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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

El rey ciervo (24 page)

BOOK: El rey ciervo
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Arturo se unió a su ruego:

—Sí, tu voz es la más dulce que he oído. Siempre te recuerdo cantándome canciones de cuna.

Ante el dolor que expresaban sus ojos Morgana inclinó la cabeza. «¿Es esto lo que Ginebra no puede perdonar: que yo represente para él la cara de la Diosa?» Cogió la lira y se inclinó sobre las cuerdas, tocándolas una a una.

—Está afinada de un modo diferente —dijo, probando algunas notas.

Una conmoción en el salón le hizo levantar la vista. Sonó una trompeta, aguda y estridente, dentro de los muros. Luego se oyó un alboroto de pies acorazados. Arturo se levantó a medias, pero volvió a caer en el asiento: cuatro hombres con espada y escudo estaban entrando a grandes pasos.

Cay les salió al encuentro, protestando que no se podían portar armas en el salón del rey en Pentecostés, pero lo apartaron de un empellón. Llevaban cascos romanos, cortas túnicas militares y gruesas capas rojas. Morgana parpadeó, eran como legionarios romanos surgidos del pasado; uno de ellos enarbolaba en el extremo de una lanza la figura dorada de un águila.

—¡Arturo, duque de Britania! —gritó uno de ellos—. ¡Os traemos un mensaje de Lucio, emperador de Roma!

Arturo abandonó su asiento para dar solamente un paso hacia los hombres vestidos de legionarios.

—No soy duque de Britania, sino gran rey —dijo delicadamente—. Y no sé de ningún emperador Lucio. Roma ha caído y está en manos de bárbaros impostores. Pero no corresponde matar al perro por la impertinencia del amo. Podéis entregar vuestro mensaje.

—Soy Castor, centurión de la legión de Valeria Victrix —se presentó el que había hablado primero—. En la Galia las legiones han vuelto a formarse tras el estandarte de Lucio Valerio, emperador de Roma. He aquí el mensaje de Lucio: vos, Arturo, duque de Britania, podéis continuar gobernando bajo esa designación, siempre que le enviéis, dentro de seis semanas un tributo imperial consistente en cuarenta onzas de oro, dos docenas de perlas británicas y tres carretas de hierro, estaño y plomo, respectivamente, junto con cien esclavos y ciento treinta y cinco varas de paño británico.

Lanzarote se plantó de un salto ante el rey.

—Mi señor Arturo, permitidme azotar a estos perros insolentes, para que vuelvan aullando junto a ese idiota de Lució y le digan que, si quiere el tributo de los britanos, puede venir a buscarlo.

—Espera, Lanzarote —dijo Arturo con una ligera sonrisa—: ésa no es la manera de comportarse.

Estudió un momento a los legionarios. Castor había desenvainado a medias.

—Si no envainas inmediatamente tu acero —advirtió ceñudo—, permitiré que Lanzarote vaya a quitártelo como le parezca. Y aun en la Galia habréis oído hablar del señor Lanzarote. Pero no quiero que se derrame sangre al pie de mi trono.

El legionario, enseñando los dientes con ira, volvió la espada a su vaina.

—No temo a vuestro caballera —dijo—. Sus días quedaron atrás, en las guerras con los sajones. Pero se me envió como mensajero, con órdenes de no derramar sangre. ¿Qué respuesta tengo que llevar al emperador, duque Arturo?

—Ninguna, si me niegas en mi salón el título que me corresponde. Pero dile esto a Lucio: Uther Pendragón sucedió a Ambrosio Aureliano cuando no había romanos que nos ayudaran en la mortal lucha contra los sajones. Y yo, Arturo, sucedí a mi padre Uther, y mi sobrino Galahad me sucederá en el trono de Britania. No existe quien pueda reclamar legalmente el manto del emperador: el imperio romano ya no manda en Britania. Si Lucio quiere reinar en su Galia natal y su pueblo lo acepta como rey, no seré yo quien se oponga. Pero si reclama un solo palmo de Britania o la baja Britania, lo único que obtendrá de nosotros son tres docenas de buenas flechas británicas donde mejor le sienten.

Castor, pálido de furia, dijo:

—Mi emperador previo vuestra impertinencia y esto es lo que me ordenó decir: Que la baja Britania está ya en sus manos y que Bors, el hijo del rey Ban, está prisionero en su castillo. Y cuando el emperador Lucio haya asolado toda la Baja Britania vendrá por Britania, como lo hizo antaño el emperador Claudio.

—Di a tu emperador que sigue en pie mi ofrecimiento de tres docenas de flechas británicas, pero ahora lo elevaré a trescientas. Y de mí no recibirá más tributo que una de ellas atravesada en el corazón. Dile también que si toca un solo cabello mi compañero, el señor Bors, se lo entregaré a sus hermanos, Lanzarote y Lionel, para que lo despellejen vivo y cuelguen su cadáver desollado en las murallas del castillo. Ahora vuelve con tu emperador y dale este mensaje. No, Cay: que nadie alce la mano contra él. Un mensajero es sagrado ante sus dioses.

Los legionarios se retiraron en mitad de un horrorizado silencio, haciendo resonar sus botas. Cuando salieron se elevó un clamor, pero Arturo alzó una mano y todos enmudecieron.

—Mañana no habrá combates fingidos, pues pronto los tendremos auténticos —dijo—. Como premio, ofrezco el botín de ese que se ha proclamado emperador. Caballeros: al amanecer debéis estar listos para cabalgar hacia la costa. Cay, puedes encargarte de la intendencia. Lanzarote… —Miró a su amigo con una leve sonrisa—. Te dejaría aquí para que custodiaras a la reina, pero sin duda querrás acompañarnos, puesto que tu hermano está prisionero. Mañana al amanecer el sacerdote celebrará la misa para quienes deseemos confesarnos antes de ir a la batalla. Uwaine… —Buscó con la vista al más reciente de sus caballeros—. Ahora puedo ofrecerte gloria en el combate en vez de juegos de guerra. Como hijo de mi hermana, cabalgarás a mi lado y me cubrirás las espaldas contra cualquier traición.

—Me honráis, rey m-mío —tartamudeó el joven, radiante.

Y en ese momento Morgana pudo comprender por qué Arturo inspiraba tanta devoción.

—Uriens, mi buen cuñado, dejo a la reina en tus manos. Permanece en Camelot para custodiarla hasta mi regreso. —Y se inclinó para besar la mano de su esposa—. Te ruego, señora, que nos excuses de mayores festividades. Nos espera la guerra.

Ginebra estaba tan blanca como su camisa.

—Sabes que así será, mi señor. Dios te guarde, querido esposo.

Después de recibir su beso, Arturo descendió del estrado, llamando por señas a sus hombres.

—Gawaine, Lionel, Gareth… Todos vosotros, ¡asistidme, caballeros!

Lanzarote se demoró un instante en seguirlo.

—Mi reina, pide la bendición de Dios también para mi.

—Oh, Dios, Lanzarote… —dijo Ginebra.

Y pese a todas las miradas fijas en ella, se arrojó en sus brazos. Él la sostuvo con suavidad, hablándole en voz baja. Morgana vio que la reina lloraba, pero cuando levantó la cabeza tenía la cara seca.

—Que Dios te acompañe, amor mío. —Y te guarde a ti, amor de mi vida —repuso él, muy delicadamente—. Dios te bendiga aunque no regrese. —Se volvió hacia Morgana—. Ahora me alegra que hayáis pensado visitara Elaine. Llevad mis saludos a mi querida esposa y decidle que he ido con Arturo al rescate de mi pariente Bors. Decidle que pido para ella la protección de Dios y que envío mi amor a nuestros hijos.

Guardó silencio durante un momento. Morgana pensó que iba a besarla, pero él, sonriente, le tocó la mejilla.

—Que Dios os bendiga, Morgana…, deseéis o no su bendición.

Y fue a reunirse con Arturo en el salón.

Uriens se acercó al estrado para hacer una reverencia a Ginebra.

—Estoy a vuestro servicio, mi señora.

«Si se ríe del pobre anciano la abofetearé», pensó Morgana, súbita y ferozmente protectora. Su misión era sólo ceremonial, pues Camelot estaría bien protegido por Cay y Lucano, como siempre. Pero Ginebra, habituada a la diplomacia cortesana, dijo con aire grave:

—Te lo agradezco, señor Uriens. Eres bienvenido aquí. Morgana es mi querida amiga y hermana. Será un placer tenerla nuevamente en la corte.

«Oh, Ginebra, Ginebra, ¡qué mentirosa eres!», pensó Morgana. Pero dijo delicadamente:

—Tengo que ir a visitar a mi parienta Elaine. Lanzarote me ha encomendado llevarle la noticia.

—Eres bondadosa —dijo Uriens—. Y como la guerra esta al otro lado del canal, puedes partir cuando gustes. Pediría a Accolon que te escoltara, pero es probable que deba acompañar a Arturo.

Morgana besó a su bien pensado esposo con sincera cordialidad.

—Cuando haya visitado a Elaine, mi señor, ¿tengo licencia para viajar a Avalón?

—Puedes obrar según tu voluntad, señora —respondió Uriens—. Pero antes de partir, ¿me dejarás tus bálsamos y hierbas medicinales?

—Sin duda.

Morgana fue a preparar el viaje, pensando con resignación que Uriens querría dormir con ella antes de separarse. Bueno, lo soportaría una vez más.

«¡Pero qué puta me he vuelto!»

12

M
organa sabía que sólo se atrevería a iniciar el viaje si lo hacía por etapas, legua a legua, día tras día. Su primer paso fue, pues hacia el castillo de Pelinor: era una amarga ironía que su primera misión fuera llevar un amable mensaje a la esposa y los hijos de Lanzarote.

Durante todo el primer día siguió la antigua vía romana hacia el norte, cruzando onduladas colinas. Kevin se había ofrecido a acompañarla; era una tentación, pues la apresaba el viejo temor de no hallar, tampoco esta vez, el camino hacia Avalón, de no atreverse a convocar a la barca, de encontrarse otra vez en el país de las hadas y perderse allí para siempre. Tras la muerte de Viviana no se había animado a ir. Pero ahora tenía que enfrentarse a esa prueba como cuando se ordenó sacerdotisa: regresar a Avalón sola, por sus propios medios. Aun así estaba asustada; había pasado mucho tiempo.

Al cuarto día divisó el castillo de Pelinor; al mediodía, cabalgando por las orillas pantanosas del lago, donde ya no había rastros del dragón, apareció la vivienda de Elaine y Lanzarote. Era más casa de campo que castillo; en esos tiempos de paz no existían muchas fortificaciones en la campiña. Desde el camino se alzaban anchos prados; mientras Morgana iniciaba el ascenso hacia la casa, una bandada de gansos prorrumpió en una gran gritería.

La recibió un chambelán bien vestido, quien le pregunto su nombre y el motivo de su visita.

—Soy la señora Morgana, esposa del rey Uriens de Gales del norte. Traigo un mensaje de mi señor Lanzarote.

La condujeron a una habitación donde pudo lavarse y refrescarse; y después, al salón grande, donde había fuego encendido y le sirvieron tortas de trigo con miel y buen vino. Morgana bostezó ante tanta ceremonia; después de todo, no era una visita de estado, sino familiar. Al cabo de un rato un niño se asomó a echar un vistazo y, al verla sola, entró. Era rubio, de ojos azules y pecas doradas; adivinó de inmediato quién era, aunque no se parecía nada a su padre.

—¿Sois la señora Morgana, la que llaman Morgana de las Hadas?

—En efecto —confirmó—. Y tía tuya, Galahad.

—¿Cómo sabéis mi nombre? —preguntó suspicaz—. ¿Sois hechicera? ¿Por qué os llaman Morgana de las Hadas?

—Porque desciendo de la antigua estirpe real de Avalón y me eduqué allí. Y si conozco tu nombre no es por hechicería, sino porque te pareces a tu madre, que también es pariente mía.

—Mi padre también se llama Galahad, pero los sajones lo llaman Flecha de Duende.

—He venido a traerte saludos de tu padre, y también a tu madre y tus hermanas —dijo Morgana.

—Nimue es una necia —aseguró el niño—. Ya es mayor, tiene cinco años, pero cuando vino mi padre se echó a llorar y no dejó que la alzara ni que le diera un beso, porque no lo reconocía. ¿Conocéis a mi padre?

—Sí. Su madre, la Dama del Lago, era mi tía y mi madre tutelar.

Él la miró con aire escéptico, ceñudo.

—Mi madre me dijo que la Dama del Lago es una hechicera mala.

—Tu madre es… —Morgana se interrumpió para buscar palabras más suaves; después de todo, era sólo un niño—. Tu madre no conoció a la Dama como yo. Era buena, sabia y una gran sacerdotisa.

—¿Sí? —Era evidente que Galahad luchaba con esa idea—. El padre Griffin dice que sólo los hombres pueden ser sacerdotes, porque están hechos a imagen y semejanza de Dios, y las mujeres, no. Nimue dice que quiere ser sacerdotisa, y aprender a leer y a escribir y a tocar la lira, y el padre Griffin le dijo que las mujeres no pueden hacer todas esas cosas.

—Entonces el padre Griffin está equivocado —aseguró Morgana—. Yo puedo hacer todo eso y mucho más.

—No os creo. —El niño le clavó una mirada hostil—. Estáis muy segura de que todos se equivocan menos vos, ¿verdad? Mi madre dice que los pequeños no tienen que contradecir a los adultos, pero vos no parecéis mucho mayor que yo. No sois mucho mayor, ¿o sí?

Morgana se rió del enfadado niño, diciendo:

—Pero soy mayor que tu padre, Galahad, aunque no muy grande.

En ese momento entró Elaine. Su cuerpo se había redondeado y tenía los pechos caídos; claro que había tenido tres hijos y todavía estaba amamantando al último. Pero aún era encantadora; su pelo dorado brillaba como siempre. Abrazó a Morgana como si se hubieran visto el día anterior.

—Veo que ya conoces a mi hijo —observó—. Nimue está en su cuarto, castigada por ser impertinente con el padre Griffin Y Ginebra duerme, gracias a Dios; es una niña inquieta y me mantuvo despierta gran parte de la noche. ¿Vienes de Camelot? ¿Por qué no te acompaña mi esposo, Morgana?

—He venido a explicártelo. Lanzarote no vendrá durante algún tiempo. Hay guerra en la baja Britania y su hermano Bors está sitiado en su castillo. Todos los caballeros de Arturo han ido a rescatarlo y a derrocar al hombre que se dice emperador.

Los ojos de Elaine se llenaron de lágrimas, pero Galahad se llenó de entusiasmo.

—Si fuera mayor iría con los caballeros a combatir contra esos sajones… ¡Y contra cualquier emperador también!

Su madre escuchó el relato de Morgana.

—¡Ese Lucio parece loco! —dijo.

—Loco no, tiene un ejército —observó Morgana—. Lanzarote me pidió que te visitara y que diera un beso a sus hijos… Aunque supongo que este muchacho es demasiado mayor para besos —añadió, sonriendo a Galahad.

—¿Cómo estaba mi querido señor? Ve con tu preceptor, Galahad; quiero hablar con mi prima. —Cuando el niño se hubo ido, Elaine reconoció—: Tuve más tiempo para hablar con él antes de Pentecostés que en todos nuestros años de casados. Era la primera vez que pasaba más de una semana conmigo.

—Al menos esta vez no te dejó embarazada —apuntó Morgana.

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