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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (11 page)

El vibrador o el consolador violeta se veía medio perdido entre los ceniceros y los posavasos y los libros de la mesa, todos escogidos por Aura:
Colombia desde el aire,
un libro grande sobre José Celestino Mutis y otro reciente de un fotógrafo argentino sobre París (éste no lo había escogido Aura, se lo habían regalado). Sentí vergüenza, una vergüenza infantil y absurda. «¿Necesitas consuelo?», le dije a Aura. Mi tono me sorprendió incluso a mí.

«¿Qué?»

«Esto es un consolador. ¿Necesitas consuelo?»

«No hagas esto, Antonio. Estamos juntos. Tuviste un accidente y estamos juntos.»

«El accidente lo tuve yo, no seas imbécil», dije. «El tiro me lo pegaron a mí.» Me calmé un poco. «Perdón», dije. Y luego: «El médico me lo dijo».

«Pero es que fue hace tres años.»

«Que no me preocupara, que el cuerpo sabe cómo hace sus vainas.»

«Hace tres años, Antonio. Lo que está pasando es otra cosa. Y yo te quiero, y estamos juntos.»

No dije nada.

«Podemos encontrar la manera», dijo Aura.

No dije nada.

«Hay tantas parejas», dijo Aura. «No somos los únicos.»

Pero yo no dije nada. Un bombillo de alguna parte se debió de fundir en ese momento, porque la sala estaba de repente un poco más oscura, el sofá y las dos sillas y el único cuadro —unos billaristas de Saturnino Ramírez que juegan, por razones que nunca he logrado descubrir, con gafas oscuras— habían perdido los contornos. Me sentí cansado y necesitado de un analgésico. Aura se había sentado de nuevo en el sofá y ahora tenía la cara entre las manos, pero no me pareció que estuviera llorando. «Pensé que te iba a parecer bien», dijo. «Pensé que estaba haciendo algo bueno.» Me di la vuelta y la dejé sola, tal vez incluso a media frase, y me encerré en nuestro baño. En el estrecho armario azul busqué las pastillas, el tarrito de plástico blanco y su tapa roja que una vez Leticia había mascado hasta estropear, para gran alarma nuestra (resultó al final que no había descubierto las pastillas escondidas debajo del algodón, pero una niña de dos o tres años está en riesgo todo el tiempo, el mundo entero es un peligro para ella). A punta de agua de la llave me tomé tres pastillas, una dosis mayor de la recomendada o recomendable, pero mi tamaño y mi peso me permiten esos excesos cuando el dolor es mucho. Luego me di una ducha larga, cosa que siempre me alivia; para cuando volví a nuestro cuarto Aura dormía o fingía dormir, y procuré no despertarla o mantener la conveniente ficción. Me desvestí, me acosté a su lado pero de espaldas a ella, y luego ya no supe más: un sueño inmediato me cayó encima.

Era muy temprano, sobre todo para un Viernes Santo, cuando salí a la mañana siguiente. La luz todavía no llenaba el aire del apartamento. Quise creer que fue por eso, por la somnolencia general que flotaba en el mundo, que no desperté a nadie para despedirme. El vibrador seguía en la mesa de la sala, colorido y plástico como un juguete que Leticia hubiera extraviado por ahí.

En el Alto del Trigo una neblina dura bajó sobre los viajeros, repentina como una nube que hubiera perdido el rumbo, y la visibilidad casi nula me obligó a reducir tanto la marcha que las campesinas en bicicleta iban más rápido que yo. La neblina se acumulaba en el vidrio como rocío, de manera que era necesario usar los limpiaparabrisas aunque no hubiera lluvia, y las figuras —el carro de adelante, un par de soldados flanqueando la vía con sus metralletas terciadas, un burro de carga— surgían poco a poco entre aquella sopa lechosa que no dejaba pasar la luz. Pensé en aviones volando bajo: «Arriba, arriba, arriba». Pensé en la neblina y recordé el célebre accidente de El Tablazo, en los remotos años cuarenta, pero no recordé si había sido culpa de la visibilidad de estas alturas traicioneras. «Arriba, arriba, arriba», me dije. Y luego, al bajar hacia Guaduas, la neblina se levantó como se había posado, y de repente se abrió el cielo y un golpe de calor transformó el día: estalló la vegetación, estallaron los olores, aparecieron puestos de frutas a la vera del camino. Comencé a sudar. Al abrir la ventana en algún momento, para comprarle a un vendedor ambulante una de las cervezas que se calentaban lentamente en una caja llena de hielo, mis gafas oscuras se empañaron con el golpe de calor. Pero el sudor era lo que más me molestaba. Los poros de mi cuerpo estaban, de repente, en el centro de mi conciencia.

Sólo pasado el mediodía llegué a la zona. Después de un trancón de casi una hora a la altura de Guarinocito (un camión con un eje roto puede ser letal en una vía de sólo dos carriles que carece de berma), después de que los farallones se alzaran en la distancia y mi carro entrara en la zona de las haciendas ganaderas, vi la rudimentaria escuelita que debía ver, seguí la distancia indicada junto a un gran tubo blanco que bordeaba la vía y giré a la derecha, en dirección al río Magdalena. Pasé junto a una estructura metálica donde alguna vez hubo una pancarta publicitaria, pero que ahora, vista desde lejos, era una suerte de gran corsé abandonado (unos cuantos gallinazos vigilaban la parcela desde los travesaños); pasé junto a un abrevadero donde bebían dos vacas, los cuerpos muy juntos, estorbándose y empujándose, las cabezas protegidas del sol por un escuálido techo de aluminio. Al cabo de trescientos metros de una carretera despavimentada, me encontré pasando junto a varios grupos de niños de torso desnudo que se gritaban y reían y levantaban una nube de polvo suelto al avanzar. Uno de ellos alargó una mano pequeña y morena con un pulgar extendido. Me detuve, acerqué el carro a la berma; ya quieto, sentí de nuevo en la cara y en el cuerpo el golpe violento del calor de las doce. Sentí de nuevo la humedad; sentí los olores. El niño habló primero.

«Yo voy hasta donde usté vaya, don.»

«Voy para Las Acacias», le dije. «Si sabe dónde es, lo llevo hasta allá.»

«Pues entonces no me sirve, don», me dijo el niño sin perder ni un segundo la sonrisa. «Es metiéndose por ahí, mire. Ese perro es de ahí. No muerde, tranquilo.»

Era un pastor alemán negro y cansado con una mancha blanca en la cola. Notó mi presencia, levantó las orejas y me miró sin interés; luego dio un par de vueltas debajo de un árbol de mango, la nariz junto a la tierra y la cola pegada a las costillas como un plumero, y al final se acostó junto al tronco y comenzó a lamerse una pata. Le tuve lástima: su pelaje no estaba diseñado para estos climas. Conduje un rato más, siempre debajo de árboles cuyo denso follaje no dejaba pasar la luz, hasta llegar frente a un portal de columnas sólidas y travesaño de madera del cual colgaba una tabla que parecía recién embadurnada con aceite para muebles, y en la tabla aparecía, pirograbado, el nombre soso y sin gracia de la propiedad. Tuve que bajar para abrir la puerta, cuyo pasador original parecía haberse atascado en su sitio en el principio de los tiempos; seguí avanzando un buen trecho sobre un camino abierto en el prado a fuerza de transitar por él, dos senderos de tierra separados por una cresta de hierba dura; y al final, más allá de un poste donde descansaba un gallinazo pequeño, llegué frente a una casa blanca de una sola planta.

Llamé, pero nadie apareció. La puerta estaba abierta: un comedor de vidrio y una sala de sillones claros, todo bajo el dominio de un ventilador cuyas aspas parecían animadas por una suerte de vida interior, de misión privada contra las altas temperaturas. En la terraza colgaban tres hamacas de colores vivos, y debajo de una de ellas alguien había dejado una guayaba mordida a medias que ahora se devoraban las hormigas. Estaba a punto de preguntar de un grito si no había nadie en casa cuando oí un silbido, y luego otro, y me costó un par de segundos descubrir, más allá de las buganvillas que flanqueaban la casa, más allá de los árboles de guanábana que crecían detrás de las buganvillas, la silueta que movía los brazos como pidiendo auxilio. Había algo monstruoso en aquella figura demasiado blanca de cabeza demasiado grande y piernas demasiado gruesas; pero no pude mirarla con la atención necesaria mientras caminaba hacia ella, porque toda mi concentración estaba puesta en no romperme un tobillo con las piedras o los desniveles del terreno, en no rasgarme la cara con las ramas bajas de los árboles. Detrás de la casa brillaba el rectángulo de una piscina que no parecía bien cuidada: un rodadero azul con la pintura dañada por el sol, una mesa redonda con el parasol plegado, la red de limpiar recostada a un árbol como si no hubiera sido utilizada nunca. En eso pensaba cuando llegué junto al monstruo blanco, pero para entonces ya la cabeza se había convertido en una máscara con velo, y la mano, en un guante de dedos gruesos. La mujer se quitó la máscara, se pasó una mano rápida por el pelo (castaño tirando a claro, cortado con intencionada torpeza, peinado con genuino descuido), me saludó sin sonreír y me explicó que había tenido que interrumpir la inspección de sus colmenas para venir a recibirme. Ahora tenía que volver al trabajo. «Es una bobada que vaya a aburrirse esperándome en la casa», me dijo pronunciando todas las letras, casi una por una, como si la vida le fuera en ello. «¿Alguna vez ha visto un panal de cerca?»

De inmediato me di cuenta de que tenía mi edad, años más o menos, aunque no podría decir qué secreta comunicación generacional había entre nosotros, ni si eso existe realmente: un conjunto de gestos o de palabras o un determinado timbre de voz, una manera de saludar o de moverse o de dar las gracias o de cruzar la pierna al sentarnos, que compartimos con los otros miembros de nuestra camada. Tenía los ojos verdes más claros que he visto nunca, y en su cara se daban cita la piel de una niña y la expresión de una mujer madura y trasegada: su cara era como una fiesta de la cual ya se han ido todos. No había adornos en ella, salvo por dos chispas de diamante (me pareció que eran diamantes) apenas visibles en los lóbulos estrechos. Vestida con su traje de apicultora que ocultaba sus formas, Maya Fritts me llevó a un cobertizo que alguna vez pudo haber sido una pesebrera: un cuarto oloroso a estiércol de cuyas paredes colgaban dos máscaras y un overol blanco.

«Póngaselo», me ordenó. «A mis abejas no les gustan los colores fuertes.»

Yo no hubiera dicho que el azul de mi camisa era fuerte, pero no protesté. «Yo no sabía que las abejas vieran en colores», le dije, pero ella estaba ya poniéndome un sombrero blanco en la cabeza y explicándome cómo se amarraba el velo de nylon de la máscara. Al pasarme los cordones por debajo de las axilas para abrocharlos detrás de la espalda, me abrazó como un pasajero al motociclista; me gustó la proximidad de su cuerpo (creí sentir la presión fantasma de sus senos sobre mi espalda) pero también la seguridad con que actuaban sus manos, la firmeza o la desvergüenza con que tocaban mi cuerpo. De alguna parte sacó otro par de cordones blancos, puso una rodilla en el suelo, me cerró con ellos las perneras del pantalón y me dijo, mirándome a los ojos sin pudor ninguno: «Para que no lo vayan a picar en zonas sensibles». Luego agarró una especie de botella de metal pegada a un fuelle amarillo y me pidió que la llevara, y se metió en los bolsillos un cepillo rojo y una palanqueta de acero.

Le pregunté cuánto hacía que tenía este pasatiempo.

«De pasatiempo nada», me dijo ella. «Yo vivo de esto, mi querido. La mejor miel de la región, si no le importa que se lo diga yo.»

«Bueno, pues la felicito. ¿Y hace cuánto produce la mejor miel de la región?»

Me lo explicó de camino a las colmenas. También me explicó otras cosas. Y así supe cómo había llegado a instalarse en esta propiedad que era su única herencia. «Mis padres compraron el terreno cuando yo nací, más o menos», dijo. De manera, comenté, que esto era lo único que le quedaba de ellos. «Quedó plata también», dijo Maya, «pero me la gasté en abogados». «Los abogados son caros», dije yo. «No», me dijo ella, «son como los perros: huelen el miedo y atacan. Y yo era muy inexperta cuando comenzó todo. Hay que decir que alguien menos honesto me habría podido quitar todo». Tan pronto como fue mayor de edad y pudo disponer de su vida, empezó a planear la manera de salir de Bogotá, y no había cumplido aún los veinte años cuando lo hizo definitivamente, renunciando a los estudios y peleándose con su madre por eso mismo. Para cuando salió por fin el juicio de sucesión, Maya llevaba ya una buena década instalada aquí. «Y nunca me arrepentiré de haberme ido de Bogotá», me dijo. «No podía más, detesto esa ciudad. No he vuelto, no sabría decir qué pasa ahora, tal vez usted me pueda contar. ¿Usted vive en Bogotá?»

«Sí.»

«¿Nunca ha salido?»

«Nunca», dije. «Ni durante los peores años.»

«Ni yo. Me tocó todo.»

«¿Con quién vivía?»

«Con mi madre, claro», dijo Maya. «Una vida rara, ahora que lo pienso, las dos solas. Luego cada una escogió su camino, usted sabe cómo funcionan esas cosas.»

En 1992 puso en Las Acacias las primeras colmenas rústicas, una decisión por lo menos curiosa en una persona que, según su propia confesión, no sabía de apicultura más que yo en este momento. Pero aquellas colmenas apenas le duraron unos cuantos meses: Maya no soportaba tener que destruir los panales y matar a las abejas cada vez que recogía la miel y la cera, y en secreto le parecía que las abejas sobrevivientes escapaban llevando el mensaje a toda la región y un día, durante la siesta en la hamaca de la piscina, le caería encima una nube de aguijones vengadores. Cambió las cuatro colmenas rústicas por tres de panales móviles, y nunca más tuvo que matar a una abeja.

«Pero de eso hace ya siete años», le dije. «¿No ha vuelto a Bogotá en todo este tiempo?»

«Bueno, sí. Para cosas de abogados. Para buscar a la señora aquella, Consuelo Sandoval. Pero nunca he pasado la noche en Bogotá, ni siquiera he dejado que la noche me coja en Bogotá. No lo soportaría, no soporto más de algunas horas.»

«Y por eso prefiere que los demás vengamos a verla.»

«Nadie viene a verme. Pero sí, así es la cosa. Por eso preferí que usted viniera.»

«Entiendo», dije.

Maya levantó la cara.

«Sí, creo que usted me entiende», dijo. «Cosas de nuestra generación, me imagino. Los que hemos crecido en los ochenta, ¿verdad? Tenemos una relación especial con Bogotá, yo no creo que sea normal eso.»

Las últimas sílabas de su frase quedaron ahogadas en un zumbido estridente. Estábamos a unos pasos del apiario. El terreno allí era ligeramente inclinado, y a través del velo no me quedaba fácil mirar dónde ponía los pies, pero aun así pude asistir al mejor espectáculo del mundo: una persona haciendo bien su oficio. Maya Fritts me tomó del brazo para que nos acercáramos a las colmenas de lado, no de frente, y con señas me pidió la botella que yo había cargado todo el tiempo. La levantó a la altura de la cara y accionó el fuelle una vez, para probar el mecanismo, y un fantasma de humo blanco salió por la boquilla y se disolvió en el aire. Maya metió la boquilla por una abertura de la primera colmena y volvió a oprimir el fuelle amarillo, una vez, dos veces, tres, llenando la colmena de humo, y luego quitó la tapa para fumigar de un golpe el interior. Yo di un paso atrás y me llevé un brazo a la cara, por puro instinto; pero allí donde había pensado encontrarme una revolución de abejas histéricas saliendo a picar lo que se cruzara en su camino, lo que vi fue todo lo contrario: las abejas estaban quietas y tranquilas, y los cuerpos se solapaban. El zumbido cedió entonces: casi fue posible ver las alas deteniéndose, los anillos negros y amarillos dejando de vibrar como si se les hubieran acabado las pilas.

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