El último argumento de los reyes (10 page)

—Guárdalo por ahora. Ha surgido una complicación inesperada —dijo Bayaz.

—¿Una complicación? —Sulfur volvió a meter el libro en su bolsa con cierto alivio.

—Lo que buscábamos... no estaba allí.

—Entonces...

—En lo que respecta a los demás planes, nada ha cambiado.

—Por supuesto —Sulfur volvió a bajar la cabeza—. Lord Isher ya debe estar de camino.

—Muy bien.

Bayaz miró a Ferro, como si acabara de acordarse de que seguía estando allí.

—¿Te importaría dejarnos solos en la habitación un momento? Va a llegar una visita y tengo que atenderla.

A ella le alegró poder salir de la habitación, pero se tomó su tiempo, aunque sólo fuera porque Bayaz quería que se fuera enseguida. Descruzó los brazos, se puso en pie y se estiró. Luego se dirigió a la puerta por el camino más largo, arañando con los zapatos el suelo y produciendo un desagradable ruido que se extendió por toda la habitación. Durante el corto trayecto se paró para examinar un retrato, para mover un poco una silla, para pasar la mano por una manchita, nada de lo cual le interesaba en lo más mínimo. Mientras tanto, Quai la observaba, Bayaz fruncía el ceño y Sulfur la sonreía con un gesto de complicidad. Al llegar a la puerta se detuvo.

—¿Ahora mismo?

—Sí, ahora mismo —le espetó Bayaz.

Ferro se dio la vuelta y echó otro vistazo a la habitación.

—Maldito Mago —soltó, y de inmediato se deslizó fuera.

En la habitación contigua estuvo a punto de chocar con un pálido viejo y muy alto. Llevaba una gruesa toga, a pesar del calor, y una reluciente cadena montada sobre los hombros. Detrás de él apareció un hombre fornido, de gesto adusto y vigilante. Un guardaespaldas. A Ferro no le gustó nada la pinta del viejo, que al verla alzó la barbilla y la miró como si fuera un perro.

Como si fuera una esclava.

—Chisss...—siseó cuando pasó por su lado.

Él refunfuñó algo y el guardaespaldas la miró con cara de pocos amigos. Ferro no hizo caso. Las caras de pocos amigos no significaban nada. Si lo que quería era un rodillazo en la cara, que se atreviera a tocarla. Pero no lo hizo. Los dos entraron en la habitación.

—¡Ah, Lord Isher! —oyó decir a Bayaz antes de que se cerrara la puerta—. Me congratula que haya podido acudir con tanta prontitud.

—He venido enseguida. Mi abuelo decía siempre que...

—Su abuelo era un hombre sabio y un buen amigo. Si me lo permite, me gustaría comentar con usted la situación del Consejo Abierto. ¿Le apetece una taza de té?

Honestidad

Jezal estaba tumbado en la cama con las manos detrás de la cabeza y las sábanas alrededor de la cintura. Contempló a Ardee, que estaba mirando por la ventana, con los codos en el alféizar y la barbilla entre las manos. Agradeció al destino que a un sastre militar, largo tiempo olvidado, se le hubiera ocurrido proveer a los miembros de la Guardia Real de una chaqueta con la cintura alta. Le dio las gracias con profunda y sincera gratitud, porque la chaqueta era lo único que ella llevaba puesto.

Era increíble cómo habían cambiado las cosas entre ellos desde aquel amargo y desconcertante encuentro. Hacía una semana que no pasaban una noche separados y durante esa semana la sonrisa no se había borrado de su cara. De vez en cuando, claro, un sorprendente y horrible recuerdo brotaba de forma espontánea, como un cadáver hinchado que emergiera del fondo de un estanque cuando uno está merendando a la orilla. Era el recuerdo de Ardee mordiéndole y pegándole, llorando y gritándole a la cara. Pero cuando eso ocurría se forzaba a sonreír, y al verla a ella sonriéndole a su vez, pronto podía ahogar de nuevo esos pensamientos, al menos por el momento. Luego se enorgullecía de ser lo bastante hombre para hacerlo y para concederle a ella el beneficio de la duda.

—Ardee —dijo volviéndose hacia ella.

—¿Mmmm?

—Vuelve a la cama.

—¿Por qué?

—Porque te quiero —era curioso que cada vez le resultara más fácil decírselo.

Ella suspiró aburrida.

—Eso dices todo el rato.

—Porque es verdad.

Se dio la vuelta, dejando atrás las manos agarradas al alféizar, y su cuerpo quedó enmarcado a contraluz en la ventana.

—¿Y qué significa eso exactamente? ¿Que llevas una semana follándome y todavía no te basta?

—No creo que me baste nunca.

—Pues...

Se apartó de la ventana y dio unos pasos hacia él.

—Bueno, supongo que no tiene nada de malo comprobarlo, ¿no? —se detuvo al pie de la cama—. Pero prométeme una cosa.

Jezal tragó saliva, preocupado por lo que fuera a pedirle y preocupado por lo que él pudiera responder.

—Lo que quieras —murmuró obligándose a sonreír.

—No me falles.

Su sonrisa se amplió. A eso no resultaba tan difícil contestar con un no. A fin de cuentas, ahora era otro hombre —Claro que no. Te lo prometo.

—Bien.

Trepó a la cama con los ojos fijos en la cara de él, y los pies de Jezal bailaron de entusiasmo bajo la sábana. Ella se arrodilló, con una pierna a cada lado del cuerpo de él, y luego se alisó de un tirón la chaqueta.

—¿Qué, capitán? ¿Paso la revista?

—Yo diría... —repuso él metiendo las manos dentro de la chaqueta— ...que eres sin duda alguna... —bajó una mano hasta uno de sus pechos y le masajeó un pezón— ...el soldado con mejor aspecto de toda la Compañía.

Ella presionó con su ingle la de él y movió las caderas de atrás a delante.

—Ah, el capitán está ya en posición de firmes...

—¿Para ti? Siempre...

Ardee le lamió y le chupó la boca, salpicándole de saliva la cara. Él le metió una mano entre las piernas y ella se restregó un rato contra ella mientras los dedos húmedos de Jezal entraban y salían una y otra vez de su cuerpo. Ella gruñía y jadeaba y lo mismo hacía él. Ardee alargó una mano y quitó de en medio la sábana. Él se agarró la polla, ella movió las caderas hasta dar con el sitio indicado y luego se apretó sobre él y empezó a moverse. Su melena hacía cosquillas a Jezal en la cara y sus jadeos le hacían también cosquillas en las orejas.

Se oyeron dos fuertes golpes de nudillos en la puerta y los dos se quedaron petrificados. Luego sonaron otros dos golpes. Ardee levantó la cabeza y se pasó una mano por el pelo.

—¿Qué pasa? —preguntó con voz ronca y gutural.

—Preguntan por el capitán —contestó la criada —. ¿Todavía... todavía está ahí?

Los ojos de Ardee buscaron los de Jezal.

—¡Creo que podré hacerle llegar un mensaje!

Jezal se mordió el labio para sofocar la risa y luego alargó una mano y le pellizcó a Ardee un pezón. Ella se la quitó de encima de un manotazo.

—¿Quién es?

—¡Un mensajero!

La risa de Jezal se desvaneció. Esos cabrones nunca traían buenas noticias y además tenían la manía de presentarse siempre en el peor momento.

—El Mariscal Varuz tiene que hablar urgentemente con el capitán. Le están buscando por toda la ciudad.

Jezal soltó una maldición en voz baja. Al parecer, el ejército se había enterado de su regreso.

—¡Dígale que cuando vea al capitán le daré el recado! —gritó Ardee.

Y el ruido de pisadas se alejó por el pasillo.

—Joder —soltó Jezal en cuanto se aseguró de que la criada se había ido, aunque no creía que albergara muchas dudas sobre lo que había estado ocurriendo allí dentro durante los últimos días y las últimas noches—. Tengo que irme.

—¿Ahora?

—Sí, ahora, malditos sean. Si no me voy me seguirán buscando. Cuanto antes me vaya, antes podré volver.

Ardee suspiró y se dio la vuelta hasta quedar de espaldas, mientras él se bajaba de la cama y se ponía a recoger la ropa que tenía tirada por todo el cuarto. La camisa tenía por delante una mancha de vino y el pantalón estaba todo arrugado y sobado, pero qué se le iba a hacer. Ir por el mundo hecho un pincel ya no era el principal objetivo de su vida. Se sentó en la cama para ponerse las botas y sintió que ella se arrodillaba a su lado. Luego sus manos le acariciaron el pecho y sus labios le rozaron la oreja y susurraron:

—Otra vez me vas a dejar sola, ¿verdad? ¿Te vas a Angland a matar norteños con mi hermano?

Jezal se inclinó con alguna dificultad y se puso una bota.

—Quizá sí. O quizá no.

La vida militar ya no le atraía. Había visto demasiada violencia, y bien de cerca, para saber que sólo traía miedo y sufrimiento. La gloria y la fama eran escasa recompensa para los riesgos que conllevaban.

—Estoy pensando en dejar el ejército.

—¿Ah, sí? ¿Para hacer qué?

—No estoy seguro —se volvió y la miró—. Puede que encuentre una mujer buena y siente la cabeza.

—¿Una mujer buena? ¿Conoces alguna?

—Esperaba que tú me dieras alguna idea.

Ella apretó los labios.

—Vamos a ver. ¿Tiene que ser guapa?

—No, no, las mujeres guapas son demasiado exigentes. Tan normalita como el agua de fregar, por favor.

—¿Inteligente?

Jezal resopló.

—Todo menos eso. Yo tengo fama de ser un cabeza hueca. Con una mujer inteligente al lado parecería un idiota todo el rato —se puso la otra bota, se desembarazó de las manos de Ardee y se puso de pie—. El ideal sería una vaca pasmada que no tuviera nada en la cabeza. Alguien que siempre me diera la razón.

Ardee aplaudió.

—Sí, sí, la estoy viendo: colgada de tu brazo como un traje vacío y actuando como si fuera el eco aflautado de tu propia voz. ¿Pero de sangre azul, supongo?

—Por supuesto, yo aspiro a lo mejor. Eso es innegociable. Y rubia, tengo debilidad por las rubias.

—Totalmente de acuerdo. ¡El pelo oscuro es tan vulgar! Es un color que sugiere suciedad, inmundicia, mugre —se estremeció—. Me siento manchada sólo de pensarlo.

—Sobre todo, que sea una mujer equilibrada y de buen carácter —añadió mientras metía la espada por el pasador del cinto—. Estoy harto de sorpresas.

—Naturalmente. Bastante complicada es la vida como para que encima venga una mujer a complicártela más. ¡Qué falta de dignidad! —enarcó las cejas—. Buscaré entre mis conocidas.

—Excelente. Entretanto, y aunque tú la llevarías con más garbo que yo, necesito mi chaqueta.

—Ah, sí señor —se la quitó y se la tiró. Luego se estiró desnuda en la cama, con la espalda arqueada y las manos sobre la cabeza, y empezó a balancear lentamente las caderas con una rodilla en el aire mientras le apuntaba con el dedo gordo del pie de la otra pierna.

—Pero no me vas a dejar sola mucho tiempo, ¿verdad?

Jezal la contempló un momento.

—No oses moverte ni un centímetro —dijo con voz ronca. Acto seguido, se puso la chaqueta, apretó el pene entre los muslos y salió inclinado por la puerta. Esperaba que volviera a su tamaño normal antes de su entrevista con el Lord Mariscal. Pero no estaba del todo seguro de que fuera a ser así.

Jezal se encontró una vez más en una de las enormes y tenebrosas cámaras del Juez Marovia, de pie y solo en un gran suelo vacío, ante una enorme mesa barnizada, tras la cual le miraban con gesto grave tres ancianos.

Cuando el ujier cerró las monumentales puertas con un resonante portazo, tuvo la inquietante sensación de haber pasado antes por esa experiencia. Fue el día en que le sacaron del barco que iba a zarpar hacia Angland, el día en que le separaron bruscamente de sus amigos y de sus ambiciones para enviarlo a un disparatado viaje a ninguna parte. Un viaje que le había estropeado parcialmente el físico y casi le había costado la vida. Podría decirse, sin temor a equivocarse, que no le entusiasmaba precisamente estar otra vez en el mismo sitio y que esperaba con fervor que en esta ocasión el resultado fuera mejor.

Desde ese punto de vista, la ausencia del Primero de los Magos le proporcionaba un cierto alivio, aunque el grupo allí presente estaba lejos de ser tranquilizador. Frente a él tenía los ancianos y endurecidos rostros del Lord Mariscal Varuz, el Juez Marovia y el Lord Chambelán Hoff.

Varuz estaba muy ocupado alabando los éxitos de Jezal en el Viejo Imperio. Evidentemente había recibido una versión de los hechos muy distinta de la que el propio Jezal recordaba.

—...grandes aventuras en el Oeste, según tengo entendido, sembrando de honor a la Unión en tierras extranjeras. Lo que más me impresionó fue la historia de su carga en el puente de Darmium. ¿De verdad ocurrió tal como me lo han contado?

—En el puente, señor... pues lo cierto es... —probablemente tendría que haber preguntado a ese viejo idiota de qué rayos estaba hablando, pero el recuerdo de Ardee estirada desnuda en la cama le tenía demasiado ocupado. A la mierda con su país. A la mierda con el deber. Podía pedir la excedencia del ejército y volver a su cama antes de una hora—. El caso es que...

—¿Esa es su favorita? —terció Hoff posando su copa en la mesa—. Pues a mí la que más me gustó fue la de la hija del Emperador —y lanzó a Jezal un guiño que insinuaba el carácter picante de la historia.

—Sinceramente, Excelencia, no tengo la menor idea de dónde surgió ese rumor. No ocurrió nada de todo eso, se lo aseguro. Se ha exagerado enormemente lo ocurrido...

—Un rumor glorioso vale más que diez verdades decepcionantes, ¿no le parece?

Jezal parpadeó.

—Bueno... ejem... supongo que...

—En cualquier caso —le atajó Varuz—, el Consejo Cerrado ha recibido excelentes informes sobre su conducta en el extranjero.

—¿Ah, sí?

—Muchos y muy variados informes. Todos ellos elogiosos en grado sumo.

Jezal no pudo reprimir una sonrisa, aunque no paraba de preguntarse de dónde podían haber salido esos informes. No se imaginaba a Ferro Maljinn ponderando sus buenas cualidades.

—Sus Excelencias son muy amables, pero debo...

—Como recompensa a su entrega y a su valor en tan difícil y crucial misión, tengo el placer de comunicarle que ha sido ascendido al grado de coronel con efecto inmediato.

Jezal abrió los ojos de par en par.

—¿Ah, sí?

—Sí, muchacho, y nadie en el mundo se lo merece más.

Subir dos grados en el escalafón en una sola tarde era un honor sin precedentes, sobre todo cuando no había luchado en ninguna batalla, ni participado en ninguna acción heroica, ni hecho ningún gran sacrificio. Como no fuera dejar a medias unas suculentas jornadas de cama con la hermana de su mejor amigo. Eso sin duda había sido un sacrificio, pero no de los que suelen ganarse el favor de la corona.

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