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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (12 page)

Al no saber qué responder a ello, el joven tuvo la sensatez de permanecer callado.

—El caso —prosiguió su padre— es que te he echado mucho en falta, Ranjit. ¿Sabrás perdonarme?

Él no tuvo que pensar la respuesta.

—Te quiero, papá —dijo al punto—. No hay nada que perdonar: entiendo que tuvieses que actuar así.

—En ese caso, ¿vas a venir a Trinco a pasar las vacaciones de verano?

Ranjit le aseguró que estaba deseándolo, aunque comenzaba a sentirse incómodo por el cariz delicado que estaba tomando la conversación. Por consiguiente, no pudo por menos de alegrarse al recordar una duda que su padre tal vez podía despejar:

—Papá, han detenido en Colombo a un hombre de Trinco, un tal Kirthis Kanakaratnam, y tengo la sensación de conocerlo de algo. ¿Sabes quién es?

Ganesh Subramanian dejó escapar un hondo suspiro, si bien su hijo fue incapaz de determinar si le había resultado alarmante la pregunta o era simplemente que, como a él, lo aliviaba el haber cambiado de asunto.

—Claro que sí. ¿No te acuerdas de Kirthis, Ranjit? El inquilino aquel que tenía tantos hijos pequeños, y una mujer algo delicada de salud… Normalmente trabajaba de conductor de autobús para uno de los hoteles de la playa, y su padre hacía chapuzas en el templo antes de morir…

—¡Ya me acuerdo!

No mentía: era un hombre menudo y tan oscuro de piel como él mismo, y había ocupado, junto con toda su familia, la casa diminuta que había en uno de los confines de la propiedad de Ganesh Subramanian: un edificio en el que el más optimista no habría podido contar más de tres habitaciones en total (para dos adultos y cuatro renacuajos) ni dar con instalación alguna de fontanería. A su memoria acudió con claridad la imagen de la madre lavando la ropa de los hijos en un barreño metálico gigantesco con aire abatido… y la de las criaturas que gimoteaban a su alrededor, ensuciándose y ensuciando cuanto llevaban puesto.

Después de colgar, Ranjit se preparó para irse a dormir, reconciliado al fin con el mundo. Todo parecía ir a pedir de boca: había hecho las paces con su padre; iba a ver a Gamini, aunque fuese brevemente, y además, había resuelto el misterio de la identidad de aquel tal Kirthis Kanakaratnam, de quien jamás iba a tener que preocuparse en el futuro. O al menos, eso pensaba.

* * *

La de estadística no era una asignatura tan aburrida como él había temido, aunque había que admitir que tampoco era muy divertida. Mucho antes de entrar en clase, ya sabía bastante bien cuál era la diferencia entre
promedio, mediana
y
moda
, y conocía la definición de
desviación típica.
Además, no tardó mucho en aprender a dibujar toda suerte de histogramas a petición de la profesora, quien, sorprendentemente, resultó tener cierto sentido del humor. De hecho, cuando no estaba exponiendo al alumnado lo que eran un diagrama de tallo y hojas o cualquier otro modo de representación estadística, podía llegar a ser (en ocasiones, eso sí) casi tan amena como el mismísimo Joris Vorhulst.

No; mejor pensado, no. Eso era decir demasiado, pues pese a ser una persona bastante agradable, no disponía en sus clases de material alguno que pudiera compararse con el de Astronomía 101. Para llegar a semejante conclusión, sólo tenía que pensar en el ascensor espacial y las maravillas relacionadas con él.

* * *

Y tan fantástico artilugio era sólo una de las posibilidades. En cierta ocasión, uno de los alumnos quiso saber si no sería más recomendable algo semejante al acelerador de Lofstrom. Éste hacía innecesario el requisito de poner en órbita un satélite gigantesco, por cuanto quedaba instalado sobre la faz de la Tierra, desde donde lanzaba al cielo las cápsulas espaciales.

No obstante, el doctor Vorhulst puso coto a las conjeturas de sus alumnos.

—¿Y la fricción? No lo olvidéis. Tened presente lo que supuso para un buen número de las naves espaciales primitivas el hecho de volver a entrar en la atmósfera terrestre. De emplear un acelerador de Lofstrom, sería necesario hacer que la cápsula alcanzase la velocidad de escape de once kilómetros por segundo de la que hablamos el otro día antes de soltarla, y la fricción del aire la calcinaría.

Se detuvo y dejó vagar la mirada por entre los alumnos, con la expresión amable de siempre, aunque con cierto brillo que hizo a Ranjit esperar la llegada de una nueva sorpresa.

—En fin —añadió en tono sociable—; ¿ha pensado alguno de los aspirantes a astronauta qué clase de propulsión va a llevar su nave?

Ranjit no había pensado en nada más complejo que la combinación clásica de combustible y oxidante, y sin embargo, prefirió mantener la boca cerrada, sabedor, por el simple hecho de haber sido él mismo quien había planteado la pregunta, de que el profesor ya tenía la respuesta en la cabeza. Su compañero, pese a ser también consciente de esto, reaccionó de un modo distinto.

—No está usted pensando —dijo alzando la mano— en un cohete químico, ¿verdad, señor Vorhulst? ¿De qué se trata, entonces?; ¿de uno impelido por energía nuclear, tal vez?

—Buen intento —respondió el profesor—, aunque no creo que ésa sea la mejor opción. Al menos, lo que tengo en la mente no es el género de energía nuclear que tú te imaginas. Ya sé que hay quien ha diseñado cohetes impulsados por bombas atómicas destinadas a estallar en sucesión, y podemos hablar de ellos, si quieres; pero creo que para ir de la órbita terrestre baja a Marte existen dos posibilidades mucho mejores. Las dos son idóneas para emplearlas con alguna clase de ascensor espacial que las lleve hasta la OTB, ya que ambas son demasiado débiles para propulsar nada de la superficie de la Tierra al espacio. Una de ellas es la vela solar, y la otra, el cohete eléctrico.

* * *

Diez minutos más tarde, el doctor Vorhulst había aducido motivos tan convincentes como sucintos para evitar el uso de explosiones nucleares a fin de impeler un cohete. Por un lado, tal cosa hacía necesario instalar complejos sistemas destinados a proteger a los astronautas de tan terribles radiaciones, y por el otro, ¿qué sentido tenía lanzar al espacio varios centenares de bombas atómicas? Por su parte, las velas solares, a las que había que reconocer numerosas ventajas, resultaban lentas en extremo y no muy manejables. Sin embargo, el cohete eléctrico, pese a tardar también en cobrar velocidad, no requería almacenamiento de energía ni provocaba consecuencias no deseadas. ¿De dónde provenía la electricidad? Vorhulst admitió que era posible construir a bordo una central nuclear, aunque no resultaba más complicado obtenerla directamente del Sol; del Sol tal como se ve en el espacio, en donde no existen las noches ni los nublados que le impidan mostrar siempre todo su esplendor.

—¿Y qué hacer con toda esa energía? Pues emplearla para ionizar un fluido o un gas como, por ejemplo, el xenón. Al arder, saldría impelido por las toberas de nuestro cohete a una velocidad altísima, y… ¡allá vamos!

Se detuvo para tomar aliento.

—Sí —reconoció—: ya sé que un cohete eléctrico no iba a ser muy rápido en tomar velocidad.

Sin embargo, sí podría incrementar dicha aceleración tanto como se deseara, y aumentar a cada paso su marcha. Cuanto mayor fuese aquélla, más notable sería ésta. La tripulación podría ir acelerando hasta alcanzar la mitad del trayecto, y a continuación, dar media vuelta e ir desacelerando hasta llegar al planeta de destino. ¿Alguien se había percatado de lo que comportaba tal cosa?

El profesor dejó unos instantes para que reflexionasen, pero nadie dio con la respuesta.

—Significa —les reveló— que cuanto más prolongado sea el viaje, tanto mayor será la velocidad que alcance la nave. No tiene sentido emplear un cohete eléctrico para llegar a la Luna: el trayecto es muy corto, y no da lugar a tomar aceleración; pero para Marte resulta ideal. Y para planetas más alejados del Sol… pongamos Urano o Neptuno… ¡no íbamos a tardar mucho más en hacer el viaje! Si, además, queremos llegar a una región remota de verdad, como la nebulosa de Oort, ¡la aceleración sería tal que convertiría en factible un recorrido tan monstruoso!

Entonces guardó silencio con una sonrisa.

—En fin —prosiguió—; no quiero presentaros el cohete eléctrico como algo perfecto, porque lo cierto es que tiene un fallo importante: que no disponemos de ninguno. —Haciendo caso omiso del rumor provocado por los gruñidos de decepción, añadió—: La teoría es válida, claro; pero nadie ha llegado a construir uno, porque jamás va a funcionar si tiene que partir de la superficie de la Tierra: necesita algo que lo eleve hasta la órbita terrestre baja antes de poder ponerse a menear el palmito. Algo como el ascensor espacial de Artsutanov, que como ya sabéis, aún no ha llegado a hacerse realidad.

A continuación, con gesto triste, aunque sin dejar de sonreír, les prometió:

—Algún día lo tendremos, y cuando llegue ese día, vamos a poder contar con tropecientos mil cohetes eléctricos. Apostaría lo que fuese a que más de uno de vosotros los usará para viajar a toda clase de lugares extraños y maravillosos. Pero ahora, no; porque en el presente no existen.

Bastaba detenerse a pensar en ello para reparar en que era cierto, cuando menos en lo que respectaba a la escasa cantidad de espacio más cercano a la Tierra. Aun así, no iba a ser necesario esperar mucho tiempo.

* * *

De hecho, a cierta distancia de allí había ciento cincuenta y cuatro de esos cohetes eléctricos que ya habían puesto rumbo directo a la Tierra, y quienes los ocupaban no los tenían, en absoluto, por aparatos poco comunes.

Pertenecían a la raza de los unoimedios, y llevaban muchísimas generaciones viajando de astro en astro a bordo de naves como aquéllas, siempre con el mismo cometido. Y todo ello porque los suyos ocupaban un lugar especial entre las especies racionales subordinadas a los grandes de la galaxia, quienes los empleaban como sus sicarios.

A simple vista quizá no parecían ofrecer el aspecto más idóneo para tal menester, pues sin su armadura y sus prótesis no eran mucho mayores que un gato terrestre. Cierto es que no eran muchas las posibilidades de verlos de esta guisa; pero también que los ingenios protectores que les eran indispensables apenas abultaban como la mitad del porte de su propio cuerpo (circunstancia que los había hecho merecedores, precisamente, del nombre de
unoimedios)
, y que sin ellos no podían vivir. Algunos de aquellos dispositivos protegían al frágil ser orgánico que los ocupaba contra la radiación de los residuos ionizadores de las centrales atómicas que poseían o de las numerosas guerras nucleares en las que llevaban participando desde antiguo, o aun contra los rayos ultravioleta de intensidad letal que procedían de su estrella y para los que ya no contaban con la defensa que había supuesto, en otro tiempo, la capa de ozono de su planeta, desaparecida de resultas de sus actividades pasadas. Algunos de los procesadores químicos que poseían eliminaban sustancias tóxicas del aire que respiraban y de los alimentos y el agua que ingerían; otros evitaban, sin más, que enloqueciesen por el fragor insoportable que inundaba cada palmo de su mundo (y que hacía necesario el uso de absorbentes acústicos combinados con anuladores de frecuencia), y otros atenuaban los exasperantes centelleos y llamaradas propios de su industria.

En el planeta de los unoimedios había unos cuantos lugares aislados en los que el hecho de estar desnudo no suponía un peligro para su supervivencia, y no eran otros que las salas de cría y de parto, así como cierta variedad de sitios en los que se llevaban a término operaciones quirúrgicas y sanitarias en general. Estas áreas no eran numerosas: tantas eran las cosas contra las que había que protegerse en aquel mundo devastado, tantas las que neutralizar o prevenir, que resultaban muy caras.

Así las cosas, cabría preguntarse por qué una especie que tan avanzada estaba en el ámbito tecnológico no había optado por construirse una flota de vehículos espaciales que le permitiera comenzar una vida nueva en algún planeta bien conservado de cualquier otro rincón del espacio. Y lo cierto es que sus integrantes ya lo habían hecho en una ocasión; pero el proyecto no había dado los frutos deseados. Si bien es cierto que habían inventado y construido las naves necesarias, y que habían dado con un astro que gozaba de unas condiciones lo bastante benignas para instalarse en él, todo se malogró, sin embargo, cuando intervinieron los grandes de la galaxia, hasta tal grado que, pese a haber transcurrido muchos miles de años desde entonces, los unoimedios no se habían propuesto jamás volver a intentarlo.

CAPÍTULO VIII

El verano

A
unque, en general, el año académico había sido un verdadero chasco, el verano comenzó muy bien para Ranjit Subramanian, tal como manifestaron, por ejemplo, sus calificaciones. Cuando se publicaron, no lo sorprendió el suficiente de cortesía que había obtenido en filosofía (poco importaban los resultados de psicología, puesto que había abandonado la asignatura por causa del aburrimiento), ni tampoco pudo maravillarse, aunque sí complacerse, ante el sobresaliente de astronomía. Sin embargo, el de estadística sí que había sido un completo misterio, sólo comprensible, según sus conjeturas, como fruto de las lecturas complementarias de nivel superior a las que se había entregado cuando decidió que no iba a ser capaz de soportar un solo diagrama de caja o histograma de densidad más. La biblioteca lo había salvado del hastío merced a los textos avanzados sobre materias tales como los métodos estocásticos o el análisis bayesiano.

Lo malo del final del curso era, claro está, que con él acababan también las clases de Astronomía 101. Al menos, eso sí, quedaba el colofón de la fiesta del profesor Vorhulst. Mientras se dirigía a pie de la parada en que lo había dejado el autobús a la dirección que figuraba en la invitación, comenzó a pensárselo dos veces. En primer lugar, aquél era un barrio refinado y, por lo tanto, desconocido para él, pues Gamini y él lo habían evitado durante las excursiones que habían llevado a cabo en los diversos sectores de la ciudad (siendo así que la familia de su amigo vivía también en el vecindario). Y además, la casa del profesor no sólo tenía unas dimensiones mucho mayores de las necesarias para una vivienda unifamiliar, sino que estaba rodeada de solanas por entero innecesarias y erigida en medio de un jardín cuidado con pulcritud exquisita.

Ranjit se llenó los pulmones de aire antes de abrir la verja de entrada y subir los pocos escalones que precedían a la terraza. Una vez en el interior, lo primero que notó fue el frescor que producían los ventiladores de techo, y que tan de agradecer resultaba dado el calor de Colombo. Aún más grato fue ver a Joris Vorhulst, de pie junto a una mujer de dimensiones casi tan descomunales y ostentosas como el edificio en que habitaban ambos. El profesor lo recibió con una inclinación de cabeza acompañada por un guiño.

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