Elminster en Myth Drannor (48 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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Pero éste permanecía en pie e inmóvil, los ojos tan inexpresivos como los del resto, y de su boca y manos alzadas surgía fuego blanco, que corría de un lado a otro... Era tan parte de la construcción del Mythal como cualquiera de ellos. Nunca se podía confiar en los Starym, pero... ¿era él un enemigo?

Holone se mordió el labio. Seguía allí sin moverse, observando, dominada por la indecisión, cuando un tapiz y la ventana situada detrás se abrieron hacia el interior con un fuerte estrépito. De entre el polvo y los cascotes que caían surgió volando una figura delgada, con las manos extendidas para escupir fuego... ¡auténtico fuego!

La ahogada exclamación de Holone fue repetida por muchos de los cormanthianos allí presentes. Symrustar Auglamyr...
¿viva?
¿Dónde había estado estos veinte años? Holone tragó saliva y alzó las manos para levantar una barrera, aunque sabía que no había tiempo.

La llamarada rugía ya por delante de la voladora dama, dirigiéndose directamente al Starym que no la veía. Volvieron a escucharse gritos y alaridos y juramentos en la Sala de la Corte cuando el fuego cayó sobre lord Uldreiyn Starym, e hizo que girara en redondo. Éste dio un traspié, hincó una rodilla en el suelo, y sus ojos llamearon presas de negra cólera. Miró a su adversaria.

Lady Symrustar Auglamyr se encontraba a pocos pasos de él, descendiendo aún sobre él a toda velocidad, los labios entreabiertos para mostrar los blancos dientes en una mueca de rabia, los ojos echando chispas. Gritaba algo.

—¡Por Mystra! ¡Un presente para vos, hechicero, de parte de Mystra!

El cabeza de los Starym respondió con una mueca burlona al tiempo que activaba toda la potencia de su manto protector.

Los elfos habían desenvainado sus armas ahora y se acercaban al círculo, dubitativos, en tanto que los
armathor
y las hechiceras de la corte les advertían que se mantuvieran alejados, si amaban Cormanthor.

Los presentes contemplaron, horrorizados, cómo la dama volante se estrellaba contra algo invisible que astillaba sus brazos como ramas secas, lanzaba su cabeza hacia atrás, y luego partía sus piernas y columna vertebral como si nada mientras la hacía girar en el aire, en medio de una maraña de cabellos flotantes, y la arrojaba de vuelta por donde había venido.

Muchos de los que observaban lanzaron un gemido al ver cómo el retorcido y convulsionado cuerpo se desviaba a un lado, en dirección a la estatua del héroe elfo. Conducido con fría y rigurosa precisión, giró en el último instante para mirar hacia ellos antes de verse lanzado sobre la espada de piedra del héroe.

Symrustar Auglamyr echó la cabeza hacia atrás en un ronco grito agónico cuando la espada se abrió paso bajo su pecho, oscura y húmeda con su propia sangre. Una serie de relámpagos empezaron a centellear a su alrededor a medida que su magia empezaba a desmoronarse.

Uldreiyn Starym se llevó las manos a las caderas y lanzó una carcajada.

—¡Así perecen todos los que osan atacar a un Starym! —anunció a la corte, y levantó las manos—. ¿Quién será el siguiente? ¿Vos, Holone?

La hechicera de la corte palideció y retrocedió, pero no abandonó su puesto en el círculo. Aspiró con fuerza, sacudió la cabeza, y proclamó con una voz que sólo temblaba ligeramente:

—Si es necesario, traidor.

Había llamado, y Mystra había enviado a Symrustar, ¡y ella moría por su culpa!

Retorciéndose de dolor, El no tenía tiempo para la aflicción.
¡Mystra!
, rugió, igual que un guerrero lo hace en una batalla.
¡Enviadme algo para que pueda ayudarla! ¡El Starym está triunfando! ¡Mystra!

Algo dorado brilló en su mente hecha jirones: un hilo, una cinta que se movía y giraba. Sus ojos no pudieron evitar seguirla, y la imagen de su lanzamiento se superpuso sobre ella unos momentos. Se revolvió, para adoptar una forma concreta, ¡y ya estaba! ¡Tenía que colocar eso sobre el enemigo!

«Gracias te sean dadas, Mystra», pensó El con todo su corazón, y se aferró con firmeza a aquella figura al tiempo que lanzaba otro rayo, directamente contra Uldreiyn Starym. Esto le haría daño.

El archihechicero Starym se quedó muy tieso, giró amenazador y asestó un contragolpe que enviaba un mensaje burlón con él.

¿No has perdido la razón todavía, humano? Lo harás. Ya lo creo que lo harás.

¿Sí? ¡Trágate esto, elfo arrogante!
, respondió Elminster a la mente de su oponente... y liberó lo que Mystra había tejido.

Los cormanthianos que observaban vieron cómo Beldroth era el primero en chillar, al tiempo que soltaba la mano de la criatura y, llevándose las suyas a la cabeza, se arañaba los oídos y aullaba de dolor.

Lord Nelaeryn Bruma Matinal sintió un espasmo y dio una patada; su esposa salió arrojada contra el suelo y fue a rodar contra dos criados que observaban con ansiedad. Uno de los otros se adelantó corriendo para ayudar a su convulsionado señor, que aullaba como nada que el criado hubiera escuchado jamás. Gotitas de sangre goteaban de su boca, ojos y de debajo de las uñas, y se revolvía en el aire como un pez en el anzuelo, hasta que de repente se dejó caer, para estrellarse contra el suelo y dejar sin sentido al criado al aplastarlo bajo su cuerpo.

Ithrythra Bruma Matinal se incorporó pesadamente.

—¡Nelaer! —gritó, el rostro cubierto de lágrimas—. ¡Oh, Nelaer, háblame! —Le dio la vuelta con dedos frenéticos, y se quedó mirando fijamente el rostro desencajado de su señor.

«¡Traed a un mago! —rugió a los criados que seguían allí inmóviles—. ¡Id todos vosotros! ¡Traed veinte magos! ¡Y deprisa!

Se escuchó un chapoteo y luego algo pesado se vino abajo sobre ella. Alaglossa Tornglara volvió en sí con un sobresalto cuando las aguas del Estanque de la Danza del Sátiro se cerraron sobre su cabeza. Pateó y se lanzó hacia arriba de regreso a la superficie, donde se liberó del cuerpo rígido que tenía encima... ¡Nlaea! Dioses, ¿qué había sucedido?

—¡Socorro!

El jardinero levantó la cabeza de sus tareas de riego. ¡Era la voz de su señora!

—¡Socorro!

Echó a correr, tirando de una patada, en su precipitación, la boquilla de la manguera que acaba de depositar con sumo cuidado en el suelo. El Estanque de la Danza del Sátiro se encontraba a una buena distancia, ¡maldito sea Corellon! Alcanzó el sendero y siguió corriendo, para detenerse en seco al poco tiempo, con los ojos desorbitados por la sorpresa.

Lady Alaglossa Tornglara, desnuda como el día en que vino al mundo, avanzaba tambaleante por el sendero en dirección a él, con los pies desgarrados por las losas del suelo y dejando un reguero de sangre tras ella. Con la mirada extraviada, sostenía en sus brazos a su doncella Nlaea.

—¡Ayúdame! —gritó—. ¡Hemos de llevarla a la casa! ¡Muévete, que Corellon te maldiga!

El jardinero tragó saliva y recogió a Nlaea de los brazos de su señora. Mientras se daba la vuelta para echar a correr, se dijo con ironía que Corellon iba a tener un día muy ocupado.

Uldreiyn Starym abrió la boca sorprendido; era la primera vez que lucía aquella expresión en serio desde hacía varios siglos.

Y la última. El fuego blanco lo inundó y se lo arrebató todo del mismo modo que él había consumido a lord Orbryn antes, sin dejar nada detrás de sus ojos a excepción de un remolino de nada. Una potencia nueva corría por el Mythal, atravesando las cabezas de los magos por todo Cormanthor, mientras el ávido fuego blanco absorbía la vida, conocimientos y poder del archimago Starym.

Los elfos que permanecían inmóviles e indecisos en la corte, sin saber dónde o cómo atacar, vieron cómo el alto y fornido cuerpo del poderoso caballero Starym despedía enormes llamas amarillas, tal y como ardería un árbol sobre el que hubiera caído un rayo.

Se consumió como una antorcha ante sus rostros atónitos, en tanto que la telaraña de fuego blanco seguía zumbando serena sobre sus cabezas y un profundo silencio reinaba en la Sala de la Corte. Cientos de elfos contuvieron la respiración, hasta que el cuerpo ennegrecido del archimago se desplomó, para convertirse en un remolino de cenizas.

La sacudida lanzó despedido a Elminster y lo hizo revolotear como una hoja en un vendaval, con el símbolo dorado envolviéndolo como una mano protectora. Cuando finalmente dejó de girar, el símbolo se desvaneció, y la luz lo abandonó en medio de la oscuridad.

Flotaba en un vacío, una mente sin cuerpo. Otra vez.

Mystra...
Su primera llamada fue poco más que un susurro. Daba la impresión de que había exigido mucho de la diosa últimamente, incapaz de conseguir nada sin su ayuda o guía.

¿Eso crees?
Su voz, dentro de su mente, era cálida y amable, y totalmente arrolladora. Se sintió amado y a salvo por completo, y se encontró gozando de la calidez que lo envolvía, mientras flotaba en un júbilo eterno. Tal vez transcurrieron horas hasta que Mystra volvió a hablar, o puede que fueran sólo unos instantes.

Lo has hecho muy bien, Elegido mío. Un inicio muy valeroso, pero sólo eso: debes permanecer en Myth Drannor —el nuevo Cormanthor— durante un tiempo para alimentarlo y protegerlo. Mientras lo haces deberás también aprender todo lo que puedas sobre el manejo de la magia de aquellos que vengan a esta nueva hermandad resplandeciente. Estoy muy satisfecha de ti, Elminster. Ahora vuelve a ser tú mismo.

De improviso se encontró en otra parte, flotando de pie en medio de hilos de canturreante fuego blanco, con los fragmentos de piedra de una columna desplomada a sus pies y el rostro ensangrentado y dolorido de Symrustar Auglamyr frente a él.

Se produjo un coro de murmullos excitados de los elfos apelotonados en la Sala de la Corte, pero El apenas si lo oyó. Mystra había dejado energía mágica extra hormigueando en sus manos, mucha más de la que podía mantener durante mucho tiempo, e imaginó el motivo.

La mujer estaba destrozada, el cuerpo desplomado sobre la espada de piedra que la había atravesado. Únicamente la trémula magia que la envolvía había conseguido mantenerla con vida todo este tiempo. Con sumo cuidado, Elminster alzó el cuerpo de la moribunda dama elfa y lo extrajo de la ensangrentada espada.

Ella lanzó un gemido ahogado y abrió los ojos al sentir su contacto, y luego se dejó caer contra él, en tanto que su cuerpo lacerado se estremecía una vez al quedar totalmente libre de la piedra. Elminster metió una mano en el terrible agujero que atravesaba sus costillas y dejó fluir su poder curativo.

Ella contuvo la respiración y luego se estremeció, atreviéndose a esperar —y a respirar— por primera vez en mucho rato.

El joven mago la giró en el aire hasta tenerla entre los brazos, y descendió despacio hasta el suelo. En cuanto sus pies tocaron el pavimento, sintió la mirada de muchos ojos elfos, pero inclinó la cabeza al frente y besó la boca llena de sangre de Symrustar como si hubieran sido amantes apasionados durante años. Sujetando los labios de ella con los suyos, insufló vida a su interior, dejando fluir todo el poder concedido por Mystra en su cuerpo maltrecho. Luego le transmitió su propia vitalidad, sin separar su boca de la de ella, hasta que una temblorosa debilidad lo obligó a erguirse para respirar.

—Eres tú, ¿verdad, Elminster? —dijo ella por fin, en un ronco susurro—. He tenido que esperar mucho para ese beso.

Él lanzó una risita y la apretó contra su cuerpo al tiempo que la luz regresaba a los ojos de la joven elfa.

Casi perezosamente los ojos de Symrustar volvieron a encontrar Faerun, y el techo hecho añicos de la corte, y luego a él. Despacio, entre parpadeos y moviendo la boca con un gran esfuerzo, consiguió sonreír.

—Te doy las gracias por hacer que mi muerte resulte más fácil... pero me muero; no puedes impedirlo. Mystra me arrebató de la muerte aquella noche en el bosque... la muerte que Elandorr planeaba para mí... para que realizara una tarea. Ya le he servido y... se acabó. Ahora puedo morir.

Elminster meneó la cabeza despacio, consciente de los rostros ansiosos y las manos alzadas de las hechiceras Sylmae y Holone que permanecían junto a él, esperando para destruir a Symrustar con sus hechizos si ésta intentaba una última traición.

—Mystra no trata así a la gente —le dijo él con dulzura.

La joven hizo una mueca cuando una nueva oleada de dolor le recorrió el cuerpo. Un hilillo de sangre descendió por la comisura de sus labios.

—Eso es lo que tú dices, Elegido. Yo soy una elfa, y alguien que, además, ha dado un mal uso a la magia. Intenté esclavizarte... Te habría robado la magia y asesinado. ¿Por qué tendría que importarle a ella lo que sea de mí?

—Por el mismo motivo que me importa a mí —contestó él con suavidad.

—¿Amor? ¿Deseo? —Aquellos ojos anegados de dolor parpadearon—. No lo sé, humano. No puedo quedarme para meditar sobre ello... La vida se me escapa...

—Una vida —indicó Elminster en tono apremiante, al comprender por fin cuál era el plan de Mystra—. Pero no todo aquello que es Symrustar.

Abrió el destrozado y ensangrentado corpiño, y sobre la carne desgarrada de debajo dibujó el primer símbolo dorado que Mystra había puesto en su mente, el que brillaría para siempre.

Ella aspiró con fuerza, y se incorporó sobre su regazo con ojos brillantes.

—Lo... lo veo por fin. Oh, humano, te he juzgado mal desde el principio. Tengo...

No perdió más tiempo con palabras, cuando una llamarada blancoazulada surgió de su piel para reclamarla, pero se volvió en su abrazo para besarlo con ternura.

Sus labios seguían posados en los de él cuando se desvaneció. Unos cuantos destellos de luz blancoazulada giraron sobre sí mismos en el punto donde ella había estado, y luego parpadearon y desaparecieron.

Elminster alzó la mirada, y vio a cuatro de los tejedores, las extremidades envueltas aún en fuego blanco y unidas a la red tendida en lo alto, de pie a su lado, contemplándolo con cariño y preocupación.

Con los ojos vueltos hacia ellos, indicó a la Srinshee, a lady Acero, a la heraldo Alais y al Ungido:

—Mystra la ha llamado a su lado. Ahora servirá a la Dama de los Misterios.

Algo trepó por su brazo, entonces, y lo atrapó con rapidez para alzarlo hacia sus ojos, perplejo. Un pedazo de algo polvoriento, manchado de sangre, y dotado de movimiento: la máscara que Llombaerth había llevado durante tanto tiempo. Se estremeció en su mano, cálida y en cierto modo agradecida.

Mientras él lo contemplaba con asombro, se produjo un repentino estallido de luces multicolores sobre sus cabezas, y todos los elfos allí congregados lanzaron una exclamación de asombro. ¡El Mythal acababa de nacer!

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