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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El roble y el carnero (4 page)

Iba montado sobre un caballo rojo como cuando llegó por primera vez al Túmulo de Cremm. Su túnica brillaba reflejando los primeros rayos del sol matinal. Los trinos de los pájaros llegaban hasta él desde más allá de las murallas de Caer Mahlod.

Corum llevaba todo sus arreos de combate ceremoniales, los antiguos arreos de los vadhagh. Llevaba una camisa de seda y lino azules, y unos pantalones de piel de gamo.

Llevaba un casco de plata de forma cónica con su nombre rúnico grabado en él (runas que eran totalmente indescifrables para los mabden), y su cota de malla hecha con una capa de plata sobre una capa de bronce. Llevaba todo aquello que siempre le había pertenecido salvo su túnica escarlata, la Túnica de su Nombre, pues se la había entregado al hechicero Calatin en el lugar que Corum conocía con el nombre de Monte Moidel. Sobre el caballo había un manto de terciopelo amarillo, y los arneses y la silla de montar eran de cuero carmesí adornados con resaltes trazados en blanco.

Como armas, Corum había escogido una lanza, un hacha, una espada y una daga. La lanza era muy larga y su astil había sido reforzado con relucientes tiras de cobre, y la punta era de hierro pulimentado. El hacha era de doble filo, sólida y sin adornos y de mango largo, que también estaba reforzado con tiras de cobre. La espada colgaba de una vaina cuyos dibujos eran idénticos a los de los arneses del caballo, y su empuñadura estaba protegida con bandas de cuero que habían sido reforzadas con fino hilo de oro y plata, y terminaba en un grueso pomo redondo de bronce. La daga había sido fabricada por el mismo artesano, y estaba reforzada y adornada igual que la espada.

—¿Quién podría tomaros por algo que no fuese un semidiós? —preguntó el rey Fiachadh con aprobación.

El príncipe Corum respondió a esas palabras con una leve sonrisa y tomó las riendas en su mano de plata. Después alargó su otra mano para colocar el escudo de batalla liso y sin adornos que colgaba detrás de su silla sobre una de las cestas de mimbre que contenían sus provisiones, y dentro de la que también había una capa de pieles apretadamente enrollada que necesitaría a medida que se internara en las tierras de los Fhoi Myore. Corum había enrollado la otra capa —el manto sidhi, la Capa de Arianrod— y se lo había colocado alrededor de la cintura. En su cintura estaban también los guantes forrados de piel que llevaría más tarde, para proteger una mano del frío y para ocultar la otra a fin de que ningún enemigo pudiera reconocerle con demasiada facilidad.

Medhbh se apartó la melena pelirroja del rostro y fue hacia él para besar su mano de carne y hueso, y alzó la mirada hacia él para contemplarle con ojos en los que había orgullo y preocupación.

—Cuida bien de tu vida, Corum —le murmuró—. Presérvala, si puedes, pues todos nosotros tendremos gran necesidad de ti en cuanto esta empresa haya terminado.

—Me aferraré a ella con todas mis fuerzas —le prometió Corum—. La vida ha llegado a serme muy querida, Medhbh, pero en estos momentos tampoco temo a la muerte.

Se limpió el sudor de la frente. El peso de todos sus arreos y armas hacía que empezara a tener calor bajo el sol que ya llameaba en el cielo, pero Corum sabía que no tendría calor durante mucho tiempo. Ajustó el parche bordado sobre la cuenca ciega, y acarició delicadamente el brazo moreno de Medhbh.

—Volveré a ti —le prometió.

El rey Mannach cruzó los brazos delante de su pecho y carraspeó para aclararse la garganta.

—Devolvednos a Amergin, príncipe Corum —dijo—. Volved con nuestro Gran Rey.

—Sólo volveré a Caer Mahlod si Amergin viene conmigo, rey Mannach. Si no puedo traerle hasta aquí, entonces haré cuanto pueda para enviároslo.

—Partís hacia una gran y peligrosa aventura, y vuestra misión no puede ser más noble —

dijo el rey Mannach—. Adiós, Corum.

—Adiós, Corum —dijo Fiachadh el de la barba pelirroja, apoyando una mano enorme y robusta sobre la rodilla del vadhagh—. Os deseo la mejor de las suertes.

—Adiós, Corum —dijo Medhbh, y su voz no era tan firme como su mirada.

Después Corum apretó los flancos de su montura con los talones y se alejó de ellos.

Corum partió de Caer Mahlod con la mente tranquila y fue por las ondulantes colinas hasta llegar al bosque frondoso y fresco, y avanzó en dirección este hacia Caer Llud escuchando a los pájaros, el veloz precipitarse de los arroyuelos de aguas iridiscentes que pasaban sobre las viejas rocas y el susurrar de los robles y los olmos.

Corum no miró hacia atrás ni una sola vez, no sintió ni una sola punzada de nostalgia y no hubo ni un solo instante en el que sintiera pena o en el que su empresa le inspirase miedo o renuencia, pues sabía que había cumplido su destino y que representaba a un gran ideal, y en aquellos momentos eso bastaba para satisfacerle.

Corum pensó que esa satisfacción era muy rara en alguien que estaba destinado a tomar parte en la contienda eterna. Quizá había sido recompensado con aquella peculiar paz de espíritu sencillamente porque esta vez no oponía resistencia a su destino y había aceptado su deber. Corum empezó a preguntarse si la única forma de encontrar la paz sería precisamente la de aceptar su destino. Sería una paradoja muy extraña, desde luego: alcanzar la tranquilidad a través de la lucha.

Al atardecer el cielo había empezado a volverse de color gris, y ya se podían ver gruesas nubes flotando sobre el horizonte por el este.

Cuarto capítulo

Un mundo lleno de muerte

Corum tensó la gruesa capa de piel sobre sus hombros temblorosos y deslizó la capucha sobre el casco que cubría su cabeza. Después metió su mano de carne y hueso en el guante forrado de piel que ya tenía preparado, y después ocultó su mano de plata con el otro guante. Pisoteo los restos de su hoguera hasta extinguirla del todo y volvió la mirada a un lado y a otro escrutando el paisaje mientras su aliento creaba nubéculas blancas que flotaban en el aire. El cielo parecía haberse convertido en una lámina azul y el sol estaba ausente de ella, pues el verdadero amanecer aún no había llegado. Mirara donde mirase, todo tenía el mismo color blanquecino y el suelo negro y muerto estaba recubierto por una capa de escarcha. De vez en cuando un árbol alzaba su tronco desnudo y totalmente desprovisto de hojas. A lo lejos se divisaba una hilera de colinas tan negras como el suelo, cuyas cimas estaban coronadas de nieve. Corum olisqueó el viento.

Era un viento muerto.

El único olor que flotaba en el viento era el de la escarcha que acababa con toda la vida.

Aquellas tierras ofrecían un aspecto tan desolado que resultaba evidente que el Pueblo Frío había pasado algún tiempo en ellas. Los Fhoi Myore quizá hubiesen acampado allí antes de avanzar contra Caer Mahlod durante su guerra con aquella ciudad.

Corum volvió a oír el sonido que había creído oír antes, el sonido que le había hecho levantarse de un salto y dispersar el humo de su hoguera. Era el sonido de cascos en movimiento.

Volvió la mirada hacia el sureste. Había un lugar donde el suelo subía de nivel obstruyendo su visión, y el sonido de los cascos venía de detrás de aquel promontorio.

Y un instante después Corum oyó otro sonido. Era un débil ladrar de sabuesos.

Los únicos sabuesos que podía esperar oír en aquellas tierras eran los perros demoníacos de Kerenos.

Corum corrió hacia su caballo, que ya estaba empezando a dar señales de nerviosismo, subió de un salto a la silla de montar y sacó la lanza de su funda colocándola atravesada sobre el pomo de la silla de montar. Después se inclinó hacia adelante y acarició el cuello de su caballo en un intento de tranquilizarlo. Hizo que su montura volviera grupas hacia el promontorio y se preparó para enfrentarse con el peligro.

Un jinete solitario apareció justo cuando el sol empezaba a subir en el cielo detrás de él.

Los rayos del sol se reflejaron en la armadura del jinete y le arrancaron destellos de un rojo oscuro. La mano del jinete empuñaba una espada, y la espada también reflejó los rayos del sol con tanta intensidad que durante un momento Corum apenas pudo ver nada. Después el color de la armadura cambió volviéndose de un azul intensísimo, y Corum adivinó la identidad del jinete.

Los ladridos de aquellos temibles sabuesos ya se oían con más claridad, pero aún no habían aparecido.

Corum hizo que su caballo avanzara hacia el promontorio.

Y de repente todo quedó en silencio.

Los sabuesos habían dejado de ladrar. El jinete permanecía totalmente inmóvil sobre su montura, pero su armadura volvió a cambiar de color pasando del azul a un verde amarillento.

Corum podía oír con toda claridad el sonido de su propia respiración y el repiqueteo de los cascos de su caballo subiendo y bajando sobre la tierra endurecida por la escarcha.

Inició el ascenso del promontorio yendo hacia el jinete con su lanza preparada para el combate.

Y la voz del jinete llegó hasta él desde el interior del casco liso y sin ninguna clase de adornos que ocultaba su cabeza.

—¡Ja! Ya me lo imaginaba... Sois vos, Corum.

—Buenos días, Gaynor. ¿Estáis dispuesto a enfrentaros conmigo en combate singular?

El príncipe Gaynor el Maldito echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una carcajada hueca y lúgubre, y el color de su armadura cambió del amarillo al negro más oscuro imaginable, y un instante después Corum vio cómo envainaba su espada.

—Ya me conocéis, Corum. Me estoy volviendo más cauteloso, y por el momento hacer otro viaje al Limbo no es algo que entre en mis planes. Al menos aquí hay ciertos asuntos en los que ocupar mi tiempo. Allí... Bueno, allí no hay absolutamente nada.

—¿En el Limbo?

—Sí, en el limbo.

—Entonces uníos a una causa noble. Luchad por mi causa, y de esa manera podríais alcanzar la redención.

—¿La redención? Oh, Corum, qué terriblemente ingenuo podéis llegar a ser a veces...

¿Quién me redimiría?

—Nadie.

—¿Y por qué habláis de redención entonces?

—Podéis redimiros vos mismo, y a eso me refería. No os estoy diciendo que debáis reconciliaros con los Señores de la Ley, suponiendo que continúen existiendo en algún lugar, ni que debáis doblegaros ante cualquier autoridad que no sea la vuestra. Lo que quiero decir, príncipe Gaynor el Maldito, es que dentro de vos hay algo que podría salvaros de la falta de esperanzas que ahora os consume... Sabéis que aquellos a los que servís son criaturas degeneradas y destructivas que no poseen ninguna grandeza de espíritu, y sin embargo obedecéis sus órdenes de buena gana, las seguís, hacéis todo lo posible para permitirles alcanzar sus objetivos, perpetráis crímenes terribles y creáis miserias monstruosas, difundís el mal, sois portador de la muerte... Sabéis muy bien lo que hacéis, y también sabéis muy bien que con esos crímenes sólo conseguís hacer aún más terrible la agonía que devora vuestro espíritu.

La armadura pasó del negro al carmesí. El yelmo totalmente liso del príncipe Gaynor se volvió hacia el sol naciente. Su caballo se agitó nerviosamente, y el Príncipe Maldito sujetó las riendas con más fuerza.

—Uníos a mi causa, príncipe Gaynor. Sé que sentís respeto hacia ella.

—La Ley me ha rechazado —dijo el príncipe Gaynor el Maldito en un tono seco e infinitamente cansado—. Todo aquello a lo que seguí en tiempos pasados, todo lo que respeté, todo lo que admiraba y quería emular... Todo eso ha rechazado a Gaynor. Ya es demasiado tarde, príncipe Corum. ¿Acaso no lo entendéis?

—No es demasiado tarde, Gaynor —replicó Corum con voz apremiante—, y olvidáis que soy el único que ha visto el rostro que ocultáis detrás de vuestro yelmo. He visto todas vuestras apariencias, todos vuestros sueños y todos vuestros deseos secretos, Gaynor.

—Cierto —murmuró el príncipe Gaynor el Maldito—, y ésa es la razón por la que debéis perecer, Corum. Ésa es la razón por la que no puedo soportar el saber que seguís vivo.

—Entonces luchemos —dijo Corum—. Luchemos ahora.

—No me atrevo a hacerlo, pues ya me habéis vencido en combate en una ocasión. No voy a permitir que volváis a contemplar todos mis rostros, Corum. No, debéis morir por otros medios y no por el combate singular. Los Sabuesos...

Corum había adivinado los pensamientos que pasaban por la mente de Gaynor, y lanzó repentinamente a su caballo al galope con la lanza apuntando al yelmo de Gaynor en un veloz ataque contra su enemigo.

Pero Gaynor se rió e hizo volver grupas a su corcel, y descendió por la colina en un galope atronador haciendo que la escarcha blanca saliera disparada en forma de partículas resplandecientes a su alrededor, y hasta el mismo suelo parecía agrietarse cuando pasaba sobre él.

Y Gaynor bajó al galope por la ladera hasta llegar al lugar en el que aguardaba una decena de sabuesos blancos con sus rojas lenguas asomando de sus fauces, sus ojos amarillos lanzando chispas, sus colmillos amarillos goteando saliva amarillenta y sus largas colas peludas pegadas a sus hirsutos flancos; y todos sus cuerpos eran de un reluciente blanco leproso salvo por las puntas de sus orejas, que eran del mismo color que la sangre recién derramada. Los sabuesos más enormes eran tan grandes como un pony pequeño.

Y los sabuesos empezaron a incorporarse mientras Gaynor cabalgaba hacia ellos, y cuando Gaynor empezó a gritarles órdenes todos jadearon y abrieron sus terribles fauces en lo que parecían horrendas sonrisas.

Corum espoleó a su caballo con la esperanza de pasar al galope por entre los sabuesos y alcanzar a Gaynor antes de que consiguiera escapar. Se adentró en la jauría con un impacto tan repentino y potente que hizo caer a varios sabuesos, y su lanza atravesó con fuerza irresistible el cráneo de un sabueso que quedó empalado en la punta, y esos dos acontecimientos se combinaron para retrasar a Corum mientras intentaba liberar la lanza del sabueso que había matado. Su caballo se encabritó con un estridente relincho, y empezó a atacar a los sabuesos con sus pezuñas herradas.

Corum soltó su lanza y cogió el hacha de guerra de doble hoja que llevaba colgando de la espalda, y la hizo girar golpeando primero a su izquierda y luego a su derecha, con lo que partió en dos mitades el cráneo de un sabueso y destrozó la columna vertebral de otro. Pero los perros seguían emitiendo su espantoso ladrido y éste se mezclaba con el horrendo ulular del sabueso cuya columna vertebral había quedado destrozada, y unos colmillos amarillentos chocaron con la cota de malla de Corum y desgarraron su gran capa de piel, e intentaron arrancar de su mano el hacha de guerra que surcaba el aire con un amenazador silbido. Corum sacó el pie derecho del estribo y hundió su talón en el hocico de un sabueso mientras hacía bajar su hacha de guerra sobre el sabueso que había conseguido agarrarse al arnés de su montura; pero el caballo parecía más y más agotado a cada momento que transcurría, y Corum comprendió que sólo podría seguir plantando cara a los sabuesos durante unos instantes más antes de que el caballo se derrumbara debajo de él con la garganta desgarrada, y aún quedaban seis sabuesos con los que enfrentarse.

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