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Authors: Agatha Christie

El testigo mudo (17 page)

BOOK: El testigo mudo
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—¿Y su esposo?

—Tiene una facha bastante rara; pero realmente es un buen muchacho. Simpático, divertido y todo un caballero.

—¿Está usted de acuerdo, mademoiselle?

—Debo confesar que lo prefiero a Bella. Es un médico muy listo, según dicen. Pero tanto da; no me fiaría mucho de él.

—Theresa no confía en nadie —dijo Charles pasando un brazo alrededor de los hombros de ella—. No se fía ni de mí —añadió.

—El que se fíe de ti, cariño, estará mal de la cabeza —contestó Theresa amablemente.

Los dos hermanos se separaron y miraron a Poirot. Mi amigo hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta.

—Voy a poner manos a la obra, como dicen ustedes. Es difícil, pero mademoiselle tiene razón. Siempre hay un medio. Y a propósito, ¿esa señorita Lawson es de las que posiblemente pueden perder la cabeza en un interrogatorio ante un jurado?

Charles y Theresa cambiaron una mirada.

—Le puedo asegurar —dijo el muchacho— que un buen abogado le haría decir que lo blanco es negro.

—Eso puede sernos muy útil —comentó Poirot.

Salió con presteza de la habitación y yo le seguí. En el vestíbulo cogió el sombrero, fue hacia la puerta, la abrió y volvió a cerrarla de golpe. Luego se dirigió de puntillas hacia la del saloncito que acabábamos de abandonar y sin ruborizarse lo más mínimo aplicó el ojo a la rendija. Cualquiera que fuera el colegio en que se hubiese educado Poirot, era seguro que en él no enseñaban las reglas tradicionales del arte de escuchar detrás de las puertas. Hice varias señas a mi amigo, pero no se fijó en ellas.

Y entonces, con claridad, la voz profunda y brillante de Theresa Arundell llegó hasta nosotros.

—¡Imbécil! —exclamó.

Se oyeron pasos en el corredor y Poirot me cogió apresuradamente del brazo, volvió a abrir la puerta del piso, salimos y la cerró luego con precaución a nuestras espaldas.

Capítulo XV
-
La señorita Lawson

—Oiga, Poirot —dije—. ¿Es que vamos a dedicamos ahora a escuchar detrás de las puertas?

—Cálmese, amigo mío. He sido yo solo quien ha escuchado. No fue usted quien acercó la oreja a la rendija de la puerta. Al contrario; se quedó rígido como un soldado.

—Pero yo también lo oí todo.

—Es verdad. Mademoiselle no habló en voz baja.

—Porque creyó que nos habíamos ido.

—Sí; llevamos a cabo una pequeña superchería.

—No me gustan esas cosas.

—¡Su actitud moral es irreprochable! Pero no nos repitamos. Esta conversación ya la hemos sostenido en otras ocasiones. Está usted a punto de decir que no he jugado limpio. Pero debo contestarle que el asesinato no es ningún juego.

—Aquí no se trata de ningún asesinato.

—No esté tan seguro.

—La intención... sí; quizá. Pero después de todo, asesinato y tentativa de un asesinato no son la misma cosa.

—Moralmente viene a ser lo mismo. Lo que quiero decir, es, ¿está usted seguro de que solamente es una tentativa de asesinato lo que ocupa nuestra atención?

Lo miré fijamente.

—Pero la señorita Arundell murió por causas lógicas y naturales.

—Vuelvo a repetir..., ¿está usted seguro?

—Todos lo dicen.

—¿Todos?
Oh, la, la.

—El médico lo aseguró —dije—. El doctor Grainger debe saberlo.

—Sí; él debe saberlo —la voz de Poirot no demostraba convicción alguna—. Pero recuerda, Hastings, que con mucha frecuencia se exhuman cadáveres... y en cada caso existe de antemano un certificado de defunción firmado con toda buena fe por el médico que atendió al enfermo.

—Sí; pero en este caso, la señorita Arundell murió a causa de una enfermedad que había padecido durante largo tiempo.

—Así parece... sí.

La voz de Poirot tenía todavía un tono insatisfecho. Lo observé con atención.

—Poirot —dije—. Voy a empezar una frase con la pregunta: «¿Está usted seguro?» ¿Está seguro de que no se deja llevar de su celo profesional? Usted quiere que sea asesinato y, por lo tanto, cree que debe ser asesinato.

Su rostro se volvió sombrío. Movió afirmativamente la cabeza.

—Tiene usted mucha razón, Hastings. Ha puesto el dedo en la llaga. El asesinato es mi ocupación. Soy como un gran cirujano que se especializa, por ejemplo, en apendicitis o en una operación rara. Si un paciente acude a él, lo observará desde el punto de vista de su especialidad. ¿Existe alguna posible razón para creer que este hombre sufre de esto o de aquello...? A mí me ocurre lo mismo. Siempre me pregunto, ¿es posible que esto sea un asesinato? Y ya ve usted, amigo mío, casi siempre hay una posibilidad.

—No afirmaría yo que existan muchas posibilidades en este caso —observé.

—Pero la anciana murió. No puede usted olvidar este hecho. ¡Murió!

—Estaba enferma. Tenía más de setenta años. Todo ello me parece perfectamente natural.

—¿Y le parece también natural que Theresa Arundell califique a su hermano de imbécil con tal grado de intensidad?

—¿Qué es lo que tiene que ver con esto?

—Mucho. Dígame, ¿qué piensa usted de lo que ha dicho el señor Charles Arundell acerca de que su tía le había enseñado el testamento recién hecho?

Miré a Poirot cautelosamente.

—¿Qué quiere decir con ello? —pregunté.

¿Por que debía ser siempre Poirot el que preguntara?

—Lo califico de muy interesante... de interesante en extremo —dijo mi amigo—. Tal fue la reacción de la señorita Theresa Arundell ante ello. Su enfado fue sugestivo... muy sugestivo.

—¡Hum! —refunfuñé.

—Esto nos ofrece dos líneas distintas para investigar.

—A mí me parecen un bonito par de bribones —observé—. Dispuestos a cualquier cosa. La chica es vistosa en extremo. Y por lo que toca al joven Charles es, desde luego, un truhán atrayente.

Mientras tanto, Poirot detuvo un taxi. El coche frenó junto a nosotros y mi amigo dio una dirección al conductor.

—Diecisiete, Clanroyden Mansions, en Bayswater.

—Así es que ahora le toca a la Lawson —comenté—. ¿Y después, los Tanios?

—Ha acertado usted, Hastings.

—¿Qué papel va a adoptar ahora? —pregunté cuando el taxi paró ante las Clanroyden Mansions—. ¿El biógrafo del general Arundell, el posible comprador de Littlegreen House o algo todavía más sutil?

—Me presentaré simplemente como Hércules Poirot.

—¡Qué desilusión! —me lamenté.

Poirot se limitó a dirigirme una mirada y pagó al taxista.

El apartamento estaba en el segundo piso. Una criada de aire desenvuelto nos condujo a una habitación que contrastaba ridículamente con la que acabábamos de dejar un poco antes.

El piso de Theresa Arundell nos pareció vacío ahora, pues el de la señorita Lawson estaba tan atestado de muebles y cachivaches que daba la impresión de que si uno se movía iba a romper algo.

Se abrió la puerta y apareció una mujer bastante corpulenta, de mediana edad. La señorita Lawson era como yo me la había imaginado. Tenía un rostro de expresión algo vacía y necia, el pelo grisáceo y desaliñado y unos lentes de pinza cabalgando, algo ladeados, sobre su nariz. Su estilo de conversación era espasmódico.

—Buenos días... ejem... no creo...

—¿La señorita Wilhelmina Lawson?

—Sí..., sí..., así me llamo...

—Mi nombre es Poirot... Hércules Poirot. Ayer estuve viendo Littlegreen House.

—¿Ah, sí?

La señorita Lawson abrió la boca mientras que con la mano se daba unos infelices toques al revuelto cabello.

—¿Quieren sentarse? —prosiguió—. Siéntese aquí, ¿le parece bien? Oh, me temo que le estorbará esa mesa. La casa está un poquito atestada. ¡Es tan difícil! ¡Estos pisos...! Tan sólo un cachito en un rincón. ¡Pero es tan céntrico...! Me gusta vivir en el centro, ¿y a usted?

Se sentó en una incómoda silla de estilo victoriano y, con los lentes torcidos, se inclinó hacia delante, casi sin aliento, mirando esperanzada a Poirot.

—Llegué a Littlegreen House como un comprador —dijo mi amigo—. Pero me gustaría decirle ahora... esto en la más estricta reserva...

—¿Oh, sí? —exclamó la señorita Lawson con aparente excitación.

—...la más estricta reserva —continuó Poirot— que fui allí con otro objeto. Usted puede o no estar enterada de que poco antes de morir, la señorita Arundell me escribió.

Hizo una pausa y luego prosiguió:

—Yo soy un detective privado bastante conocido.

Una variedad de expresiones se reflejaron en la cara ligeramente sonrojada de la señorita Lawson. Me pregunté cuál de ellas juzgaría Poirot interesante. Alarma, excitación, sorpresa, confusión...

—¡Ah! —dijo la mujer.

Y después de un momento:

—¡Ah! —otra vez.

Entonces, inesperadamente, preguntó:

—¿Es acerca del dinero?

Poirot pareció cogido de sorpresa. Se aventuró, diciendo con amabilidad:

—¿Se refiere usted al dinero que...?

—Sí, sí. Al dinero que desapareció del cajón.

Poirot continuó sin alterarse.

—¿Le dijo la señorita Arundell que me había escrito acerca del dinero?

—No; no me dijo nada. No tengo ni idea... bueno, en realidad, debo confesar que estoy muy sorprendida...

—¿Creía usted que su señora no dijo nada a nadie sobre esa cuestión?

—Realmente, no pensé en eso. Verá usted... ella tenía una idea bastante acertada...

La mujer se detuvo. Poirot añadió, con rapidez:

—Tenía una idea bastante acertada de quién lo cogió. Eso es lo que quiere usted decir, ¿verdad?

La señorita Lawson asintió y dijo apresuradamente:

—No creo que ella hubiera querido... Bueno, quiero decir que ella dijo... es decir, que parecía opinar...

Poirot la interrumpió de nuevo en medio de todas aquellas incoherencias.

—¿Era un asunto de familia?

—Exactamente.

—Pues yo —dijo mi amigo— estoy especializado en esos asuntos. Sepa usted que soy discreto en extremo.

—Oh, desde luego... eso es diferente. No es igual que la policía.

—No, no. Yo no soy como la policía. Esto no sería conveniente.

—¡Oh, no! La pobre señora Arundell era una mujer de gran orgullo. Desde luego, ya había tenido antes algunos disgustos con Charles, pero siempre se mantuvieron secretos. Una vez, según creo, se fue a Australia.

—Eso es —dijo Poirot—. Entonces los hechos del caso ocurrieron así... La señorita Arundell tenía cierta cantidad de dinero en un cajón...

Hizo una pausa. La mujer se apresuró a confirmar el aserto.

—Sí... lo sacó del Banco. Para los sueldos y las cuentas pendientes, ¿sabe usted?

—¿Y cuánto fue, exactamente, lo que le faltó?

—Cuatro billetes de una libra. No, no, estoy equivocada; tres de una libra y dos de diez chelines. Una debe ser exacta, muy exacta, en estos casos.

La señorita Lawson miró con seriedad a mi amigo y luego, maquinalmente, se ajustó los lentes, dejándolos todavía más ladeados. Los prominentes ojos de la mujer parecían querer saltar hacia Poirot.

—Muchas gracias, señorita Lawson. Ya veo que tiene usted un excelente sentido de los negocios.

La mujer se irguió un poco y lanzó una risa lastimera.

—La señorita Arundell sospechaba, y no sin razón, que su sobrino Charles era el autor de dicho robo —prosiguió Poirot.

—Sí.

—Aunque, en realidad, no había ninguna prueba que demostrara quién cogió el dinero.

—Oh, ¡tuvo que ser Charles! La señora Tanios no hubiera hecho semejante cosa y su esposo es extranjero y no podía saber dónde se guardaba el dinero... ninguno que los dos pudo ser. Y no creo que Theresa Arundell pudiera pensar en algo así. Tiene mucho dinero y va siempre tan bien vestida...

—Pudo ser alguno de los criados —sugirió mi amigo.

La señorita Lawson pareció horrorizarse ante dicha idea.

—iOh, no, de ningún modo! Ni Ellen ni Annie hubieran soñado con hacerlo. Ambas son mujeres de una gran superioridad y absolutamente honradas. Estoy segura.

Poirot esperó unos momentos y luego dijo:

—Me estaba preguntando si podría usted facilitarme algunos detalles... pero estoy seguro de que puede, pues si alguien estaba enterado de las confidencias de la señorita Arundell, sin duda es usted...

La señorita Lawson pareció confundida.

—¡Oh!, no estoy segura de ello.

Pero sin duda se sentía halagada.

—Presiento que me ayudará usted.

—Desde luego, si puedo... cualquier cosa que yo pueda hacer...

—Esto es confidencial... —prosiguió Poirot. Una expresión, parecida a la de la lechuza, apareció en la cara de la mujer. La mágica palabra «confidencial», pareció ser un «sésamo, ábrete».

—¿Tiene usted idea de cuál fue la razón por la que alteró su testamento la señorita Arundell?

La señorita Lawson pareció sorprenderse. Poirot añadió, mientras la miraba fijamente:

—¿No es verdad que, poco antes de morir hizo otro testamento en el que le dejaba a usted toda su fortuna?

—Sí; pero no sé nada acerca de ello. Absolutamente nada —chilló la mujer con tono de protesta—. ¡Fue para mí la más grande de las sorpresas! ¡Una sorpresa maravillosa, desde luego! Fue un rasgo muy hermoso por parte de la señorita Arundell. Pero nunca me lo insinuó ella. ¡Ni la más mínima alusión! Quedé tan sorprendida cuando el señor Purvis leyó el testamento que no sabía dónde mirar, ni supe si reír o llorar. Le aseguro, señor Poirot, que fue un golpe... un gran golpe, como comprenderá usted. La bondad... la maravillosa bondad de la señorita Arundell. Yo solamente esperaba que, quizá, me dejara alguna cosilla... un pequeño legado; aunque, en realidad, no existía ninguna razón para que me dejara nada. No hacía mucho tiempo que estaba a su servicio. Pero esto... fue como... fue como un cuento de hadas. Aun ahora no puedo creerlo por completo. Usted ya sabe a qué me refiero. Y algunas veces... bueno, de vez en cuando no me siento a gusto con todo ello. Quiero decir... bueno, quiero decir...

Se quitó los lentes de un manotazo, jugueteó con ellos y prosiguió, todavía más incoherentemente:

—Algunas veces creo que... que la carne y la sangre no se pueden negar, desde luego, y no me parece bien que la señorita Arundell no dejara el dinero a su familia. Quiero decir, que no me parece justo, ¿no es verdad? De ninguna manera. ¡Y además una fortuna tan grande! ¡Nadie tenía ni idea de ello! Pero..., bueno... todo esto hace que no me sienta tranquila... y, como usted sabe, luego empiezan todos a decir cosas... y puede estar seguro de que nunca fui una mujer de malas inclinaciones. Me refiero a que nunca hubiera pensado en influenciar de ninguna manera a la señorita Arundell. Antes al contrario. A decir verdad, siempre tuve un poco de miedo de ella. Era tan dura; tan inclinada a la censura... ¡Y siempre con un carácter tan brusco...! «¡No sea tan rematadamente tonta!», solía exclamar. Pero al fin y al cabo, yo tenía también mis propios sentimientos y en algunas ocasiones me disgustaba... Para luego darme cuenta de que durante todo ese tiempo ella me apreciaba..., en fin, fue maravilloso, ¿no cree? Aunque, según digo yo, ha habido demasiados chismorreos malignos y, claro, una siente que en cierto modo... quiero decir... bueno, me parece un poco duro por parte de algunos, ¿verdad?

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