Read El Umbral del Poder Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
—Eres ágil discurriendo, semielfo —admitió el aludido, y asintió—. ¿También tú opinas que el Caballero de la Muerte atacará Palanthas?
—Resulta evidente, ¿no? —le espetó Tanis—. Ese fantasma ha de formar parte de las maquinaciones de Kit. Él equilibra ambas facciones.
—No hay nada que pueda hacerse —negó el mago—. En cualquier caso, ahora todavía no.
—Y tú, ¿no serías tú capaz de interferirte en sus designios y desbaratarlos? —insistió el otro, remiso a ceder.
—No me atrevo a dejar mi puesto junto al Portal. He venido porque tengo la total constancia de que Raistlin está aún lejos —le reveló—, pero se acerca con cada exhalación. Ésta es mi última oportunidad de ausentarme de la Torre, y la he aprovechado para advertirte. El desenlace sobrevendrá muy pronto.
—Así que el nigromante va a vencer a la Reina de la Oscuridad —apuntó Tanis, incrédulo.
—Siempre lo infravaloraste —le reprochó Dalamar con una mueca sarcástica—. Su fuerza, como ya he recalcado, es grande, sus facultades han crecido hasta hacer de él el mago más poderoso que nunca alumbró Krynn. ¡Claro que se proclamará ganador! Sin embargo, será a un alto precio.
Una sombra de inquietud nubló las facciones del semielfo, al que desagradaba profundamente la nota de orgullo que destilaba la voz de Dalamar cuando mencionaba a Raistlin. No era aquel sentimiento el que debía rezumar un aprendiz resuelto a matar a su
shalafi
si surgía tal necesidad.
—Volviendo a Soth —prosiguió el oscuro personaje, quien había adivinado en el rostro del héroe la zozobra que le agitaba, pese al afán que éste ponía en disimularla—, te contaré los pasos que he dado. Me percaté de que el espectro sacaría el mayor partido posible de la opción que le brindaba el plan de Kit de perpetrar su venganza contra una ciudad y unas gentes que habían suscitado su inquina siglos antes, si hemos de prestar oídos a las leyendas que circulan acerca de su caída. Apelé entonces a los moradores de la Torre de la Alta Hechicería sita en el Bosque de Wayreth.
—¡Por supuesto! —se regocijó su oyente—. Par-Salian y su cónclave podrían des…
—No obtuve respuesta a mi petición —le interrumpió Dalamar, indiferente a sus emociones—. Algo extraño sucede en ese lugar, aunque ignoro qué acontecimientos les han forzado a inhibirse. Mi emisario encontró el camino obstruido, lo que, en un ser de naturaleza ligera, etérea, constituye un fenómeno inusitado.
—Pero…
—Descuida —siguió el elfo, anticipándose a las recomendaciones de Tanis y encogiéndose de hombros—, no cejaré. Haré nuevas tentativas, aunque te prevengo que no podemos contar con ellos y que, por otro lado, son los únicos magos capaces de poner freno a los impulsos asesinos de un alma errante.
—¿Y los clérigos de Paladine? —propuso el semielfo.
—Su Orden, aunque antigua, ha sido rehabilitada hace poco tiempo. Sus dotes están en una fase inicial, balbuceante. En la era de Huma, los sacerdotes auténticos, así lo afirma el rumor, invocaban el concurso de su dios y, con unos versos santos, neutralizaban a tales apariciones. Si existió esta intimidad entre el hacedor y sus hijos preferidos, se ha perdido. Hoy en día no hay en todo el continente de Ansalon un eclesiástico que pueda jactarse de poseer semejantes virtudes.
Tras recapacitar unos minutos, Tanis inquirió:
—El destino de Kit será la Torre de la Alta Hechicería, ¿verdad? Allí coincidirá con su hermano y le respaldará en sus proyectos.
—Además de hacer cuanto esté en su mano para eliminarme —apostilló Dalamar, rígido su cuerpo.
—¿Salvará la Señora del Dragón la prueba del Robledal de Shoikan?
Aunque el aprendiz se encogió de hombros, a su acompañante no le pasó inadvertido que su semblante se demudaba, que su frialdad era fingida.
—La arboleda se halla bajo mi control y ha de permanecer inaccesible a cualquier intruso, vivo o muerto —sentenció, con una sonrisa tan forzada como su indiferencia—. Por cierto, tu goblin no habría durado ni cinco segundos. Sin embargo, Kitiara tenía el talismán que le obsequió Raistlin, de modo que, si todavía lo guarda y no le traiciona el coraje a la hora de utilizarlo, podría superar el escollo, más aún si Soth la escolta. Ahora bien, después de jalonar el Robledal, deberá hacer frente a los centinelas de la Torre, que, te lo garantizo, no son menos formidables que los del exterior. Pero yo soy el responsable de lo que suceda en mis dominios, no tú.
—¡Eso es lo que me asusta, que te otorgues tantas atribuciones! —le recriminó el semielfo—. ¡Dame también a mí algún amuleto! Me introduciré en la Torre y me ocuparé de ella.
—Sí, de la misma manera que lo hiciste en vuestros anteriores intercambios —le humilló el mago—. Escucha, amigo mío, estarás demasiado atareado procurando que la ciudad no caiga en poder de las tropas hostiles como para pensar en imponerte a Kitiara. Y, obsesionado con el Portal, has desestimado un factor muy importante: los propósitos, de Soth. Quiere a la dama muerta, anhela poseerla sin competidores. Naturalmente, ha de jugar su doble baza. Si consigue que ella perezca y desquitarse de la afrenta que, según su versión, le hizo Palanthas, habrá satisfecho dos grandes objetivos. Nada le importa menos que Raistlin y sus conjuras.
Impresionado en lo más recóndito de su ser, Tanis no contestó. Como había denunciado su interlocutor, se había borrado de su cerebro la meta que perseguía el espectro. Paralizado, tan sólo le animaban unos escalofríos mientras cavilaba que la lista de acciones infames de la Dama Oscura era interminable. Pero desde las múltiples criaturas que habían sucumbido a una orden suya, las que habían sufrido y aún sufrían por su causa, hasta el trágico final de Sturm en la punta de su lanza, no merecían un sino tan cruel. No se había hecho acreedora a llevar una vida eterna de tormentos y vacuidad, vinculada mediante el nexo de un matrimonio profano a un morador del Abismo.
Una cortina de negrura oscureció la visión del semielfo. Mareado, débil, se adentró en un espejismo en el que caminaba haciendo equilibrios por el borde de un precipicio y, de pronto, se despeñaba. Se zambulló en un universo acogedor, hecho de acariciantes urdimbres, y unas garras férreas le sostuvieron en su amortiguado descenso.
Después, lo engulló la nada.
El fresco reborde de un recipiente de cristal tocó los labios del desmayado Tanis. Un trago de coñac quemó su lengua y le entibió el gaznate. Alelado, alzó la mirada y descubrió a Charles inclinado sobre él, observándolo detenidamente.
—Has recorrido un largo trayecto sin comer ni beber, si he de atenerme a la información del hechicero.
Detrás del criado, se erguía la figura que había hablado, Amothus. Lívida su tez, abrigado en su túnica de irreal blancura, su apariencia apenas difería de la de un fantasma torturado que pululase por los contornos.
—Así es —ratificó el semielfo en un susurro, apartando la copa de licor y haciendo ademán de levantarse. No obstante, sintió que la sala se movía bajo sus pies y decidió que estaba mejor sentado—. Tienes razón, no he probado bocado desde ayer y me lo pide el organismo. ¿Dónde está Dalamar? —inquirió al explorar la estancia.
—¿Quién sabe, señoría? —intervino Charles, severo el talante—. Supongo que ha regresado a su enigmática morada. Nos aseguró que habíais terminado de debatir vuestro asunto y que ya nada le retenía. Con vuestro permiso —cambió de tema—, daré instrucciones al cocinero para que os prepare un buen desayuno.
Hizo una reverencia y se retiró, no sin antes anunciar la llegada del joven caballero Markham.
—¿Has almorzado ya, Markham? —le preguntó Amothus, dubitativo, inseguro sobre lo que sucedía a su alrededor y del todo anonadado por el hecho de que un mago, un elfo oscuro para más señas, se considerase libre de materializarse en su casa y desaparecer a su antojo—. ¿No? Entonces compartiremos la mesa con mi otro huésped. ¿Cómo prefieres los huevos?
—Quizá no es ésta una ocasión propicia para departir sobre gastronomía —insinuó el comandante, a la vez que dedicaba a Tanis una sonrisa.
El caballero observó al semielfo y, al comprobar que fruncía el entrecejo y que su desaliño y agotamiento presagiaban noticias adversas, aguardó en silencio que las expusiera. Amothus, por su parte, suspiró, resignado a no posponer más lo inevitable con conversaciones triviales. Consciente de que ambos habían centrado su atención en él, Tanis inició su relato.
—He regresado esta misma mañana de la Torre del Sumo Sacerdote.
—Ayer recibí una nota de Gunthar, mi superior —interrumpió Markham, al mismo tiempo que se acomodaba negligentemente en una butaca y se servía una moderada cantidad de coñac—. Decía que hoy se enzarzaría en una cruenta batalla con el enemigo. ¿Cómo se desarrolla el altercado?
El orador era un noble apuesto, gentil, despreocupado y rico que se había destacado en la Guerra de la Lanza, luchando bajo el liderazgo de Laurana. Como premio a su gallardía, se le había concedido un ascenso en su graduación y el honor de nombrarle Caballero de la Rosa, un privilegio que exhibía con tal donaire, que el emblema había pasado a formar parte de su apelativo. De todos modos, el semielfo recordó que su esposa, al enjuiciar al entonces capitán, le describió con los adjetivos «desenfadado, casual, incluso en sus aciertos, y poco fiable». («Siempre tuve la impresión —fueron sus palabras textuales— de que participaba en la contienda porque no se le había presentado una actividad más interesante.»)
Al evocar tales apreciaciones y percibir el tono del joven, jovial y revelador de un singular distanciamiento respecto a la grave situación, Tanis se hundió en el desánimo.
—No ha habido «altercado» —negó de forma abrupta, poniendo un énfasis especial al repetir el inadecuado término que había empleado su interlocutor.
Una expresión de esperanza y de alivio, rayana en lo cómico, iluminó el rostro de Amothus, y el semielfo estuvo tentado de reírse. Se contuvo a tiempo, temeroso de caer en la histeria, y atendió al caballero, que le consultaba sin salir de su pasmo:
—¿No hay confrontación? ¿Acaso el adversario no ha hecho acto de presencia?
—Desde luego que sí —le corrigió el narrador—. Ha acudido a su cita, aunque de un modo harto peculiar. Vino, pasó entre nosotros y se fue sin rozarnos siquiera.
—No comprendo —confesó el Señor de la ciudad.
—No viajaba por tierra, sino a bordo de una ciudadela flotante —le ilustró Tanis.
—¡En nombre del Abismo! —renegó Markham, el de la Rosa, y ribeteó su exclamación con un silbido. Estuvo pensativo unos instantes, durante los cuales se alisó el elegante atuendo de montar—. No han atacado la Torre —recapituló al fin—, y vuelan por encima de las montañas, lo que significa que…
—Planean arrojar todo su contingente de tropas sobre Palanthas —concluyó Tanis.
—Continúo en la oscuridad —insistió Amothus, tan elocuentes sus desencajadas facciones que no precisaba explicarse—. ¿Por qué no les detuvieron los nuestros?
—En nuestras actuales condiciones, habría sido vana toda intentona —se anticipó el comandante, pese a su ostensible desgana, al testigo de la escena—. No existe otro medio para asaltar con éxito esos castillos aéreos que enviar una escuadra de Dragones.
—Según se especifica en el tratado de rendición firmado después de la guerra —completó Tanis el discurso del caballero—, los reptiles benévolos no atacarán a menos que se les provoque. Además, en la Torre del Sumo Sacerdote sólo hay un destacamento de animales broncíneos, un número irrisorio contra una ciudadela sin el refuerzo de batallones áureos y plateados.
Arrellanándose desidioso en su silla, Markham barruntó.
—Hay algunos grupos en la zona —aseguró—, que alzarán el vuelo en cuanto se divise a los perversos pero no basta. Quizá deberíamos mandar emisarios en busca de…
—La ciudadela no es el peor peligro que nos acecha —le atajó el semielfo, mientras, entornando los párpados, trataba de zafarse de las vertiginosas evoluciones de la sala.
«¿Qué me pasa? Me hago viejo —se contestó él mismo—, demasiado para tantos avatares.»
—¿Cómo?
Amothus le instó a seguir, al borde del colapso ante este nuevo golpe, pero, fiel a su estirpe aristocrática, obstinado en no ceder a un vejatorio vahído.
—Todos los indicios señalan que Soth acompaña a Kitiara en esta expedición —fue la escueta, terrible respuesta.
—¡Un Caballero de la Muerte! —murmuró Markham en lugar del máximo mandatario de la ciudad, que había quedado sin habla.
El inconsciente joven sonrió al reparar en Amothus. Tan pálido estaba el augusto noble, que Charles, que acababa de entrar cargado de platos humeantes, los dejó a toda prisa en el suelo y corrió junto a su amo.
—Gracias por socorrerme —titubeó éste con una voz sobrenatural, que se diría surgida de ultratumba—. Quizá un sorbo de coñac.
—Un litro sería más apropiado —bromeó el representante de la Orden de la Rosa, apurando el contenido de su copa—. En el fondo, ante el acoso de un espectro de esa índole, estar sobrio resulta perjudicial. La embriaguez incita a la chanza, a las alucinaciones, nos transporta a un mundo donde hasta una legión de fantasmas se nos antoja un grato espectáculo.
—Señores, haced una pausa y alimentaos —ordenó Charles a las tres autoridades, con esa superioridad doméstica de la que se revisten los criados de toda la vida.
Ofreció el elixir a Amothus, y una sombra de color tiñó sus blanquecinos pómulos. Tanis, por su parte, se dio cuenta de que estaba hambriento. Así que no protestó cuando el servidor, en medio del ajetreo que caracteriza a la persona diligente, trasladó una mesa y distribuyó vajilla y fuentes.
—¿Alguien podría ponerme al corriente, darme detalles sobre ese ente de las tinieblas? —solicitó el anfitrión, ya algo repuesto, a la vez que desplegaba la servilleta en su regazo—. He oído historias, pues un ancestro mío por línea directa asistió al juicio al que Soth fue sometido en Palanthas. Ya muerto, si no me equivoco, fue él quien raptó a Laurana.
Calló para consultar con la mirada al esposo de la Princesa, pero éste se mostró taciturno y no despegó los labios.
—Sea como fuere —desistió el inquisitivo dignatario—, aunque sea capaz de horrendas fechorías ¿qué daño puede infligirle a una urbe?
Perduró el silencio, aunque fue lo bastante expresivo como para obviar los discursos. El noble espió de hito en hito al exhausto semielfo y al joven caballero, que sonreía con actitud, mientras, metódico, insertaba el cuchillo en los calados de los motivos florales que manos primorosas bordaran en el mantel. Se hizo la luz en su mente.