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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

El templete de Nasse-House

 

El matrimonio Folliat, encargado de organizar la fiesta del pueblo, decide encomendarle a su amiga y escritora de libros de misterio Ariadne Oliver la planificación de un falso asesinato, para entretenimiento de los presentes. Ella acepta encantada, y se pone manos a la obra. Tras varias semanas de planificación, Ariadne acude en el último momento a su amigo Hércules Poirot para obtener su valiosa ayuda, ya que sus instintos le dicen que algo siniestro se incuba detrás del divertimento. Efectivamente, Poirot no tardará en descubrir que nada ni nadie es lo que aparenta... ni siquiera el falso asesinato.

Agatha Christie

El templete de Nasse-House

ePUB v1.1

LittleAngel
01.10.11

Título original:
Dead Man's Folly

Traducción: Stella de Cal

Agatha Christie, 1956

Edición 1965 - Editorial Molino - 224 páginas

ISBN: B299211965

Guía del Lector

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:

BALDWIN
: Superintendente de policía de Helmmouth.

BLAND
: Inspector de policía.

BREWIS
, Amanda: Solterona, una mezcla de secretaria y ama de llaves de sir George Stubbs.

COTTRELL
, Frank: Sargento de policía.

FOLLIAT
, Amy: Anciana, primitiva dueña de Nasse House y que ahora vive en lo que fue la caseta del guarda.

GEORGES
: Fiel criado de Poirot.

HENDEN
: Mayordomo de los Stubbs.

HOSKINS
, Robert: Agente de la policía local.

LEGGE
, lec y Sally: Matrimonio joven que habitan un hotelito vecino a Nasse House.

MASTERTON
: Diputado por el distrito en que se desarrollan los sucesos de este relato.

MASTERTON
, Connie: Esposa del anterior y excelente organizadora.

MERDELL
: Viejo batelero, abuelo de Marlene.

OLIVER
, Ariadne: Notable autora de novelas policíacas.

POIROT
, Hércules: Famoso detective belga.

SOUSA
, Étienne de: Acaudalado joven, primo lejano de Hattie.

STUBBS
, George: Dueño de la finca Nasse House, rico y listo para negocios, pero vulgar como persona.

STUBBS
, Hattie: Joven y bellísima esposa del anterior.

TUCKER
, Marlene: Una muchachita de 14 años, nieta de Merdell.

WARBURTON
, Tim: Capitán y agente de los Masterton.

WEYMAN
, Michael: Arquitecto joven y guapo.

Capítulo I
1

La señorita Lemon, eficiente secretaria de Poirot, atendió la llamada telefónica. Dejando a un lado su cuaderno de taquigrafía, levantó el microteléfono y dijo con voz falta de animación: «Trafalgar, 8137».

Hércules Poirot se recostó en su butaca vertical y cerró los ojos. Con expresión meditativa, se puso a golpear suavemente con los dedos el borde de la mesa. En su cabeza siguió dando forma a los pulidos párrafos de la carta que estaba dictando.

Colocando la mano sobre la boca del teléfono la señorita Lemon preguntó en voz baja:

—¿Quiere usted ponerse? Conferencia de Nassecombe, Devon.

Poirot frunció el ceño. El lugar no significaba nada para Hércules Poirot.

—¿El nombre del que llama? —preguntó con cautela.

La señorita Lemon preguntó:

—¿Cómo dice? ¡Ah, sí! Por favor, ¿me dice otra vez el apellido?

Se volvió de nuevo hacia Hércules Poirot.

—La señorita Ariadne Oliver.

Hércules Poirot alzó las cejas. Un recuerdo acudió a su memoria: unos cabellos grises y alborotados... un perfil de águila...

Se levantó y sustituyó a la señorita Lemon en el teléfono.

—Hércules Poirot al habla —anunció en tono grandilocuente.

—¿Es el señor Hércules Poirot, él en persona? —preguntó la voz llena de sospechas de la telefonista.

Poirot le aseguró que así era, en efecto.

—Al habla el señor Poirot —dijo la voz.

La voz atiplada fue sustituida por una magnífica de contralto, que obligó a Poirot a separar rápidamente el oído del teléfono.

—Monsieur Poirot, ¿de verdad es
usted
? —preguntó la señora Oliver.

—El mismo, señora.

—Soy la señora Oliver. No sé si usted me recordará...

—Naturalmente que la recuerdo, señora. ¿Quién podría olvidarla?

—Bueno; algunas personas me olvidan —dijo la señora Oliver—. La verdad es que ocurre esto con bastante frecuencia. No creo que tenga una personalidad muy definida. O puede que sea porque siempre estoy cambiando de peinado. Pero todo esto no tiene nada que ver. ¿Supongo que no le habré interrumpido en un momento que estuviera usted muy ocupado?

—No, no; no me molesta usted, en absoluto.

—Dios mío, no quiero volverle loco..., el caso es que
le necesito
.

—¿Me necesita?

—Sí, en seguida. ¿Puede usted coger un avión?

—Yo no viajo nunca en avión. Me mareo.

—Yo también. De todos modos, no creo que fuera más rápido que el tren, en realidad, porque me parece que el único aeropuerto cerca de aquí es el de Exeter, que está a bastantes millas. Conque venga en tren. A las doce sale uno de Paddington para Nassecombe... Puede usted cogerlo perfectamente. Tiene usted tres cuartos de hora, si mi reloj anda bien... aunque no suele andar como es debido.

—Pero, ¿dónde está usted, señora? ¿
A qué viene
todo esto?

—Nasse House, Nassecombe. En la estación de Nassecombe le estará esperando un coche o un taxi.

—Pero ¿por qué me necesita? ¿
A qué viene
todo esto? —repitió Poirot frenético.

—Los teléfonos están en unos sitios tan inconvenientes... —dijo la señora Oliver—. Éste está en el vestíbulo... La gente pasa y habla... No puedo oír bien. Pero le espero. Sería para todos una emoción tremenda. Adiós.

Se oyó el característico golpe seco, al colgar la señora Oliver el teléfono. Por la línea llegaba un suave zumbido.

Con expresión confusa y desconcertada, Poirot colgó a su vez, murmurando algo entre dientes. La señorita Lemon seguía sentada, con el lápiz en alto, sin mostrar la menor curiosidad. Repitió con voz monótona la última frase dictada antes de la interrupción.

—...permítame que le asegure, señor mío, que la hipótesis que usted ha formulado...

Poirot desechó con un gesto la hipótesis formulada.

—Era la señora Oliver —dijo—. Ariadne Oliver, la escritora de novelas policíacas. Puede que haya leído usted...

Pero se detuvo, recordando que la señorita Lemon sólo leía libros instructivos y miraba con desprecio semejantes futilidades.

—Quiere que vaya al Devonshire hoy, en seguida, dentro de... —echó una mirada al reloj de pared— treinta y cinco minutos.

La señorita Lemon levantó las cejas con desaprobación.

—El tiempo andará muy justo —dijo—. ¿Por qué razón?

—¡Eso quisiera yo saber! No me lo ha dicho.

—¡Qué extraño! ¿Por qué no?

—Porque —dijo Hércules Poirot pensativo— tenía miedo de que la oyeran. Sí, lo especificó bien.

—¡Realmente —dijo la señorita Lemon, saltando en defensa de su jefe—, la gente le pide a uno cada cosa! ¡Qué idea, salir corriendo para un asunto tan disparatado como ése! ¡Un hombre importante como usted! Siempre he opinado que estos artistas y escritores son un poco desequilibrados... no tienen sentido de la medida. ¿Pongo un telegrama diciendo: «Lamentándolo, imposible dejar Londres»?

Extendió la mano hacia el teléfono. La voz de Poirot interrumpió el gesto.


Du tout!
—dijo—. Al contrario. Tenga la bondad de llamar un taxi inmediatamente.

Alzó la voz.

—¡Georges! Pon en la maleta pequeña unas cuantas cosas indispensables. Pero date prisa, mucha prisa, que tengo que coger un tren.

2

El tren, después de recorrer a toda velocidad ciento ochenta y tantas millas de las doscientas doce de viaje, jadeó suavemente, Como disculpándose, a lo largo de las treinta restantes y entró en la estación de Nassecombe. Sólo se bajó una persona: Hércules Poirot. Salvó con cuidado la distancia entre el peldaño del tren y el andén y miró a su alrededor. Al final del tren, un maletero se afanaba dentro de un departamento de mercancías. Poirot cogió la maleta y se dirigió a lo largo del andén hacia la salida. Entregó su billete y salió junto a la taquilla.

En el exterior esperaba un gran coche sedán y un chófer de uniforme se adelantó hacia él.

—¿El señor Hércules Poirot? —preguntó respetuosamente.

Cogió la maleta de Poirot y abrió la puerta del coche. Salieron de la estación sobre el puente del ferrocarril, dando la vuelta y adentrándose en una pequeña carretera serpenteante, bordeada de altos setos a ambos lados. Poco después, el terreno descendía a la derecha, dejando ver una hermosa panorámica sobre el río, y al fondo unas colinas. El chófer se acercó al seto y detuvo el coche.

—El río Helm, señor —dijo—. Al fondo se ve Dartmoor.

Era evidente que había que admirarse. Poirot lanzó las exclamaciones de rigor, murmurando:
Magnifique
, varias veces. Lo cierto era que la naturaleza le atraía muy poco. Una huerta de hortalizas, bien cultivada y ordenada, era mucho más probable que despertara la admiración de Poirot. Dos chicas a pie adelantaron al coche esforzándose lentamente colina arriba. Llevaban a la espalda mochilas e iban vestidas con pantaloncitos cortos y pañuelos de colores vivos a la cabeza.

—Aquí al lado tenemos un albergue juvenil, señor —explicó el chófer, quien, evidentemente, se había constituido en guía de Poirot en la región de Devon—. Se llama Hoodown Park. Pertenecía antes al señor Fletcher. La Asociación de Albergues Juveniles lo compró y en verano se llena de gente. Unas cien personas cada noche. No se les permite quedarse más que un par de noches..., luego tienen que marcharse. La mayoría son extranjeros, lo mismo los chicos que las chicas.

Poirot asintió con expresión distraída. Estaba pensando, y no por primera vez, que vistos por detrás, los pantalones cortos favorecían a muy pocas mujeres. Cerró los ojos, dolorido. ¿Por qué, señor, por qué los jóvenes se vestirán de esa manera? ¡Esos muslos enrojecidos no resultaban nada atractivos!

—Parece que van muy cargadas —murmuró.

—Sí, señor; y hay una buena tirada desde la estación a la parada del autobús. Son casi dos millas hasta Hoodown Park —titubeó un momento—. Si no tiene usted inconveniente, señor, podríamos llevarlas...

—Naturalmente, naturalmente —dijo Poirot con benevolencia.

Allí estaba él, en un coche de lujo casi vacío, y allí aquellas dos jóvenes jadeantes y sudorosas, cargadas con pesadas mochilas y sin la menor idea de cómo vestirse para resultar atractivas al sexo contrario. El chófer puso el coche en marcha y se detuvo con un ronroneo junto a las dos chicas. Las dos caras, arreboladas y sudorosas, se alzaron esperanzadas.

Poirot abrió la puerta y las dos chicas subieron.

—Es usted muy amable, por favor —dijo una de ellas, una chica rubia con acento extranjero—. Es más lejos de lo que yo creí.

La otra chica, con la cara quemada del sol y muy congestionada y unos rizos castaños asomándole por debajo del pañuelo que cubría su cabeza, se limitó a hacer varias señales de asentimiento, a mostrar sus blancos dientes y a murmurar:
grazie
. La chica rubia continuó hablando con vivacidad:

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