosques demasiado densos para avanzar por ellos. Bosques por los que, al caer la noche, deambulaban criaturas que gruñían y aullaban, y que provocaban que muchas otras criaturas invisibles chillaran y gimieran entre estertores de muerte.

Elminster esperaba no correr su misma suerte antes de tiempo.

Mantenía algunos conjuros a mano en todo momento, que le permitían inmovilizar conejos y a veces ciervos allí donde se encontraban; de ese modo podía acercarse para usar el cuchillo, aunque empezaba a cansarse de las aparatosas carnicerías subsiguientes, del constante susurrar de hojas y gruñidos que indicaban que lo observaban, de la soledad y de la sensación de estar perdido. En ocasiones se sentía más bien como una flecha disparada sin tiento que se dirigía rauda hacia ninguna parte, en lugar de un poderoso y ungido Elegido de Mystra. De vez en cuando daba con alguna pista, pero casi siempre —a pesar de la aparente sencillez y claridad de la situación— acababa incurriendo en un error tras otro. Con razón los Elegidos eran criaturas excepcionales.

Sin duda habría animales más excepcionales aun acechando en esos momentos entre los árboles, dándole caza. ¿Por qué no le habría facilitado Mystra un conjuro que lo transportase directamente a las calles de la ciudad elfa? El mar de la Luna se encontraba en algún lugar más adelante y a su izquierda, poniendo fin a aquellos árboles que eran territorio elfo; y, si recordaba correctamente los comentarios escuchados a los mercaderes y los mapas entrevistos en Hastarl, estaba unido por un río a un brazo del inmenso y extenso mar de las Estrellas Fugaces, que constituía el límite oriental del reino elfo que buscaba. Las montañas a su espalda formaban el borde occidental de Cormanthor, de modo que, si seguía andando y giraba a la derecha cuando topase con un río, se mantendría dentro de territorio elfo. Aun así, que hallara o no la fabulosa ciudad situada en su centro era otra cuestión. Suspiró; no había visto resplandores de antorchas ni nada parecido por la noche que indicara la presencia a lo lejos de una ciudad; y no había visto a un elfo desde que había abandonado Athalantar, ni mucho menos se había encontrado con ninguno después de cruzar la cordillera. Algo tan sencillo como una caída por culpa de una raíz de árbol podía acabar con él, sin que nadie excepto los lobos y los buitres se apercibieran. Si Mystra daba tanta importancia al hecho de que llegara a la ciudad, ¿no podría tal vez guiarlo de alguna forma? ¡El invierno podía sorprenderlo errando todavía por ahí... o muerto, sus huesos partidos y olvidados por algún oso-búho, peryton o araña gigante!

Elminster suspiró y siguió adelante. Los pies empezaban a dolerle tanto —un dolor agudo en los huesos que lo hacía sentirse enfermo— que dicho malestar eclipsaba el omnipresente aguijonazo de las ampollas reventadas y la piel en carne viva. Sus botas tampoco estaban en buenas condiciones. En los relatos, los héroes llegaban allí donde tenía lugar la acción sin retrasos ni apuros; ¡y, si él era un Elegido de Mystra, sin duda cumplía todos los requisitos para ser un héroe!

¿Por qué todo esto no podía resultar
más
sencillo? Exhaló un nuevo suspiro. A medida que el bosque se espesaba a su alrededor, un paso tras otro fatigoso paso, las raíces cubiertas de hongos emergían del suelo por doquier a modo de paredes retorcidas, y la luz del sol resultaba más escasa. Los ciervos empezaban a dejarse ver con regularidad ahora y alzaban la cabeza para observarlo con desconfianza desde la distancia; al mismo tiempo, el susurro de las hojas y el batir de alas entre las sempiternas sombras a su alrededor le indicaron que otros animales comenzaban a abundar también por allí.

El joven mago esquivaba la mayoría de los tocones, arbustos y enredaderas, por temor a los peligros que pudieran acechar tras ellos; puesto que no deseaba ser cazado por nada hambriento y capaz de rastrearlo, hacía tiempo que había lanzado un hechizo que le permitía caminar por el aire a un palmo del suelo más o menos. Para no dejar huellas de su paso, avanzaba siempre por donde los nudosos gigantes del bosque asfixiaban pimpollos y matorrales de espinos, de forma que el camino quedaba relativamente despejado. Caminaba a buen ritmo, y cuando se fatigaba descansaba bajo la forma de una nube de bruma, suspendido de las ramas altas durante la noche. Por supuesto, algo o alguien lo seguía.

Algo demasiado cauto o astuto para dejarse ver. En una ocasión, el joven mago incluso se ocultó tras un hechizo de invisibilidad y volvió sobre sus pasos. Encontró las huellas de su perseguidor que se desviaban bruscamente para morir en un arroyo. Lo que consiguió averiguar el último príncipe de Athalantar fue que lo seguía un humano... u otra criatura semejante que llevaba botas de suela recia. Y andaba sobre dos pies.

Así pues, Elminster se había limitado a encogerse de hombros y a seguir su camino, rumbo a las fabulosas Torres del Canto. Los elfos no permitían que ningún humano contemplara su gran ciudad y conservara la vida, pero una diosa había ordenado a El que fuera allí, como primer servicio en su honor. Si los elfos no lo aprobaban, por aferrarse con ferocidad a su intimidad, sería una lástima.

Una lástima para él, si su vigilancia o sus hechizos le fallaban. Ya se había producido un estallido de luz azulada un anochecer, a cierta distancia a su izquierda, cuando un hechizo trampa había acabado con la vida de un oso-búho. Elminster confiaba en que aquella clase de magia fuera muy específica en sus blancos... y no funcionara con humanos que utilizaran conjuros para mantenerse por encima del suelo.

Una cosa resultaba cada vez más evidente, ahora: ni siquiera los elfos con mayor interés por mostrarse amistosos —si es que los había en Cormanthor— se mostrarían dispuestos a recibir con sonrisas a un intruso humano si este solitario visitante portaba un cetro de poder robado de una tumba elfa.

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