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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Umbral del Poder (39 page)

Los dos hombrecillos se desplomaron cual un castillo de naipes, y rodaron por la plataforma.

—Tas, ¿qué sucede? —brotó la voz de Caramon desde la escalera.

—¡Ya casi está! —mintió el interpelado, aunque perseveró en su afán. Tras sacudir a su inepto colaborador hasta que se hubo enderezado, renovó sus recomendaciones—: Equilibrio, ésa es la clave. Recuérdalo, has de estabilizarte.

—Equilibrio, estabilidad —se aprendió el enano la lección.

El kender volvió a adoptar la pose erguida en los círculos de cristal, y el gully gateó hasta sus omóplatos para hacer una segunda tentativa. Obtuvieron la merecida victoria, pese a unos pocos halagüeños bamboleos Runce posó al fin sus inmundas manos en las lisas superficies de las bolas, después de hacer algunos experimentos previos, que fueron del todo infructuosos.

Al instante, les envolvió una cortina de haces luminosos, que, procedentes del redondel del techo, se derramaron en su derredor hasta cercarles por completo. Unas runas fúlgidas se esbozaron encima de las dos criaturas, esculpidas en suaves tonalidades rojizas y violáceas.

Con una sacudida capaz de interrumpir los latidos de más de un corazón, la ciudadela flotante inició su singladura.

Abajo, en el pasadizo, la fuerza del despegue arrojó a algunos draconianos y su hechicero a las frías baldosas de roca, tras dar unos cuantos bandazos al son del traqueteo. Tanis se desmoronó de espaldas contra una pared y Caramon fue a dar con sus huesos en el pecho del compañero.

Soltando maldiciones y alaridos de la más diversa índole, el bozac luchó por ponerse en pie y, una vez en esta posición, pisoteó a sus hombres, que alfombraban el estrecho túnel, e ignoró a Tanis y Caramon con el único anhelo de irrumpir en la cámara donde se hallaba el Timón del Capitán de los Vientos.

—¡Córtale el paso! —rugió Caramon al semielfo, portador de la alhaja, al mismo tiempo que la ciudadela escoraba cual un navío en la tormenta y toda la humanidad de Caramon era despedida hacia la pared opuesta—. Si asciende estos peldaños, todo habrá terminado.

—Haré cuanto esté en mí mano —tartamudeó el héroe, debido a que su amigo, al aplastarle, le había dejado sin aire—. Pero temo que el poder del brazalete esté próximo a extinguirse.

Echó a correr hacia el arcano reptil, pero el castillo describió un brusco giro en dirección contraria. Tanis, sin un agarradero, se vino abajo, mientras que el perseguido, más pertinaz y obsesionado por capturar a los ladrones que trataban de robarle su fortaleza, tan sólo aminoró el avance. Blandiendo su daga auxiliar, Caramon se lanzó sobre aquel individuo. De nada le valió el asalto. Su arma topó contra una transparente barrera antes de ensartar los negros ropajes y, a causa del impulso de la arremetida, trazó unas piruetas en el aire y rebotó en las losas hasta yacer inofensiva, estéril.

El bozac estaba ya en la escalera de caracol, la que conducía al segundo tramo de barras férreas los otros draconianos iban recobrando la compostura y, en definitiva, todo se normalizaba, cuando la ciudadela dio un nuevo bandazo. El mago cayó sobre Tanis, que había emprendido un nuevo intento y estaba a escasos centímetros. Los soldados volaron hacia los cuatro puntos cardinales y el guerrero, en pleno proceso de recuperación, salió catapultado por encima del amasijo que formaban el semielfo y el bozac.

El abrupto virar y contravirar de la fortaleza rompió la concentración del hechicero y se desvaneció su aura protectora. Se debatió a la desesperada el infame monstruo, con zarpas y colmillos, pero Caramon, que no se había derrumbado al dictarle la experiencia cómo apoyar y flexionar las piernas, le arrancó del cuerpo del otro héroe y hundió en su carne la espada, en el instante en que invocaba un nuevo sortilegio.

La figura del draconiano se disolvió en una gelatinosa charca de líquido amarillento. Manaron de esta laguna unas nubes de humo maloliente, emponzoñado, que se esparcieron por el recinto.

—¡Salvémonos!

Era Tanis quien así gritaba. Uniendo la acción a la palabra, el semielfo fue hasta una ventana y, entre toses, medio intoxicado, llenó sus pulmones de fresca brisa.

—¡Tas! —llamó él mismo al hombrecillo—. ¡Has cometido un error! ¡Creo haberte dicho que debíamos ir hacia el noroeste!

—¡Piensa en el noroeste, Runce! —oyó que el kender apremiaba al enano.

—¿Runce? —susurró Caramon, mirando a su amigo con repentina alarma.

—¿Cómo puedo dar dos indicaciones contrapuestas? —protestó la aguda voz del gully—. ¿Quieres ir al norte o al oeste? ¡Decídete!

—El noroeste es un único sentido, y muy concreto —empezó a explicarle Tasslehoff. —No importa —rectificó—, visualiza tú el norte y yo transmitiré la orden del oeste. Quizá así surta efecto.

Cerrando los ojos, el hombretón exhaló el suspiro del derrotado y se reclinó contra el muro.

—¿Qué te parece, Tanis, les auxiliamos?

—No hay tiempo —contestó el aludido, también desazonado pero con la espada en alto—. Ahí vienen.

Se refería a los soldados de piel escamosa, que se habían reagrupado. Pero la muerte de su adalid y su absoluta incapacidad para entender lo que estaba aconteciendo en su ciudadela hizo que éstos, desconcertados, se contentaran con mirarse de hito en hito entre sí y al enemigo. Durante este lapso de inactividad el castillo alteró, por enésima vez, su trayectoria, ahora hacia el noroeste y cayendo durante varios metros, como si lo zarandeara una huracanada ráfaga.

Los miembros de la infame patrulla dieron media vuelta y a empellones, tropezando y resbalando, acometieron el corredor y atravesaron en tropel el umbral de la misteriosa estancia por la que habían hecho su entrada.

—Por fin seguimos el rumbo correcto —confirmó Tanis, contemplando el panorama desde el ventanal.

Al reunirse con él, Caramon divisó la Torre de la Alta Hechicería.

—Veamos cómo se las arreglan ahí arriba —propuso el guerrero al columbrar su destino, y empezó a subir.

—No, no lo hagas —le rogó el semielfo—. Al parecer, Tas conduce la fortaleza a ciegas. Lo más probable es que tengamos que guiarle. Además, no me fío de esos draconianos. No me extrañaría nada que volvieran a presentarse con nutridos refuerzos.

—Una suposición muy lógica —le alabó el fornido humano.

Sin embargo, escudriñó el hueco de la trampilla: no estaba tranquilo al saberse en manos de quienes él juzgaba como un par de nulidades.

—Llegaremos dentro de unos minutos —calculó el mestizo, apoyándose displicente en el alféizar—. Pero serán suficientes para que me hagas una síntesis de los últimos sucesos que has vivido.

—Cuesta creerlo —dijo Tanis cuando el guerrero hubo terminado su escueto relato—, incluso de Raistlin.

—Cierto —masculló Caramon— al principio también yo me negué a prestar oídos a tan descabellada historia. Pero al verlo erguido frente al Portal, al escuchar todas las enormidades que se proponía hacer a Crysania, tuve que rendirme a la triste verdad. El Mal con mayúsculas había corroído su alma y devoraría a todo aquel que le secundase.

—Tienes razón al asignarte la empresa de desarticular sus planes —admitió el semielfo, estirando el brazo a fin de estrujar aquella entrañable manaza—. Tus motivos para intervenir en semejante hazaña están más que justificados, pero opino que no debes entrar en el Abismo tras el nigromante. Dalamar está en la Torre, apostado en el acceso, y entre los dos detendréis a Raistlin en cuanto se persone, sin necesidad de que te aventures en el plano de ultratumba.

—No, Tanis —le desengañó el hombretón—. Dalamar fracasó en su anterior enfrentamiento con mi gemelo. Estoy persuadido de que el archimago le domina, que un terrible accidente impedirá al elfo oscuro impedir su cometido. —Al percibir que su amigo le observaba suspicaz, el guerrero resolvió sincerarse—. El término «persuadido» era un eufemismo está escrito que el aprendiz no sobrevivirá.

Y, tras hurgar en su mochila, sacó a la luz las primorosamente encuadernadas
Crónicas
.

—¿Ni siquiera el conocimiento del futuro puede darnos una ventaja? —apuntó el otro héroe—. Si llegamos antes de que se produzca el evento, acaso lo modifiquemos.

Sin responder a tan absurda teoría, Caramon buscó la página que había señalado en el tomo. Tragó saliva, emitió un silbido apenas audible y, aclarada la garganta, aguardó.

—Me tienes sobre ascuas —le recriminó Tanis, quien, impulsivo, tensó el cuello a fin de leer él mismo el párrafo.

— Yo te lo contaré —determinó el gigantesco humano. Cerró el ejemplar y, eludiendo los ansiosos ojos de su compañero, le aclaró—: A Dalamar lo destruirá Kitiara.

Capítulo 5

La Avenida de la Muerte

Dalamar estaba solo en el laboratorio de la Torre de la Alta Hechicería. Los guardianes, tanto los vivos como los de ultratumba, ocupaban sus puestos en la entrada y esperaban, vigilantes.

Desde la ventana de la sala, el elfo oscuro vio cómo ardía la ciudad de Palanthas y también, debido a la ventajosa situación de su atalaya, siguió el proceso de la contienda. Había detectado al caballero Soth cuando cruzaba las puertas, fue testigo de la dispersión y caída de los soldados solámnicos y del lanzamiento de los draconianos hacinados en la ciudadela. Durante todas estas fases de la lucha los dragones batallaron en las alturas y, en consecuencia, su sangre inundó cual una teñida lluvia las calles de la ciudad.

El último espectáculo que se le ofreció, antes de que las volutas de negro humo procedentes de los múltiples incendios nublasen su visión, fue el del castillo volador en dispar avance hacia él. No cabía tildar de otro modo el vuelo del artilugio, que de pronto parecía errar a la deriva, luego tomaba una marcha más regular y en una tercera instancia, sin que ningún factor externo lo justificase, alteraba el rumbo y se dirigía directamente a las montañas tras las que había surgido. Asombrado, el acólito espió sus evoluciones durante unos minutos y se preguntó qué significaban. ¿Era así como Kitiara pretendía introducirse en la Torre?

El hechicero tuvo un espasmo de miedo. ¿Podía volar la ciudadela sobre el Robledal de Shoikan sin peligro? ¡Por supuesto que sí! Apretó el puño, recriminándose su negligencia al no plantearse tal probabilidad, y escrutó el panorama que, con la humareda, no tardaría en difuminarse. A través de un claro fugaz entre las brumas, divisó la fortaleza: una vez más, torcía ésta su trayectoria, haciendo eses en el cielo como un borrachín que buscara su olvidado hogar.

Se movía, de nuevo, hacia la mole, pero a una velocidad que no excedía la de un caracol. ¿Qué ocurría? ¿Habían herido quizás al piloto, a la privilegiada criatura que la gobernaba? Dalamar aguzó los sentidos, ansioso de pistas, un intento que no dio fruto a causa de la creciente densidad de la neblina que, además, la brisa transportó hasta formar una cortina delante mismo de las cristaleras. La ciudadela se desdibujó, a la par que impregnaba el ambiente un intenso olor a cáñamo y brea quemados, que el mago atribuyó al incendio de los almacenes.

En el instante en que se alejaba, blasfemando, del ventanal, atrajo su atención un ígneo fulgor en un edificio que se alzaba frente al suyo, aunque a prudencial distancia: el Templo de Paladine. Vislumbró, incluso entre las tinieblas, cómo aumentaba el brillo, y se representó en la mente a los clérigos de blanco atavío en el acto de aplastar a sus enemigos pertrechados con bastones y rotundos mazos, pero, eso sí, rogando a su dios.

Esbozó una sarcástica sonrisa y atravesó a toda prisa la estancia, sin detenerse en la gran mesa de piedra donde antes yacieran sus frascos, tarros y alambiques, que él mismo había apartado a fin de instalar libros de encantamientos, pergaminos y artilugios arcanos. Dedicó, en su presuroso andar, una enésima ojeada a tales objetos, con el propósito de asegurarse de que todo estaba dispuesto y continuó recorriendo los anaqueles donde se alineaban los volúmenes encuadernados en azul marino de Fistandantilus y, al lado, los no menos esotéricos tomos negros de Raistlin. Ya en la puerta del laboratorio, la abrió y pronunció una palabra, una orden, que se deshizo en mil ecos en la penumbra de los pasillos.

No cayó su invocación en el vacío. Un par de ojos destellantes se materializaron de inmediato frente a él y un cuerpo espectral, que mudaba sus contornos al compás de las ráfagas del viento.

—Quiero que apostéis centinelas en la cúspide de la Torre —impartió el elfo sus instrucciones.

—¿Dónde exactamente, aprendiz? —consultó el fantasmal esbirro.

—En el acceso de la azotea y la Avenida de la Muerte —concretó Dalamar.

Oscilaron las llamas de las etéreas pupilas en señal de asentimiento, y se evaporó el ente del más allá. El acólito volvió a la cámara e hizo ademán de cerrar la puerta tras él, pero se interrumpió en un titubeo nacido de sus reflexiones. Podía formular un sortilegio que evitase la irrupción de visitantes poco gratos en el laboratorio, una medida que Raistlin adoptaba siempre que deseaba poner en práctica algún experimento particularmente complicado, en el que cualquier intruso podía desencadenar fenómenos desastrosos. En algunos de sus hechizos, inhalar aire a destiempo equivalía a liberar fuerzas capaces de derrumbar los muros desde los mismos cimientos. Extendidos sus delicados dedos sobre la superficie de madera, el espía comenzó a ordenar los versículos.

Lo pensó mejor, y renunció. «Si necesito ayuda —se dijo—, los custodios han de traspasar el umbral del aposento sin trabas de ninguna clase. Según la naturaleza del atolladero en que me encuentre, no, atinaré a anular el escudo.» Retrocedió entonces al punto donde había iniciado su deambular y se sentó en la confortable butaca que era su favorita, la que había transportado desde su alcoba para paliar la fatiga de su vigilia.

«No atinaré a anular el escudo», repitió y, arrellanándose en los mullidos cojines de terciopelo que engalanaban su asiento, caviló sobre la muerte. Era ineludible, en tales circunstancias, mirar el Portal. Su apariencia era la de costumbre: las cinco cabezas de dragón, cada una de un color diferente, se inclinaban hacia el interior, abiertas sus bocas en silenciosos bramidos por los que rendían tributo a su Reina. Sí, aquellos cráneos reptilianos se mostraban apagados, carentes de actividad, y la vacuidad del otro lado sugería un desierto eterno e inmutable, idéntico al de otras ocasiones. ¿O no? Dalamar pestañeó, porque, aunque podía tratarse de una jugarreta de su turbada imaginación, creyó percibir que los ojos de los animales irradiaban unos tenues resplandores.

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