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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (48 page)

Su madre le dio una palmadita en el brazo.

—¡Vaya si te ayudaron, cielo! Si no, no estarías aquí. Por cierto, ahora que mencionas al muchacho brasileño: han llegado cuatro mensajes suyos más mientras dormías. En todos se deshace en disculpas y pregunta si puede verte para pedirte perdón en persona.

Aquello la hizo sonreír al fin.

—Claro que puede —contestó—. Aunque, de momento, mejor que no. Y ahora, ¿qué hay para desayunar?

* * *

Si para la mayor parte de la humanidad, aquellas repeticiones sin sentido de la nómina alienígena constituían un despilfarro terrible de tiempo e instalaciones de comunicación, no puede decirse que todos los que la conformaban opinaran lo mismo. El reducido colectivo de los adeptos a Satanás había quedado convencido, tras ver las imágenes que representaban a los archivados antes de su almacenamiento electrónico, de que aquel humanoide de pelaje erizado era, sin lugar a dudas, el mismísimo diablo. Y aunque entre los espectadores había varios millones que habían sentido lo mismo, ellos lo tuvieron por motivo de celebración, pues el señor de los infiernos merecía ser adorado, no abominado. Así lo revelaban las Escrituras a quien estuviese dispuesto a interpretarlas cabalmente, por cuanto Luzbel había sido expulsado del Cielo a causa de la difamación de ángeles rivales.

—¡Él no es nuestro enemigo —proclamaba extático uno de sus prelados—, sino nuestro rey!

Lo que quisiese creer la escuálida plantilla de dicha Iglesia, cuyos integrantes se concentraban, sobre todo, en el sudoeste de Estados Unidos, no habría supuesto preocupación alguna para el resto de la especie humana de no haber sido por dos factores. El primero era aquel inquietante comentario relativo a la «esterilización» de la Tierra. Tal cosa implicaba que aquellos engendros extraterrestres tenían el poder de aniquilar a la especie humana en caso de desearlo, y algo así no resultaba fácil de olvidar. Por otro lado, los fieles de Lucifer dejaron de ser un puñado de chiflados, pues hasta el menos cuerdo de los humanos sabía reconocer una oportunidad cuando ésta llamaba a su puerta, y ellos no dudaron en aprovecharla. En consecuencia, todo el que poseía un puesto que estuviese por encima del encargado de limpiar los bancos de sus templos corrió a presentarse en el primer programa de entrevistas que se mostrara dispuesto a invitarlo, con la esperanza de que el planeta estuviese plagado de chalados como ellos que no se hubieran prestado hasta el momento a rendir culto a Satán por no haber logrado convencerse de su existencia real. En tal caso, confiaban en que la visión de aquellos archivados de aspecto demoníaco acabaría por persuadirlos de lo contrario.

Y no se equivocaban: en cuanto apareció tres veces en las pantallas la imagen de aquellas monstruosas criaturas, había ya casi cien mil nuevos conversos suplicando que les permitiesen acceder a los sacramentos del diablo. Llegada la primera reposición, la Iglesia de Satán contaba ya por millones sus adeptos, e incluso tenía que pugnar con dos congregaciones rivales, o lo que es igual, heréticas. También prosperaron otras sectas y pseudorreligiones, aunque ninguna tanto como la de los adoradores del demonio.

Huelga decir que todos ellos estaban majaretas.

—O peor —dijo Ranjit a Gamini Bandara cuando éste lo llamó—. ¿Por qué te preocupas?

—Porque cualquier loco puede apretar un gatillo, Ranj. ¿O es que no ha recibido Natasha amenazas de muerte?

Su amigo reflexionó un momento antes de responder. Su hija había hecho mucho hincapié en la importancia de que no se lo revelaran a nadie, y aun así…

—Sí —reconoció—. Pero son estupideces, y ella no se las ha tomado en serio.

—Pues yo sí —le hizo saber Gamini—, y mi padre también. Ha dado orden de custodiar vuestra casa las veinticuatro horas y de acompañar a cualquiera de vosotros que salga de ella.

Ranjit meneó la cabeza.

—No creo que sea necesario… —comenzó a decir.

—Lo que tú creas es lo de menos —respondió el otro en tono jovial—. El presidente es mi padre, y es él quien manda. De todos modos, si no fuesen los nacionales, serían otros. Tu colega Joris Vorhulst también está amenazado, y ya le han asignado un puñado de agentes armados para que lo acompañen en las instalaciones del Skyhook. Se está planteando hacer que las fuerzas de seguridad del ascensor espacial protejan a todo aquel que tenga algo que ver con el proyecto, y eso te incluye a ti.

Ranjit abrió la boca para protestar, no tanto por ser incapaz de soportar la idea de verse vigilado a todas horas como por imaginarse cuál iba a ser la reacción de Natasha; pero Gamini no le dio la oportunidad.

—Ya ves, Ranj —concluyó con aire de sensatez—, no tienes escapatoria; así que ¿para qué vas a resistirte? Además, puede ser que os salven la vida.

Su interlocutor suspiró.

—¿Cuánto tiempo vamos a estar así? —preguntó.

—¡Uf! Por lo menos hasta que lleguen los unoimedios esos —respondió Gamini en tono pensativo—. Después, ¿quién sabe?

Ranjit tuvo que admitir para sí que la pregunta era por demás acertada. Con todo, aún quedaba pendiente otra cuestión: la de cómo comunicar la noticia a Myra y a Natasha.

No tardó en presentarse una oportunidad propicia para ello. Tras despedirse de Gamini, buscó al resto de la familia y lo encontró en el porche trasero, a oscuras, estudiando con los binoculares la constelación que contenía buena parte de la nebulosa de Oort. Tras dar los gemelos a Natasha, Myra anunció a su marido.

—Se están acercando. Tashy, déjaselos.

Ella obedeció, y a Ranjit no le costó dar con el brillante roción de luz procedente, según los expertos, de los cohetes de desaceleración de la flota de los unoimedios. No era la primera vez que los veía, pues aun antes de que se anunciara que aquellos seres tenían la intención de instalarse en la Tierra, los telescopios gigantes de todo el planeta habían proporcionado imágenes mucho más relucientes y detalladas a los noticiarios de todo el mundo. Pero en aquella ocasión se estaban acercando.

Bajó los prismáticos y se aclaró la garganta.

—El que ha llamado era Gamini —apuntó, y a continuación les participó el contenido de la conversación.

Sin embargo, si había dado por supuesto que su hija se opondría de lleno a que interfirieran de aquel modo en su vida, se equivocaba de medio a medio; lo único que dijo ella tras escucharlo con paciencia fue:

—Los agentes van a protegernos de esos satánicos chiflados, ¿no? De acuerdo, pero —añadió mientras abarcaba con un gesto los tenues dibujos que trazaban las estrellas en el firmamento— ¿quién va a protegernos de ellos?

Eso era lo que se estaba preguntando toda la especie humana, y también lo que estaba tratando de averiguar de boca de los invasores mismos, pues la mitad de las personalidades de más relieve del mundo había comenzado a formular, por medio de micrófonos y en dirección a aquellas naves, que no dejaban de aproximarse, numerosos interrogantes relativos a las intenciones que albergaban, los motivos que los habían llevado a viajar a la Tierra… Muchas, muchas preguntas, expresadas en una multitud de lenguas por un grupo nutridísimo de gentes de toda entidad.

Todas quedaron sin responder, y a la especie humana no le resultó fácil afrontar semejante realidad. En todo el planeta Tierra, en los túneles de lava de la Luna, en la órbita terrestre baja y en todos los lugares en los que había llegado a establecerse el hombre se hacía evidente la tensión que estaba provocando lo que estaba por venir. También los Subramanian se vieron afectados por esta incertidumbre. Myra había vuelto a morderse las uñas, cosa que creía superada desde los albores de la adolescencia, y Ranjit pasaba horas conversando por teléfono con casi todos los personajes importantes que conocía (lo que equivalía a un número nada desdeñable de gente), con la esperanza de que alguno de ellos pudiese compartir con él alguna idea que aún no se le hubiera pasado por la cabeza. No se dio el caso. Entre tanto, Natasha se había obsesionado con tratar de enseñar a leer en portugués al pequeño Robert. Entonces, una mañana, mientras desayunaban juntos, oyeron un vocerío repentino en el exterior, y cuando Ranjit abrió la puerta se topó con cuatro de los vigilantes que, pistola en mano, apuntaban a una docena de desconocidos. En realidad, no todos lo eran. La mayoría estaba constituida por jóvenes ceñudos que mantenían las manos en alto; pero en el centro de ellos se hallaba alguien a quien no le costó reconocer pese a que había envejecido desde la última vez que se habían visto.

—¡Coronel Bledsoe! ¿Qué está usted haciendo aquí?

* * *

La situación requirió ciertas negociaciones. Al teniente coronel (en la reserva) Orion Bledsoe se le permitió entrar en la casa, aunque sólo si consentía en tener al lado en todo momento al capitán de los guardaespaldas con el arma desenfundada. Su propia escolta hubo de permanecer en el exterior, sentados en el suelo con las manos en la cabeza, en tanto el resto del destacamento ceilanés se ocupaba de garantizar que se mantenían en esta postura.

Podría pensarse que Bledsoe debía de sentirse en desventaja dadas las circunstancias; pero no.

—Gracias por dejarme entrar y hablar con usted —dijo—. No quería tener que ordenar a mis muchachos que se encargaran de sus custodios.

Ranjit, sin saber bien si considerar divertido o enojoso el comentario, optó por no perderse en ambages.

—¿Y de qué quiere que hablemos? —preguntó.

El recién llegado inclinó la cabeza.

—Bien, mejor no perder ni un instante. Estoy aquí en representación del presidente de Estados Unidos, quien ha resuelto que la especie humana no puede permitirse dejar que esos asesinos alienígenas lleguen a la Tierra.

Ranjit quiso preguntar cómo se había propuesto evitar tal cosa el presidente de Estados Unidos; pero su esposa se le adelantó.

—¿Y qué le hace pensar que puede hablar en nombre de toda la humanidad? —inquirió Myra—. ¿Es que Rusia y China, por poner dos ejemplos, no tienen nada que decir al respecto?

Ranjit no pudo por menos de sorprenderse al comprobar que la pregunta no cogió desprevenido a Bledsoe.

—Está usted anclada en el pasado, señora Subramanian. Actúa como si aún existiesen los tres grandes, cuando ya no es así. Rusia y China no son más que tigres de papel: puede que den miedo, pero ya no son capaces de hacer daño a nadie. ¿Para qué vamos a tenerlos en cuenta?

A continuación reveló, en tono desdeñoso, que las dos naciones estaban tratando de resolver numerosos problemas internos que hacían lo posible por mantener en secreto.

—A la República Popular de China —disertó— se le están escapando las riendas de la provincia de Jilin, que van a acabar, de un momento a otro, en manos del movimiento Falun Gong, y eso es algo que no pueden permitirse. Posiblemente no hayan oído hablar nunca de esa región, ¿verdad? Sin embargo, de allí obtiene el Gobierno chino no sólo buena parte de su grano, sino también de sus automóviles y sus vagones de tren. ¿Se han dado cuenta? ¡Agricultura e industria! Y Falun Gong no deja de extenderse más allá de la frontera de Mongolia Interior.

Meneó la cabeza con un gesto que habría sido compasivo de no ser por la sonrisa de satisfacción que se hacía evidente en la comisura de sus labios.

—Y ¿qué decir de los rusos? —prosiguió—. Su situación es menos envidiable aún. Chechenia es una llaga que aún no ha cicatrizado. En ella hay musulmanes, y a ella están acudiendo en bandada, desde el último rincón del mundo, todos los partidarios de la guerra santa que siguen empeñados en matar herejes con la intención de empuñar una arma. Y por allí corren algunos de los oleoductos más importantes de Rusia. Si Chechenia se desmanda, no van a faltar regiones dispuestas a seguir su ejemplo.

—Se diría que se alegra —señaló Myra.

Bledsoe apretó los labios.

—En realidad, no. ¿Qué me importan a mí los quebraderos de cabeza que puedan tener los chinitos y los rusos? Pero es verdad que facilita mucho las cosas cuando hay que entrar en acción y el presidente no quiere tener que preocuparse de llevarlos a bordo. Y aquí es donde entran usted y los suyos, señor Subramanian: el presidente tiene un plan, y usted forma parte de él.

Si la actitud de Ranjit y su familia respecto de aquella visita a quien nadie había invitado no había pasado de tibia en ningún momento, en aquel instante se enfrió como hielo quebradizo del Antártico.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó el anfitrión en un tono que hacía pensar que, fuera cual fuese la propuesta, iba a ser difícil que no la rechazase.

—Muy sencillo —respondió Bledsoe—: quiero que su hija, Natasha, comparezca ante las cámaras para asegurar que, siendo prisionera de los alienígenas, la informaron de que «esterilizar» la Tierra quería decir matar a todos los seres humanos a fin de que los de su especie pudieran apoderarse de ella.

Natasha intervino de inmediato.

—¡Pero si no ha ocurrido nada de eso, señor Bledsoe! Yo no recuerdo haber estado encarcelada.

Su padre alzó una mano.

—Cariño —le comunicó—, él ya sabe que es mentira. Y dígame, señor Bledsoe, ¿por qué quieren fomentar el odio a esas criaturas?

—Porque, más tarde o más temprano, vamos a tener que exterminarlas. ¿Qué más motivos quiere? Por supuesto, vamos a dejar que aterricen, y luego usted, señor Subramanian, saldrá en todas las pantallas diciendo que su hija le ha confiado una serie de cosas que, en su opinión, debería saber todo el mundo. Entonces aparecerá Natasha y contará su historia.

Daba la impresión de estar encantado con semejante idea.

—Y luego, ¿qué? —exigió saber Ranjit.

El antiguo militar se encogió de hombros.

—Los borramos del mapa. Primero los atacamos con el Trueno Callado para evitar cualquier reacción, y después caemos sobre ellos con todas las fuerzas aéreas estadounidenses y todas las bombas y cohetes que puedan transportar. También lanzaremos misiles balísticos intercontinentales, con cabezas nucleares y todo. Le puedo garantizar que, cuando acabemos, no quedará de ellos un solo pedazo mayor que la punta del dedo meñique.

Myra dejó escapar un bufido, aunque fue su esposo quien habló.

—Bledsoe —le dijo—, está usted como una cabra. ¿Qué cree, que esa gente no tiene sus propias armas? Lo único que va a lograr es hacer que maten a unos cuantos miles de aviadores, además de enfurecer a los alienígenas.

—Se equivoca por partida doble —contestó el otro en tono de desprecio—. Todos los aviones que van a emplearse se manejan a distancia: los tripulantes estarán en tierra, sanos y salvos. En cuanto a que esas cosas puedan montar en cólera, ¿sabe lo que decimos en Estados Unidos, Subramanian? Si no eres libre, ¿para qué vives? ¿Es que no cree usted en eso?

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