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Authors: John Twelve Hawks

El Río Oscuro (11 page)

La puerta se abrió bruscamente y un hombre corpulento y con barba se agachó en el umbral. El mercenario sostenía una pistola con una mira láser montada bajo el cañón. Miró rápidamente a un lado y a otro y dio un par de pasos. Maya saltó y disparó mientras caía. Una de la balas acertó al mercenario en el cuello, y el hombre se desplomó.

Maya aterrizó en el suelo, rodó hacia delante y se puso en pie de un salto. Vio que el cuerpo del mercenario muerto bloqueaba la puerta y la mantenía abierta. Varios láser rojos bailaron en la penumbra del corredor. Maya corrió a cubrirse. Un proyectil rebotó en las paredes y se estrelló contra uno de los indicadores, que escupió un chorro de vapor. Estirada en el suelo, se preguntaba dónde podría esconderse cuando la mano de Alice surgió de entre las tuberías.

Cuando otra bala se estrelló contra la pared, Maya se arrastró hasta situarse detrás de la conducción. Estaba justo detrás de Alice, y la muchacha que le devolvió la mirada no parecía asustada o enfadada, más bien la estudiaba como el animal enjaulado que contempla a un nuevo compañero de cautiverio. Maya sujetó el revólver con ambas manos y se preparó para incorporarse y abrir fuego.

—Maya... —La voz de un hombre le llegó de alguna parte del oscuro túnel. Tenía acento estadounidense. Era una voz tranquila, en absoluto asustada—. Maya, soy Nathan Boone, jefe de seguridad de la Fundación Evergreen.

La Arlequín sabía quién era Boone: el mercenario de la Tabula que había asesinado a su padre en Praga. Se preguntó por qué se dirigía a ella. Quizá intentaba enfurecerla para que se decidiera a lanzarse a cara descubierta.

—Estoy seguro de que está ahí, Maya —dijo Boone—. Acaba de matar a uno de mis mejores hombres.

Según una de las normas de los Arlequines, solo debías hablar con el enemigo cuando hacerlo pudiera proporcionarte algún tipo tic ventaja. Su intención era permanecer en silencio, pero entonces se acordó de Gabriel. Si conseguía entretener a Boone, el Viajero tendría más tiempo para escapar.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—Si no lo deja salir de ese cuarto, Gabriel morirá. Le prometo no herirlo, ni a él ni a Vicki, y tampoco al guía.

Maya se preguntó si Boone sabía que Alice estaba allí. Si se enteraba de que la muchacha había sobrevivido a la matanza de New Harmony, sin duda la asesinaría.

—¿Y qué hay de Hollis?

—Tanto él como usted decidieron enfrentarse a la Hermandad. Ahora tendrán que afrontar las consecuencias.

—¿Y por qué debería confiar en su palabra? Al fin y al cabo, usted asesinó a mi padre.

—Él eligió su muerte. —Boone parecía molesto—. Le ofrecí una alternativa, pero era demasiado testarudo y no la aceptó.

—Tenemos que hablarlo. Denos unos minutos.

—No hay tiempo. No hay alternativa. No caben negociaciones. Si es usted una verdadera Arlequín, querrá salvar al Viajero. Dígales que salgan al túnel; de lo contrario, los que están en ese cuarto morirán. Tenemos ventaja técnica.

«¿A qué se refiere? ¿De qué ventaja técnica habla?», pensó Maya. Alice Chen seguía mirándola. La muchacha tocó con la palma de la mano la tubería caliente que había por encima de ella y extendió los dedos, mostrándoselos, como si quisiera comunicarle un mensaje.

—¿Qué intentas decirme? —le preguntó Maya en un susurro.

—¿Qué has decidido? —gritó Boone desde el otro lado del corredor.

Silencio.

Una bala impactó en uno de los fluorescentes que colgaba del techo. Le siguió una ráfaga, y la iluminación voló en pedazos que rebotaron contra las tuberías y cayeron al suelo.

Cuando la sala quedó a oscuras, Maya comprendió lo que Alice había querido decirle: Boone y sus mercenarios disponían de visores nocturnos. Sin luz en la habitación, podrían ver a sus objetivos, mientras que ella estaría ciega. El único modo de escapar a los visores infrarrojos era enfriar el cuerpo o arrimarse aun objeto caliente. Alice lo sabía, por eso había preferido quedarse con ella y ocultarse tras las ardientes tuberías.

El tiroteo empezó de nuevo. Dos rayos láser apuntaron al segundo fluorescente. Alice se apartó de la tubería y miró el cuerpo sin vida del mercenario que yacía en el umbral.

—¡No te muevas! —le gritó Maya.

Pero la muchacha corrió hacia el cadáver. Al llegar a él, se agachó, haciéndose lo más pequeña posible, y le quitó un artefacto que llevaba colgando del cinturón. Cuando se levantó, Maya vio que había cogido unas gafas de visión nocturna con sus baterías correspondientes y el arnés para sujetarlas a la cabeza. Se las entregó y regresó a su escondite tras la tubería.

Una bala acertó a la lámpara y la sala quedó sumida en la oscuridad. Era como estar en una caverna enterrada en las profundidades de la tierra. Maya se puso las gafas de visión nocturna, conectó el iluminador, y la habitación se transformó de inmediato en distintos tonos de verde. Cualquier cosa que estuviera caliente —las tuberías de vapor, los indicadores, las válvulas de regulación, su mano-brillaba con un llamativo color esmeralda, como si fueran radiactivos. El color verde claro de las paredes y el suelo de hormigón le recordó el de las hojas recién brotadas.

Maya se asomó por encima de la tubería y vio que una forma brillante se acercaba por el corredor hasta la puerta. La figura, que llevaba una escopeta de cañones recortados, pasó con cuidado por encima del muerto.

Maya se ocultó tras la tubería y apoyó la espalda contra el caliente metal. Le resultaba imposible predecir la posición del mercenario mientras se desplazaba por la sala. Lo único que podía hacer era planear su propio ataque. Maya notó cómo la energía fluía por sus hombros y sus brazos, hasta la pistola que sostenía en sus manos. Respiró profundamente, contuvo la respiración y rodeó la tubería.

Un tercer mercenario armado con un subfusil estaba en la entrada. La Arlequín le disparó tres veces al pecho. Se produjo un estallido de luz mientras la fuerza de los proyectiles lo arrojaba hacia atrás. Antes incluso de que el mercenario se desplomara, Maya ya se había dado la vuelta y acabado con el de la escopeta de cañones recortados.

Silencio. El olor de la cordita se mezcló con el olor a moho y descomposición del cuarto de mantenimiento. A su alrededor, las tuberías brillaban con un verde intenso.

Maya se quitó las gafas de visión nocturna, las guardó en la mochila, localizó a Alice y la cogió de la mano.

—Sube —susurró—. Simplemente sube.

Treparon por la escalerilla, pasaron por el agujero y llegaron a una zona situada justo debajo de una tapa de inspección abierta. Maya se detuvo unos segundos y por fin se decidió: era demasiado peligroso entrar en la zona de las vías. Cogió a la muchacha de la mano y la condujo por un túnel que se alejaba de la estación.

Capítulo 10

Sujetándose con la mano izquierda a los barrotes de la escalerilla, Naz utilizó la derecha para empujar la tapa de registro. Tras mucho gruñir y maldecir, consiguió levantarla lo suficiente y apartarla. Gabriel siguió a Naz a través de la abertura hasta el nivel inferior de la terminal de Grand Central. Se hallaban entre una pared cubierta de hollín y una de las vías del tren.

Naz parecía a punto de echar a correr en cualquier dirección.

—¿Qué está pasando? —preguntó—. ¿Dónde están Vicki y Hollis?

Gabriel se asomó al conducto de registro y vio la cabeza de Vicki. Se hallaba a unos seis metros por debajo de él y ascendía lenta y cautelosamente por la escalerilla.

—Vienen justo detrás de mí. Puede que tarden un minuto en llegar.

—¡No tenemos un minuto! —Naz oyó un distante traqueteo, dio media vuelta y divisó las luces de un tren que se acercaba—. ¡Tenemos que salir de aquí!

—Esperemos a los demás.

—Ya se reunirán con nosotros en la terminal. Si el maquinista ve gente en las vías dará aviso a la policía de tránsito.

Gabriel y Naz corrieron entre las vías, hacia el andén de pasajeros y las luces. Gabriel se quitó rápidamente la cazadora, llena de manchas, y le dio la vuelta. El vestíbulo inferior de la estancia estaba lleno de puestos de comida rápida. En esos momentos solo había abierta una cafetería, donde una docena de viajeros mataban el tiempo a la espera de que saliese su tren nocturno. Gabriel y Naz se instalaron en una mesa y aguardaron a que llegaran sus compañeros.

—¿Qué habrá pasado? —preguntó Naz, inquieto—. Tú los viste, ¿no?

—Sí. Vicki subía por la escalerilla, y Hollis la seguía de cerca.

Naz se levantó y empezó a pasear de un lado a otro.

—No podemos quedarnos aquí-dijo.

—Siéntate. Apenas han pasado unos minutos. Tenemos que esperar un poco más.

—Buena suerte, tío. Yo me largo.

Naz echó a correr hacia las escaleras mecánicas y desapareció en el nivel superior.

Gabriel intentó imaginar qué les había pasado a los demás. ¿Se habrían quedado atrapados abajo? ¿Los habría capturado la Tabula? El hecho de que hubiera un rastreador escondido en la pistola de cerámica lo había cambiado todo. Se preguntó si Maya se había arriesgado innecesariamente para castigarse por lo ocurrido.

Gabriel salió de la zona de restaurantes y se quedó ante el umbral del corredor que conducía a las vías. Había una cámara de vigilancia orientada hacia el andén, y había visto otras cuatro en el techo del vestíbulo. Probablemente la Tabula había pirateado el sistema de seguridad de la terminal y sus ordenadores estaban escaneando las imágenes captadas en directo en busca de su rostro. «Tenemos que permanecer unidos.» Eso era lo que Maya les había dicho, pero también les había dado un plan alternativo: si había problemas, se reunirían a la mañana siguiente en el Lower East Side de Manhattan.

Gabriel regresó a la zona de restaurantes y se ocultó detrás de una columna de hormigón. Unos segundos más tarde, cuatro individuos de aspecto rudo, todos con intercomunicadores, bajaron corriendo por las escaleras mecánicas y se dirigieron a la zona de las vías. Tan pronto como Gabriel los perdió de vista, tomó la dirección opuesta, subió al vestíbulo principal y salió a la calle. El gélido aire hizo que le lagrimearan los ojos y le ardiera el rostro. El Viajero agachó la cabeza y se zambulló en la noche.

Durante el tiempo que habían pasado en Nueva York, Maya había insistido en que todos memorizaran una serie de rutas seguras a través de la ciudad y una lista de hoteles que estaban fuera de la Red. Uno de ellos era el Efficiency Hotel, de la Décima Avenida de Manhattan. Por veinte dólares en efectivo podías disponer durante doce horas de un nicho de fibra de vidrio de dos metros y medio de ancho y uno y medio de alto, desprovisto de ventanas. Los cuarenta y ocho nichos situados a ambos lados de un pasillo conferían al hotel el aspecto de un mausoleo.

Antes de entrar, Gabriel se quitó la cazadora de cuero y la dobló para que no se vieran las manchas de sangre. El recepcionista era un chino viejo; sentado tras un cristal antibalas, esperaba a que los clientes depositaran los veinte dólares en una ranura. Gabriel le dio cinco más por un cojín de espuma y una sábana de algodón.

Recibió su llave y avanzó por el pasillo hasta el aseo comunitario. Dos cocineros de origen hispano, desnudos de cintura para arriba, charlaban en español mientras se limpiaban los restos de grasa y aceite de las manos y la cara. Gabriel se metió en uno de los reservados hasta que se hubieron marchado. Luego, salió y lavó la cazadora. Cuando terminó, trepó por una escalerilla hasta su cubículo y se arrastró dentro. En cada nicho había una luz fluorescente y un ventilador para que circulara el aire. Colgó su cazadora en una percha; el cuero no tardó en gotear lentamente, como si todavía estuviera empapado en sangre.

Mientras descansaba en el cojín de espuma, pensó en Sophia Briggs. Había notado la Luz de la anciana agitarse y moverse como una poderosa ola que se le había escapado entre los dedos. A través de las delgadas paredes oyó voces apagadas y tuvo la sensación de que flotaba en las sombras, rodeado de fantasmas.

Maya había enseñado a Gabriel que la Red no era total, que existían resquicios y zonas de sombra que uno podía utilizar para moverse a salvo por la ciudad. A la mañana siguiente, tardó casi una hora en evitar los sistemas de vigilancia y en llegar al parque de Tompkins Square. En el distrito de las finanzas y en la zona de Midtown, el lecho de roca de Manhattan estaba cerca de la superficie y proporcionaba una base firme para los cimientos de los rascacielos que dominaban la ciudad. En el Lower East Side la roca se hallaba a decenas de metros de profundidad, por eso los edificios que bordeaban las calles no tenían más de cuatro o cinco pisos de altura.

El parque de Tompkins Square había sido durante más de cien años un lugar donde la gente se reunía para hacer sus reivindicaciones políticas. En la generación anterior, un grupo de mendigos montó allí un campamento hasta que la policía rodeó el parque con un cinturón policial. Los agentes estrecharon el círculo y golpearon y destrozaron las tiendas de los que se resistían a marcharse. Grandes olmos daban sombra al parque en verano, y las zonas verdes estaban delimitadas por verjas de hierro. Solo había dos cámaras de vigilancia y ambas enfocaban la zona de juegos de los niños, por lo que resultaban fáciles de evitar.

Gabriel se adentró con cautela y fue hasta el pequeño edificio de ladrillo destinado para el personal de jardinería. Cruzó algunas cancelas y se detuvo ante una losa de mármol blanco en cuyo centro la escultura de una cabeza de león hacía de fuente. En la blanca piedra estaban grabados, apenas visibles, el perfil de unos rostros infantiles y las palabras: «Eran los niños más puros del mundo, jóvenes y sanos». Era el monumento conmemorativo de una catástrofe ocurrida un domingo del año 1904, cuando el ferry
General Slocum
partió de Nueva York llevando a un grupo de inmigrantes alemanes a una merienda escolar. El barco se incendió y se hundió; no llevaba salvavidas. Murieron un centenar de mujeres y niños.

Maya utilizaba el monumento como uno de los tablones de comunicación que tenía repartidos por Manhattan. Esos tablones brindaban a su pequeño grupo una alternativa a los móviles, fácilmente rastreables. En la parte trasera de la losa, cerca de la base, Gabriel encontró una inscripción que Maya había dejado dos semanas antes. Era un símbolo de los Arlequines: un óvalo con tres líneas que simbolizaba un laúd. Miró alrededor, hacia la pista de baloncesto y el pequeño jardín. Eran las siete de la mañana, y no había nadie. Todas las posibilidades negativas que había apartado de su mente desde que se había levantado volvieron con una fuerza terrible. Sus amigos habían muerto. Y él, en cierto modo, había sido la causa.

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