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Authors: Ken Follett

El valle de los leones (10 page)

—El bebé llega antes de tiempo —comentó otra voz de mujer. Jane volvió la cabeza y vio a Zahara Gul, la nuera de Rabia, una muchacha voluptuosa de su misma edad, con el pelo negro ondulado y una boca ancha y risueña. Entre las mujeres del pueblo, Zahara era con la que Jane se sentía más unida.

—Me alegro de que hayas venido —aseguró.

—Has apresurado el parto por trepar la montaña llevando en brazos a Mousa —explicó Rabia.

—¿Eso es todo? —preguntó Jane.

—Es bastante.

Así que no están enteradas de la pelea que tuve con Abdullah —pensó Jane—. El mullah ha decidido no hablar del asunto.

—¿Quieres que lo prepare todo para la llegada del bebé? —preguntó Rabia.

—Sí, por favor.

Sólo Dios sabe la clase de ginecología primitiva que me espera —pensó Jane—. Pero no puedo hacerlo yo sola. Simplemente no puedo.

—¿Te gustaría que Zahara preparara un poco de té? —preguntó Rabia.

—Sí, por favor.

Por lo menos en aquello no había nada de supersticioso.

Las dos mujeres pusieron manos a la obra. El solo hecho de que estuvieran allí hizo que Jane se sintiera mejor. Le pareció agradable que Rabia hubiera pedido permiso para ayudarla: cualquier médico occidental habría entrado como Pedro por su casa y se hubiera posesionado en seguida del caso. Siguiendo el ritual, Rabia se lavó las manos mientras invocaba a los profetas para que le enrojecieran el rostro —lo cual significaba pedir que tuviera éxito—, y después se las volvió a lavar a fondo, con jabón y agua abundante. Zahara entró con un ramo de ruda salvaje y Rabia le prendió fuego. Jane recordó que se creía que los malos espíritus se asustaban ante el olor de la ruda quemada. Se consoló pensando que el humo acre ahuyentaría las moscas.

Rabia era algo más que una simple partera. Ayudar a dar a luz era su tarea, pero también conocía hierbas y tratamientos mágicos principalmente para aumentar la fertilidad de las mujeres que tenían dificultad en quedar embarazadas. También conocía métodos para prevenir la concepción y para producir abortos; aunque ésos tenían mucha menor demanda: las mujeres afganas por lo general deseaban tener cantidad de hijos. A Rabia también se la consultaba sobre cualquier enfermedad de tipo femenino. Y por lo general también le pedían que lavara a los muertos, una tarea que, lo mismo que la de partera, se consideraba impura.

Jane la observó moviéndose por la habitación. Con sus sesenta años, posiblemente fuera la mujer más anciana del pueblo. Era de baja estatura —no debía de medir mucho más de un metro cincuenta— y sumamente delgada, como casi todos los integrantes del pueblo. Su rostro arrugado y de tez oscura estaba rodeado de pelo blanco. Se movía en silencio, pero sus viejas y huesudas manos eran precisas y eficaces.

La relación entre ella y Jane había comenzado en medio de la desconfianza y la hostilidad. Cuando Jane le preguntó a quién recurría cuando se le presentaba un parto difícil, Rabia le contestó de mal modo:

—¡Que el demonio sea sordo y no la oiga! ¡Nunca he asistido a un parto difícil y jamás he perdido a una madre o a su hijo!

Pero después, cuando las mujeres del pueblo empezaron a acudir a Jane con problemas menstruales de poca importancia o con embarazos de rutina, Jane se los enviaba a Rabia en lugar de prescribirles remedios innecesarios, y ése fue el principio de una relación profesional entre ambas. Rabia consultó a Jane sobre una madre reciente que sufría de una infección vaginal. Jane le regaló a Rabia una serie de dosis de penicilina y le explicó la manera de administrarla. El prestigio de Rabia creció inmensamente cuando se supo que se le habían confiado medicamentos occidentales; y Jane pudo decir, sin ofender a nadie, que posiblemente Rabia misma pudo haber causado la infección por su costumbre de lubricar manualmente el canal de nacimiento durante el parto.

A partir de ese momento Rabia empezó a aparecer por la clínica una o dos veces por semana para conversar con Jane y observarla trabajar. Jane aprovechó esas oportunidades para explicarle, con aire de indiferencia, el motivo por el cual se lavaba las manos tan a menudo, por qué hacía hervir todo su instrumental después de usarlo, y por qué insistía en que los bebés con diarrea debían tomar muchos líquidos.

A su vez, Rabia confió a Jane algunos de sus secretos. A Jane le interesaba saber lo que contenían algunas de las pociones que Rabia preparaba y alcanzaba a adivinar por qué daban resultado: los remedios destinados a producir embarazos contenían cerebro de conejos o bazo de gatos, elementos que podían proporcionar hormonas de las que carecía el metabolismo de la paciente; y la menta y la calaminta probablemente ayudaran a curar infecciones que impedían la concepción. Rabia también tenía una poción para que las esposas administraran a sus maridos impotentes, y no existía la menor duda acerca de la forma de actuar de ese remedio: contenía opio.

La desconfianza había cedido su lugar al respeto mutuo, pero Jane no consultó a Rabia con respecto a su propio embarazo. Una cosa era permitir que la mezcla de folklore y brujerías les hiciera efecto a las mujeres afganas, y otra muy distinta, someterse personalmente a ellas.

Además, Jane esperaba que Jean-Pierre actuara como partero cuando ella diera a luz a su hijo. Así que cuando Rabia le preguntó acerca de la posición del bebé y le prescribió una dieta de comida a base de vegetales, augurando que tendría una niña, Jane le explicó con toda claridad que su embarazo iba a ser tratado a la manera occidental. Rabia no pudo evitar una expresión de dolor, pero aceptó la decisión con dignidad. Y ahora Jean-Pierre estaba en Khawak y Rabia a su lado, y Jane se alegraba de poder contar con la ayuda de una anciana que había traído al mundo a cientos de bebés y que personalmente había tenido once hijos.

Hacía un rato que no sentía dolores, pero durante los últimos minutos, mientras observaba a Rabia moverse en silencio por la habitación, Jane empezó a sentir nuevas sensaciones en su abdomen: una clara presión, acompañada por una creciente necesidad de empujar. Esa necesidad se le hizo irresistible y empujó, lanzó un quejido, no porque sintiera dolor sino por el simple esfuerzo de empujar.

Oyó la voz de Rabia como si se encontrara a gran distancia.

—Ya empieza. Eso es bueno.

Después de un rato, su necesidad de empujar desapareció. Zahara le sirvió una taza de té verde. Jane se sentó muy erguida y lo bebió con agradecimiento. Estaba caliente y muy dulce. Zahara tiene mi misma edad —pensó Jane—, y ya ha tenido cuatro hijos, sin contar los abortos y las criaturas que nacieron muertas. Pero parecía una de esas mujeres llenas de vitalidad, como una joven leona saludable. Probablemente tendría varios hijos más. Desde el principio recibió a Jane con abierta curiosidad, cuando las demás mujeres se mostraban con ella hostiles y llenas de sospechas; y Jane descubrió que a Zahara la impacientaban las costumbres y tradiciones más tontas del valle y que estaba ansiosa por aprender todo lo posible acerca de las ideas extranjeras sobre salud, cuidado de los niños y nutrición. En consecuencia, Zahara se convirtió, no sólo en la mejor amiga de Jane, sino en la cabecilla de su programa de educación sanitaria.

En ese momento, sin embargo, Jane estaba aprendiendo los métodos afganos. Observó que Rabia extendía una sábana de plástico en el suelo (¿qué harían en la época en que no existían todos esos desperdicios de plástico por todas partes?) y la cubría con una capa de tierra arenosa que Zahara trajo del exterior en un cubo. Rabia había colocado objetos sobre una mesa baja y a Jane le agradó ver entre varios de ellos trapos limpios de algodón y una cuchilla de afeitar nueva que todavía conservaba su estuche original.

Volvió a sentir necesidad de empujar y cerró los ojos para concentrarse. No le dolía exactamente; era más bien como si padeciera un estreñimiento increíble. Descubrió que lanzar quejidos mientras hacía fuerza le ayudaba y quiso explicarle a Rabia que no se quejaba porque le doliera, pero estaba demasiado ocupada empujando para poder hablar.

En la pausa siguiente, Rabia se arrodilló a su lado, deshizo el nudo de la cinta que hacía las veces de cinturón de Jane y le quitó los pantalones.

—¿Quieres orinar antes de que te lave? —preguntó.

—Sí.

Ayudó a Jane a levantarse y a caminar hasta detrás del biombo y la sostuvo por los hombros mientras permanecía sentada en el orinal. Zahara llegó con un recipiente de agua caliente y se llevó el orinal. Rabia lavó el vientre, los muslos y las partes íntimas de Jane, y mientras lo hacía asumió por primera vez un aire enérgico. Entonces Jane se acostó de nuevo. Rabia se volvió a lavar las manos y las secó. Mostró a Jane un pequeño recipiente con polvo azul. Sulfato de cobre, supuso Jane.

—Este color asusta a los malos espíritus —aseguró.

—¿Y qué quieres hacer?

—Ponerte un poquito sobre la frente.

—Muy bien —aceptó Jane. Y en seguida agregó—: Gracias.

Rabia extendió un poco de polvo sobre la frente de su paciente. No me importa la magia cuando es inofensiva —pensó Jane—, pero ¿qué hará esta pobre mujer si se le llega a presentar algún verdadero problema médico? ¿Y exactamente hasta qué punto será prematuro este bebé?

Mientras estaba pensando en ello la sorprendió la contracción siguiente, y al no encontrarse preparada le resultó sumamente dolorosa. No debo preocuparme —pensó—, es necesario que me mantenga relajada.

Después se sintió extenuada y con mucho sueño. Cerró los ojos.

Sintió que Rabia le desabrochaba la camisa, la misma que le había pedido prestada a Jean-Pierre esa tarde: hacía ya cien años de aquello. Rabia empezó a frotarle el vientre con alguna clase de lubricante, posiblemente manteca refinada. Al introducir sus dedos en la vagina, Jane abrió los ojos y dijo:

—No trates de mover al bebé.

Rabia asintió pero continuó tanteando con una mano colocada sobre el vientre de Jane y otra debajo.

—La cabeza está abajo —dijo finalmente—. Todo anda bien. Pero el bebé llegará muy pronto. Ya deberías levantarte.

Zahara y Rabia ayudaron a Jane a ponerse de pie y a dar dos pasos sobre la sábana de plástico cubierta de tierra. Rabia se colocó a sus espaldas.

—Súbete encima de mis pies —ordenó.

Jane obedeció, aunque no estaba segura de la lógica de ese acto. Rabia se agachó detrás de ella haciéndola sentarse en cuclillas. Así que ésa era la postura en que acostumbran a dar a luz las mujeres del lugar.

—Siéntate sobre mí —ordenó Rabia—. Te puedo sostener.

Jane dejó caer todo su peso sobre los muslos de la anciana. La posición le resultó sorprendentemente cómoda y tranquilizadora.

Sintió que los músculos se le volvían a tensar. Apretó los dientes con fuerza y se inclinó con un quejido. Zahara se colocó de cuclillas frente a ella. Durante breves instantes Jane sólo tuvo en mente la presión que sentía. Por fin la sensación cedió y ella se dejó caer, extenuada y medio dormida, permitiendo que Rabia cargara con el peso de su cuerpo.

Cuando todo recomenzó le sorprendió un dolor nuevo, una sensación en la vagina que la quemaba. De repente Zahara exclamó:

—¡Ya viene!

—Ahora no empujes —ordenó Rabia—. Deja que el bebé salga nadando.

La presión cedió. Rabia y Zahara intercambiaron los sitios que ocupaban y Rabia se puso en cuclillas entre las piernas de Jane, observando atentamente. La presión reapareció. Jane apretó los dientes.

—No empujes. Conserva la calma —aconsejó Rabia.

Jane intentó relajarse. Rabia la miró y extendió su mano para tocarle la cara.

—No aprietes los dientes con tanta fuerza. Deja la boca relajada —dijo.

Jane aflojó la mandíbula y descubrió que eso la ayudaba a relajarse.

Volvió a tener esa sensación de intenso ardor, más fuerte que nunca, y supo que su hijo estaba a punto de nacer: sentía que su cabeza empujaba para salir, intentando abrirla de una manera casi imposible. Por un momento no pudo sentir absolutamente nada. Lanzó un grito de dolor y de repente se sintió aliviada.

Bajó la mirada. Rabia tendía las manos entre sus muslos, mientras invocaba a los profetas. A través de un velo de lágrimas, Jane divisó algo redondo y oscuro entre las manos de la partera.

—¡No tires! —suplicó Jane—. No tires de la cabeza.

—No —contestó Rabia.

Jane volvió a sentir la presión.

—Ahora un pequeño empujoncito para que pasen los hombros —dijo Rabia.

Jane cerró los ojos y empujó con suavidad.

—Ahora el otro hombro —dijo Rabia unos instantes después.

Jane volvió a empujar, y sintió entonces un enorme alivio en la tensión y supo que su hijo había nacido. Bajó la mirada y vio su forma pequeña, acunada en brazos de Rabia. Tenía la piel arrugada y húmeda, y la cabeza cubierta de oscuro pelo mojado. El cordón umbilical le pareció extraño, una gruesa soga azul que latía como si fuera una vena.

—¿Está bien el bebé? —preguntó Jane.

Rabia no contestó. Frunció los labios y sopló sobre el rostro inmóvil de la criatura.

¡Oh, Dios, está muerto!, pensó Jane.

—¿Está bien el bebé? —repitió.

Rabia volvió a soplar y el bebé abrió su boquita y comenzó a llorar.

—¡Gracias a Dios! ¡Está vivo! —exclamó Jane.

Rabia tomó de la mesa baja un trapo de algodón limpio y enjugó la cara del bebé.

—¿Es normal? –preguntó Jane.

Por fin Rabia le contestó.

—Sí, ella es normal —dijo, mirándola a los ojos y sonriéndole.

Ella es normal —pensó Jane—. Ella, He hecho una niña. Una mujercita.

De repente se sintió totalmente extenuada. No podía mantenerse erguida un solo instante más.

—Quiero acostarme —pidió.

Zahara la ayudó a volver al colchón y le colocó almohadones en la espalda para que quedara sentada, mientras Rabia sostenía el bebé, que seguía unido a Jane por el cordón umbilical. Una vez que Jane estuvo instalada, Rabia empezó a secar con trapos a la recién nacida.

Jane vio que el cordón ya no latía, se arrugaba y adquiría un color blanco.

—Ya puedes cortar el cordón —le indicó a Rabia.

—Nosotros siempre esperamos un poco más —contestó.

—Por favor, hazlo ahora.

Rabia parecía dudosa, pero hizo lo que se le pedía. Tomó de la mesa un trozo de hilo blanco y lo ató alrededor del cordón cerca del ombligo de la criatura. Debería haberlo atado más cerca —pensó Jane—; pero no importa.

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