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Authors: Ken Follett

El tercer gemelo (11 page)

—En realidad, lo que ha hecho ha sido explicarme la palabra «monocigótico».

La doctora Ferrami se echó a reír, con lo que mostró una dentadura perfectamente blanca y el centelleo rosado de la punta de la lengua. Steve se sintió exageradamente complacido por haber provocado su alegría.

—Pero todavía no me has aclarado que pinto yo en esto —dijo.

La mujer volvió a dar la impresión de sentirse violenta.

—Es un poco difícil —confesó—. Esto no había sucedido antes.

Steve lo comprendió de pronto. Saltaba a la vista, pero era tan sorprendente que hasta entonces no se le había ocurrido.

—¿Creen que tengo un gemelo cuya existencia ignoro? —preguntó, incrédulo.

—No se me ha ocurrido ningún modo de explicártelo de forma gradual —reconoció Jeannie, evidentemente mortificada—. Sí, eso creemos.

—Formidable.

Steve se sentía aturdido: era duro de asumir.

—Lo lamento de verdad.

—No tienes por qué disculparte, supongo.

—Pero ahí está. Normalmente, las personas saben que son gemelos antes de venir a vernos. Sin embargo, he iniciado una nueva forma de reclutar sujetos para este estudio y tú eres el primero. A decir verdad, el hecho de que no sepas que tienes un hermano gemelo constituye una tremenda reivindicación de mi sistema. Pero no había previsto el detalle de lo difícil que es dar a alguien una noticia tan sorprendente.

—Siempre deseé tener un hermano —dijo Steve. Era hijo único, nacido cuando sus padres tenían treinta y ocho o treinta y nueve años—. ¿Es un hermano varón?

—Sí. Sois idénticos.

—Un hermano gemelo idéntico —articuló Steve—. ¿Pero cómo ha podido suceder sin que yo lo supiera?

Jeannie parecía desazonada.

—Un momento, a ver si lo adivino —murmuró Steve—. Puede que me adoptaran.

La doctora asintió.

En el cerebro de Steve surgió una idea aún más inesperada: tal vez papá y mamá no fueran sus padres.

—O puede que el adoptado fuese mi hermano gemelo.

—Sí.

—O que lo fuésemos los dos, como Benny y Arnold.

—O los dos —repitió la mujer en tono solemne. Tenía fija en Steve la intensa mirada de sus ojos oscuros.

Pese a la confusión que reinaba en su cabeza, Steve no podía por menos que recrearse en la idea de lo adorable que era la muchacha. Deseaba que le estuviese mirando así toda la vida.

—Según mi experiencia —dijo Jeannie—, incluso aunque un sujeto ignore que es miembro de una pareja de gemelos, lo normal es que sepa que lo adoptaron. Con todo, yo debería suponer que podíais ser diferentes.

—Me cuesta trabajo creerlo —silabeó Steve en tono dolorido—. No puedo creer que mis padres me hayan ocultado la adopción, que la hayan mantenido en secreto para mí. No es su estilo.

—Háblame de tus padres.

Steve se daba cuenta de que le inducía a hablar para ayudarle a superar el choque, pero eso estaba bien. Hizo acopio de sus pensamientos. —Mamá es una persona excepcional. Seguro que la conoces, aunque sólo sea de oídas, se llama Lorraine Logan.

—¿La del consultorio sentimental?

—La misma. Cuatrocientos periódicos publican su columna y es autora de seis best-sellers sobre salud femenina. Es rica y famosa, y se lo merece.

—¿Por qué lo dices?

—Realmente se preocupa por las personas que le escriben. Contesta a miles de cartas. Ya sabes, las personas que escriben desean básicamente que mi madre agite su varita mágica... que consiga que se disipen los embarazos no deseados, que los hijos abandonen la droga, que los hombres insultantes y brutales se transformen en maridos amables y bondadosos. Ella siempre les proporciona la información que necesitan y les aconseja sobre la decisión que deben adoptar, confiar en sus sentimientos y no permitir que nadie abuse de ellas. Es una buena filosofía.

—¿Y tu padre?

—Papá es más bien corriente y moliente, supongo. Está en el ejército, trabaja en el Pentágono, es coronel. Relaciones públicas, redacta discursos para generales, esa clase de cosas.

—¿Fanático de la disciplina?

Steve sonrió.

—Tiene un sentido del deber altamente desarrollado. Pero no es un hombre violento. Presenció algo de acción en Asia, antes de que yo viniera al mundo, pero nunca la puso en práctica en casa.

—¿Tú necesitas disciplina?

Steve soltó la carcajada.

—He sido el alumno más rebelde de la clase, de todo el colegio. Constantemente metido en follones.

—¿Por qué?

—Por quebrantar las normas. Irrumpir al galope en el vestíbulo.

Llevar calcetines rojos. Mascar chicle en clase. Besar a Wendy Prasker detrás del anaquel de biología en la biblioteca del colegio cuando yo tenía trece años.

—¿Por qué?

—Porque era una autentica preciosidad.

Jeannie volvió a echarse a reír.

—Quiero decir que por qué rompías todas las reglas.

Steve meneó la cabeza.

—Ser obediente me resultaba imposible. Mi norma era hacer lo que me daba la gana. Las reglas me parecían memeces y eso me aburría. Me hubieran expulsado del colegio, pero mis notas eran de lo mejorcito y generalmente era el capitán de uno u otro equipo deportivo: fútbol, baloncesto, béisbol, atletismo. No me entiendo. ¿Acaso soy un bicho raro?

—Todo el mundo es raro en un sentido o en otro.

—Supongo que sí. ¿Por que llevas ese adorno en la nariz?

Jeannie enarcó sus cejas morenas como si dijera: «Aquí soy yo quien hace las preguntas», pero a pesar de todo, respondió.

—Cuando tenía catorce años o así pasé por la fase punk: pelo verde, medias rotas, todo eso. La perforación de la nariz fue parte de ello.

—Si lo hubieses dejado, el agujero se habría cerrado y curado sólo.

—Ya lo sé. Sospecho que lo mantuve abierto ahí porque considero que la respetabilidad absoluta es mortalmente aburrida.

Steve sonrió. Pensó: «Dios mío, me gusta esta mujer, aunque sea demasiado mayor para mi». Su mente regresó luego a lo que la doctora le había contado poco antes.

—¿Qué te hace estar tan segura de que tengo un hermano gemelo?

—He desarrollado un programa informático que investiga archivos médicos y bases de datos en busca de parejas de mellizos. Los gemelos univitelinos tienen ondas cerebrales, electrocardiogramas, dibujos de la dermis de los dedos y dentaduras similares. Exploré el banco de datos de radiografías dentales de una compañía de seguros médicos y encontré alguien cuyas medidas de las piezas dentales y formas de arco son iguales que las tuyas.

—Lo cual no parece concluyente.

—Tal vez no, aunque esa persona hasta tiene las cavidades en los mismos lugares que tú.

—¿Quién es, pues?

—Se llama Dennis Pinker.

—¿Dónde está ahora?

—En Richmond, Virginia.

—Te has entrevistado con él.

—Voy a Richmond mañana por la mañana. Le someteré a muchas de estas mismas pruebas y le tomaré una muestra de sangre para poder comparar su ADN con el tuyo. Entonces estaremos seguros.

Steve frunció el ceño.

—¿Estás interesada en una zona particular, dentro del terreno de la genética?

—Sí. Estoy especializada en criminalidad y en si es o no hereditaria.

Steve asintió con la cabeza.

—Comprendo. ¿Qué hizo ese muchacho?

—¿Perdón?

—¿Qué hizo Dennis Pinker?

—No sé qué quieres decir.

—Vas a ir a verle, en vez de convocarlo aquí, de modo que es evidente que está en la cárcel.

Jeannie se ruborizó ligeramente, como si la acabasen de coger en un engaño. Con las mejillas coloradas parecía más provocativa que nunca.

—Sí, tienes razón —concedió.

—¿Por qué está en la cárcel?

Jeannie titubeó.

—Asesinato.

—¡Jesús! —Steve volvió la cabeza, mientras trataba de asimilarlo—. ¡No sólo tengo un hermano gemelo idéntico, sino que encima es un asesino! ¡Cielo santo!

—Lo siento —se disculpó la doctora—. He llevado todo esto lo que se dice fatal. Eres el primer sujeto de estas condiciones que he estudiado.

—¡Vaya! Vine con la esperanza de aprender algo acerca de mí, pero me he enterado de mucho más de lo que deseaba saber.

Jeannie ignoraba, y nunca se enteraría, de que él estuvo a punto de matar a un chico llamado Tip Hendricks.

—Eres muy importante para mí.

—¿Ah, sí?

—La cuestión es si la criminalidad se hereda o no. Publiqué un artículo en el que señalaba que cierto tipo de personalidad es hereditaria, una combinación de impulsividad, temeridad, agresividad e hiperactividad, pero aventuraba que el hecho de que tales personas se conviertan en criminales dependía de la forma en que sus padres las hubiesen tratado. Para demostrar mi teoría he de encontrar parejas de gemelos idénticos, uno de los cuales sea un delincuente y el otro un ciudadano decente, cumplidor de la ley. Dennis y tu sois mi primera pareja, y sois perfectos: el está en la cárcel y tu, perdóname, eres el joven estadounidense ideal en todos los aspectos. Si he de serte sincera, estoy tan nerviosa que apenas puedo permanecer quieta aquí sentada.

La idea de que aquella mujer estuviera demasiado nerviosa para permanecer quieta allí sentada hizo que Steve también se sintiera nervioso. Miró para otro lado, temeroso de que le aflorase al rostro la lujuria. Pero lo que le había dicho era dolorosamente alarmante. Tenía el mismo ADN que un asesino. ¿En qué podía convertirle?

Se abrió la puerta a espaldas de Steve y la doctora levantó la vista.

—Hola, Berry —saludó—. Steve, me gustaría que conocieses al profesor Berrington Jones, director del proyecto de estudio de gemelos de la Universidad Jones Falls.

El profesor era un hombre de corta estatura, cerca de la cincuentena, apuesto y de lisa cabellera plateada. Vestía un a todas luces caro y elegante traje de tweed irlandés moteado de gris y corbata de lazo roja con pintas blancas. Su aspecto era tan pulcro como si acabara de salir de una sombrerera. Steve le había visto en televisión varias veces, siempre hablando de la forma en que Estados Unidos se estaba yendo al infierno. A Steve no le gustaban los puntos de vista de aquel hombre, pero la educación que le impartieron le obligaba a la cortesía, de modo que se levantó y estrechó la mano del profesor Berrington Jones.

Este dio un respingo hacia atrás como si viera a un fantasma.

—¡Santo Dios! —exclamó, y se puso pálido.

—¡Berry! ¿qué ocurre? —preguntó la doctora Ferrami.

—¿Hice algo malo? —dijo Steve.

El profesor guardó silencio durante unos segundos. Luego pareció recuperarse.

—Lo siento, no es nada —balbuceó, pero aún parecía estremecido hasta lo más profundo—. Es que, de súbito, me ha venido a la cabeza algo... algo que tenía olvidado, un error de lo más espantoso. Os ruego me disculpéis... —Se dirigió a la puerta, sin dejar de pedir disculpas en tono de murmullo—. Perdonadme, excusadme.

Salió.

Jeannie se encogió de hombros y extendió las manos en gesto de impotencia.

—Me ha dejado de una pieza —comentó.

7

Berrington se sentó ante su escritorio, jadeante.

Tenía un despacho en ángulo, aunque por lo demás era lo que se dice monacal: suelo con baldosas de plástico, paredes blancas, archivadores funcionales, librerías baratas. No se esperaba que el personal académico disfrutase de despachos lujosos. El protector de pantalla de su ordenador mostraba el lento giro de la trenza de ADN retorcida en forma de doble hélice. Encima de la mesa escritorio, fotografías del propio Berrington acompañado de Geraldo Rivera, Newt Gingrich y Rush Limbaugh. La ventana que daba al edificio del gimnasio estaba cerrada a causa del incendio del día anterior. Al otro lado de la calle, dos muchachos utilizaban la pista de tenis, a pesar del calor.

Berrington se frotó los ojos.

—¡Maldición, maldición, maldición! —repitió en tono saturado de disgusto.

Había convencido a Jeannie Ferrami para que fuese allí. El artículo que la doctora escribió sobre criminalidad había abierto nuevos caminos al concentrarse en los componentes de la personalidad delincuente. Era una cuestión de vital importancia para el proyecto de la Genético. Berrington deseaba que la doctora continuase su tarea bajo su tutela. El había inducido a la Jones Falls para que emplease a la joven y había realizado las gestiones oportunas para que la investigación se financiase mediante una beca de la Genético.

Con la ayuda de Berrington, Jeannie Ferrami podía hacer grandes cosas y la circunstancia de que la joven procediera de una clase social baja haría que sus logros resultasen aún más impresionantes. Las primeras cuatro semanas de Jeannie en la Jones Falls confirmaron el parecer inicial de Berrington. Aterrizó, se lanzó a la carrera y el proyecto dio con ella un tremendo salto hacia delante. Resultaba simpática a la mayor parte del personal... aunque también podía ser corrosiva: una técnica de laboratorio, que se recogía el pelo en cola de caballo y que creyó que podía salir del paso con una chapuza cumplida de cualquier manera, tuvo que aguantar un rapapolvo de los que hacen sangre cuando, en su segundo día de trabajo, Jeannie la cogió por banda y le puso los puntos sobre las íes.

El propio Berrington se sentía completamente anonadado. La muchacha era tan sensacional física como intelectualmente. Berrington se sentía entre la espada constituida por la necesidad de animarla y guiarla paternalmente y la pared representada por el impulso apremiante de seducirla.

¡Y ahora esto!

Cuando recobró el aliento, descolgó el teléfono y llamó a Preston Barck. Preston era su mejor viejo amigo: se conocieron en el Instituto Tecnológico de Massachussetts, durante el decenio de los sesenta, cuando Berrington hacía su doctorado en psicología y Preston era un sobresaliente joven embriólogo. A ambos los consideraban unos tipos raros, en aquella época de estilos de vida llamativos y excéntricos, ya que llevaban el pelo corto y vestían trajes clásicos de lana. No tardaron en descubrir que eran espíritus afines en toda clase de cosas: el jazz moderno no pasaba de ser un engañabobos, la marihuana el primer paso en el camino que conducía a la heroína, el único político honesto en Estados Unidos era Barry Goldwater. Su amistad resultó mucho más firme y robusta que sus matrimonios. Berrington ya había dejado de preocuparse de si Preston le caía bien o no: Preston simplemente estaba allí, como el Canadá.

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