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Authors: Czeslaw Milosz

Tags: #Relato, Histórico

El Valle del Issa (6 page)

Baltazar se sentía como paralizado. En su interior, era como un saco de serrín. El otro lo notaba inmediata mente.

—Sales por la mañana; frente a tu casa, hay rocío, los pájaros cantan, ¿algo de esto es para ti? No, tú solamente cuentas. Para ti es tan sólo un día más, y otro y otro. Con tal de ir tirando. Como un caballo castrado. ¿Cómo era antes? No te entretenías en contar. Cantabas. Y ahora, ¿qué? Miras los robles, pero te parecen estopa. A lo mejor, ni existen. En los libros describen muy bien esto. Pero tú nunca sabrás cómo lo han descrito. Si alguien lleva dentro de sí un fardo como el tuyo, más vale que se cuelgue de una vez, porque llega un momento en que va por el mundo sin saber si no estará soñando. Esto está en los libros. ¿Te colgarás? No.

—¿Por qué otros son felices y yo no?

—Pues porque a cada uno le ha sido dado un hilo, que será su destino. O bien se coge de su cabo, y uno enton­ces se alegra de que todo le vaya como es debido, o bien no se logra cogerlo. Tú no has sabido. Tú no has buscado tu propio hilo, sino que has estado observando a unos y otros para tratar de ser como ellos. Pero lo que para ellos significa felicidad, para ti ha sido desgracia.

—¿Qué debo hacer, pues? Dime.

—Nada, ya es demasiado tarde. Demasiado tarde, Baltazar. Pasan los días y las noches, y cada vez tienes menos valor. No te queda valor ni para colgarte, ni para huir. Te quedarás aquí, pudriéndote.

La cerveza salía de la jarra con su turbio chorro, bebía, pero, en su interior, todo estaba ardiendo. El otro son­reía.

—En cuanto a tu secreto, no es menester que te atormentes. Nadie lo descubrirá. Quedará sólo entre tú y yo. ¿No estamos todos condenados a morir? ¿No es lo mismo un poco antes que un poco después? Aquel hombre era joven, es cierto. Pero había estado mucho tiempo en la guerra, y en su pueblo ya se habían olvidado un poco de él. La mujer seguirá un tiempo aún llorándole, pero acabará consolándose. Su hijo pequeño, tan gordito, le echaba los bracitos al cuello, pero era demasiado pequeño, no se acuerda del padre. Lo que ahora debes evitar, cuando estés bebido, es contar a la gente que tienes no sé qué crímenes sobre la conciencia.

—El cura…

—Sí, sí, te confesaste. Pero no eres tan tonto como para no comprender que, allí, en el confesionario, no eras capaz de soltar nada. Mentiste. Claro, es penoso no recibir la absolución. Así que mentiste, dijiste que él te había atacado con un hacha y entonces le mataste. Sí, saltó sobre ti, pero ¿qué paso luego? ¿Qué, Baltazar? Le disparaste mientras estaba comiendo pan entre los arbustos. Echaste los bizcochos manchados de sangre en el hoyo, junto a él, y lo enterraste todo, ¿verdad?

Entonces, Baltazar daba alaridos y lanzaba el vaso contra la pared. La aparición del «alemancillo» era también la causa de las escenas en las tabernas, donde volcaba mesas, bancos y rompía las lámparas.

12

Aquel lugar en la hoya, entre el bosquecillo de abetos, pronto quedó totalmente cubierto. Aquella vez, Baltazar levantó con la pala una buena porción de hierba y luego volvió a colocarla en el mismo sitio. Solía ir allí al atardecer, se sentaba, escuchaba los gritos de los arrendajos y las correrías de los tordos. La sensibilidad disminuía, era más fácil soportarlo allí que pensar en ello de lejos. Casi sentía envidia de aquel que yacía allí mismo. Una gran paz, y las nubecillas que se deslizan entre los árboles. Frente a él, en cambio, ¿cuántos años aún?

Escondió la pequeña carabina en el agujero de un viejo roble y jamás volvió a tocarla. Le había recortado el cañón a una carabina del ejército, lo cual le permitía llevarla escondida debajo del abrigo, y el otro creyó que Baltazar iba desarmado. Saltó sobre él desde la espesura del bosque junto al camino, con el hacha levantada y gritando que pusiera los brazos en alto. Barba rojiza, capote ruso roto: era un fugitivo que escapaba de una prisión alemana a través del bosque. ¿Qué quería? ¿Quitarle el traje civil, matarle, o era un perturbado? Baltazar agarró la carabina, el otro dio media vuelta y desapareció rápidamente entre los arbustos. Pero no conocía bien todos los pasos y senderos. Los animales, aunque vayan dando vueltas en círculo, siempre acaban deteniéndose donde deben hacerlo. Así que, sin prisas, comenzó a rodearlo. Si el fugitivo había ido en aquella dirección, de dujo que llegaría hasta el joven bosque de abetos y allí descansaría. ¿Qué es lo que impulsaba de aquel modo a Baltazar? ¿El deseo de venganza, o el miedo a que el otro tuviera compañeros y le atacaran de noche? ¿O era simplemente la pasión del cazador? ¿Ir detrás de la presa? Si ella va por allí, yo voy por allá. Fue avanzando a gatas y pudo entrever el viejo capote más o menos allí donde esperaba encontrarlo. Le dejó y volvió a rodearle por el lado del bosque joven que le permitía acercarse más. Entonces, apuntó con el pequeño cañón a la espalda inclinada (lo veía de perfil), al cuello, a la cabeza, con su gorra sin visera. Luego trató con todas sus fuerzas de recordar por qué había apretado el gatillo, pero, a veces, le parecía que había sido por un motivo y, poco después, le parecía que el motivo había sido otro.

El ruso cayó de bruces. Baltazar aguardó, todo estaba en silencio, sólo se oían a lo lejos los breves gritos del azor. Nada, ni un movimiento. Se aseguró y, entonces, se acercó despacio al muerto. Le dio la vuelta. Los ojos color azul pálido miraban al cielo primaveral, un piojo subía por el borde del abrigo. Un saco de bizcochos abierto y manchado de sangre. Las tapas de los zapatos totalmente gastadas, debía venir de muy lejos, desde Prusia. Inspeccionó los bolsillos, pero no encontró más que una pequeña navaja y dos marcos alemanes. Escondió todo esto, más el hacha, junto con el cuerpo, debajo de unas ramas de abeto, porque tendría que volver de noche provisto de una pala.

Precisamente en aquel lugar, mientras meditaba, tomó la decisión de buscar ayuda. Estaba casi seguro de que esa decisión provenía, en cierta manera, del ruso. A lo mejor no lo había matado en vano. Aquella noche durmió bien. Se puso en camino al amanecer.

El brujo Masiulis criaba muchas ovejas y había que abrir las puertas de varios cercados antes de llegar al patio de la casa. Baltazar le entregó sus regalos: una cajita de mantequilla y una sarta de salchichas. El viejo se ajustaba de vez en cuando las gafas con montura de alambre. Te nía la piel como ahumada, de la nariz y de los oídos le asomaba una pelusa blanca. Primero intercambiaron noticias sobre lo que ocurría por la región. Pero, cuando llegó el momento en que hubiera tenido que exponer el motivo de su visita, Baltazar no supo qué decir. Se limitó a señalar el corazón, como si quisiera arrancarlo, gruñendo como un oso: «Me atormentan». El brujo no contestó, meneó la cabeza, lo condujo por el huerto, detrás de las colmenas, hasta un lugar donde, entre unos manzanos, estaba la antigua herrería cubierta ahora de hierba. Descolgó unos saquitos colgados de unas varas, cogió del rincón un brazado de leña, lo repartió en cuatro pequeños montones e hizo sentar a Baltazar en medio, sobre un tronco. Puso fuego a la leña y arrojó en él hierbas que iba sacando de los saquitos, mientras murmuraba unas palabras en voz baja. Salía un humo espeso, que producía sopor, y el rostro con gafas aparecía ora por un lado, ora por otro, murmurando como una especie de oración. Luego, le ordenó que se levantara y le condujo de nuevo a su vivienda. Baltazar bajaba los ojos ante su mirada, como si ya se hubiera declarado culpable de muchas faltas.

—No, Baltazar —dijo por fin el viejo—. Yo no puedo ayudarte. Para un rey, un rey; para un cesar, un cesar. Cada poder tiene su poder, y este poder no es el mío. Quizá encuentres a alguien que haya recibido el que tú necesitas. Espera.

Aquí terminaron sus esperanzas. Los dientes seguían brillando, y una sonrisa de alegría para aquellos que no trataban de adivinar.

13

El cura visitaba pocas veces la casa de los Surkont, y Tomás jamás había estado en la casa parroquial hasta el día en que fue allí con Antonina; se quedó en los peldaños contemplando los mágicos cristales, mientras Antonina, con gesto tímido, se arreglaba el pliegue del pañuelo junto a la mejilla. Al párroco, arrugado y cargado de espaldas, le llamaban el «Pues-pues», por las palabras que intercalaba continuamente sin necesidad alguna. Le dijo a Tomás que rezara el Padre Nuestro, el Ave María y el Credo y le regaló una estampa de la Virgen. Se parecía en ella a las golondrinas que hacían sus nidos en el techo de los establos, e incluso dentro, encima de las escalerillas de mano que se apoyan en el heno. El vestido azul os curo, el rostro bronceado y, a su alrededor, una aureola de oro verdadero. Guardó la estampa en un calendario y se alegraba, volteando sus páginas, cuando llegaba al punto en que aparecían los colorines.

Aprendía el catecismo con facilidad, pero sus simpatías no iban repartidas por igual. El Dios Padre, con barba, encoge las cejas con severidad y se eleva por encima de las nubes. Jesús mira dulcemente y señala el corazón, del que salen rayos, pero vuelven al cielo, y también está lejos. El Espíritu Santo es distinto. Es una paloma que vive siempre y manda un haz de luz directo sobre la cabeza de las personas. Cuando se preparaba para la confesión, rezaba para que se posara sobre él, porque eso de los pecados no le resultaba nada fácil. Los contaba con los dedos, se perdía y tenía que volver a empezar. Acercando los labios a la reluciente rejilla del confesionario y escuchando el jadeo del cura, recitó a toda prisa su lista. Pero ya en la Muralla Sueca, sintió dudas, anduvo más despacio y, al llegar a la alameda, se puso a llorar desesperado y se fue a ver a la abuela Misia para preguntarle qué podía hacer, porque había olvidado algún pecado. Ella le aconsejó que volviera a confesarse, pero entonces él se puso a llorar aún con mayor desconsuelo, de pura vergüenza. No quedaba otra salida, Antonina se lo llevó, cogido de la mano, a casa del cura; su presencia le tranquilizaba, quizá no estaba bien, pero era mejor que ir solo.

De modo que Tomás, muy pronto, experimentó algo así como el anticipo de lo que los teólogos definen como conciencia escrupulosa, que es la causa, según ellos, de muchas victorias del diablo. Procurando no omitir nada, sin embargo no incluía entre sus faltas uno de sus secretos. No sabía verlo desde fuera, no le pasaba siquiera por la cabeza que era algo sólo y exclusivamente suyo, suyo y de Onuté Akulonis (y que al mismo tiempo esto existía fuera de ellos, que, antes que ellos, ya otros lo habían descubierto). La impureza de palabra y obra, por ejemplo, era algo muy distinto: decir palabras feas, espiar a las chicas que se bañan y tienen una corneja negra debajo del ombligo, o bien asustarlas el sábado por la noche en la fiesta, cuando entre baile y baile se ponen de cuclillas en el huerto levantando las faldas.

Con Onuté, despistaban a menudo al grupo de los demás niños y se iban a un lugar junto al Issa que era exclusivamente suyo. No se podía llegar hasta allí sino rastreando a gatas a lo largo de un túnel de endrino col gante, que hacía como un codo, y había que conocerlo bien. Dentro, sobre un montículo de arena, la seguridad les acercaba el uno al otro, hablaban en voz baja, y nadie, nadie podía encontrarles allí, mientras ellos oían el chapoteo de un pez, los golpecitos de los renacuajos, el ruido de las ruedas en la carretera. Yacían desnudos, con las cabezas vueltas el uno hacia el otro, la sombra caía sobre sus manos y, en aquel inaccesible palacio, se sabían total mente seguros, todo participaba de cierto misterio y se sentían deseos de contar cosas en voz baja (pero ¿qué?). Onuté, al igual que su madre (y al igual que Pola), tenía el cabello rubio, recogido en una trencita. Y esto ocurría así: ella se acostaba boca arriba, le atraía hacia sí y lo abrazaba con las rodillas. Se quedaban así mucho rato, el sol se desplazaba lentamente, él sabía que ella esperaba sus caricias y todo se volvía muy dulce. Pero ella no era otra niña, sino Onuté, y él no hubiera podido confesarse de algo que le había ocurrido con ella.

Por la mañana, al recibir la comunión, se sentía ligero, debido también a que estaba en ayunas y tenía como un agujero en el estómago. Volvía a su asiento con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando la punta de sus zapatos. Era incapaz de imaginarse que la hostia que llevaba pegada al paladar y que tímidamente trataba de separar con la lengua fuera el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Sin embargo, era evidente que esto lo cambiaba y que, al menos durante todo el día, permanecía silencioso y obediente. Lo que más estimulaba su imaginación eran las palabras del cura cuando decía que el alma humana es como una habitación que hay que limpiar y adornar para recibir al Invitado. Pensó que, a lo mejor, la hostia se disuelve, pero allí, en el alma, vuelve a formarse para quedarse, rodeada de un verdor, en aquella brillante vasija. Que él, Tomás, tuviera dentro de sí una habitación así, le llenaba de orgullo y se comportaba de modo que no pudiera estropearse, ni desordenarse.

Se iba acercando el día en que, según le habían prometido, iba a hacer de monaguillo, incluso empezó a estudiar respuestas incomprensibles en latín, pero el viejo párroco se marchó y hubo grandes cambios. El nuevo cura, joven, apuesto, con la barbilla prominente, unas anchas cejas que se juntaban sobre la nariz, asustaba un poco por la brusquedad de sus movimientos. Se quedó con los antiguos monaguillos y no se ocupó de los nuevos. Además, le ocupaban temas más importantes.

Sus sermones no recordaban en nada las prolijas charlas a que estaban acostumbrados en Ginie, intercaladas de carraspeos y monótonos «pues-pues». Tomás, aunque no era capaz de captar todo el significado de lo que oía, esperaba anhelante, como todos, el momento en que el cura apareciera en el púlpito. Empezaba hablando con voz normal, como se habla en casa. A continuación, a cortos intervalos, pronunciaba una frase con mucha fuerza, que sonaba como una música. Por fin, levantaba los brazos y profería tales gritos que las paredes vibraban. Fulminaba los pecados, su dedo índice señalaba a la multitud, y cada uno temblaba porque creía que apuntaba precisamente hacia él. Y, de pronto, el silencio. Se quedaba erguido, con el rostro rojo y acalorado y miraba: apoyado en el borde del pulpito, se inclinaba y, con voz apenas perceptible, cariñosa, de corazón a corazón, persuadía y describía las escenas de felicidad que esperan a los que se salvan. Entonces los oyentes tenían que enjugarse las lágrimas. La fama del padre Peikswa traspasó pronto el territorio de Ginie y de las aldeas vecinas, y las gentes acudían a él desde otras parroquias para confesarse; siempre le rodeaban pañuelos que se inclinaban cuando sus admiradoras intentaban besarle la estola, o la mano.

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