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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El reino de las sombras (42 page)

BOOK: El reino de las sombras
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—Por favor, dejad de ocultaros a mi costa.

Parecía que aquellas palabras, pronunciadas muy despacio, hubieran surgido de la nada. Pero al poco vimos una alargada sombra que se extendía por las piedras plateadas de la entrada y se desplazaba por la pared de la cámara. Tras la sombra apareció un hombre, delgado y elegante. Llevaba consigo una lámpara, que iluminó un rostro huesudo demacrado por el efecto de las sombras.

Ay venía acompañado por varios guardias, que se quedaron en la entrada. Sus arcos destellaron a la luz de la luna. Me fijé en que las puntas de las flechas parecían de plata. Miré a Nefertiti. Me dio la impresión de que, finalmente, se veía obligada a afrontar el peor de sus temores.

Asentí hacia los arqueros, que nos cachearon buscando armas; se llevaron mi daga. Reconocí a dos de ellos. Uno lo había visto en la cacería; el otro era el joven arquitecto del bote, el que había diseñado las letrinas del templo. Así pues, me habían estado vigilando desde el principio. Este último me miró a los ojos como diciendo: volvemos a encontrarnos. Ay les ordenó que saliesen, y él se nos acercó lentamente. La reina y yo nos separamos, desplazándonos en direcciones opuestas entre el bosque de columnas blancas.

—Resulta extraño, y sin embargo es muy adecuado, que hayáis venido a mi tumba en busca de refugio —dijo Ay—. Lamento ver que habéis tenido que acomodaros en condiciones totalmente impropias. Pero tal vez os haya resulta divertido de algún modo, lo cual compensaría la incomodidad. —Estaba jugando con nosotros. Sonreía como un gato de necrópolis—. Todos somos mortales. Excepto aquellos de nosotros que se han convertido en dioses. Según su opinión, al menos. Veamos, aquí está, escrito en la piedra. —Leyó una columna de jeroglíficos—: «Como muestra de adoración a Atón, que vive por siempre jamás, el Viviente y Gran Atón, señor de todo lo que rodea a Atón, Señor del Cielo, Señor de la Tierra. Señor de la Casa de Atón en Ajtatón, del Rey del Sur y del Norte, aferrado a la Verdad, Señor de las Dos Tierras, el Hijo del Sol, Señor de las Diademas, Ajnatón, grande en su duración, y de la Gran Esposa Nefer-Neferuatón-Nefertiti, que viva por siempre, sana y joven». Y sigue. Oh, aquí está mi parte: «Aventador a la Derecha del Rey, Supervisor de todos los Caballos de Su Majestad, el que da satisfacción a toda la tierra, el favorito del buen dios, Padre del Dios, Hacedor de lo Correcto, Ay dice: "Tu nacimiento es hermoso sobre el horizonte del cielo, oh vivo Atón, que das la vida; cuando te alzas sobre el horizonte oriental llenas todas las tierras de belleza"». —Se detuvo durante un segundo, deleitándose con la ironía de todo ello—. Bueno, difícilmente, si se apaga…

Entonces se oyó otra voz que hablaba desde las sombras, temblorosa y extraña:

—«Pues eres espléndido, grande, radiante, y te elevas por encima de toda tierra… Eres el Sol, distante pero en la Tierra, y cuando te pones por el horizonte occidental, la Tierra se ve sumida en la oscuridad, y todo se parece a la Muerte…» —Ajnatón elevó la voz mientras declamaba esas frases y alzó sus delgados brazos, imitando la imagen de sí mismo grabada en la piedra a su lado, hacia un sol que no estaba allí. Pero se detuvo de golpe, como si no desease proseguir con lo que venía después.

Ay observó aquel espectro del poder caído sin variar de expresión.

—Sí, el gusto por la muerte —dijo—. Construir esta tumba me ha costado una suma considerable, pero nunca había tenido tiempo para visitarla e inspeccionar los progresos en el trabajo. Ahora son bastante caras estas Casas de la Muerte, y sin embargo no tenemos tiempo, mientras estamos vivos, de ocuparnos por estas cosas. Pasamos apuros, cometemos errores, intentamos corregirlos, no pensamos lo suficiente en el pasado y en el futuro.

Se detuvo. No tenía ni idea de adonde quería llegar. Nefertiti permaneció, extrañamente, en silencio.

—¿Os gustaría escuchar una historia sobre el pasado o el futuro?

—Pensemos en el futuro. —Finalmente, Nefertiti habló desde el extremo más alejado y oscuro de la cámara.

Ay se encaminó hacia donde estaba, pero ella se alejó un poco más. Yo no podía distinguir las sombras de los cuerpos.

—A decir verdad —dijo él—, pensaba comentaros lo que yo veo. Veo una época de calamidades. Veo un mundo que se derrumba, que se viene abajo. Veo sacerdotes atacando los templos de Atón, veo las arcas del tesoro vacías, veo odio en los ojos de la gente, veo a nuestros enemigos conquistando nuestras grandes ciudades y destruyendo a nuestros dioses. Veo morir nuestro gran mundo, verde y dorado, el Gran Río negándonos sus recompensas, la tierra seca y las cosechas echadas a perder, y a las langostas devorando todo lo que encuentran a su paso. Veo nuestros graneros llenos de arena. Veo el viento del tiempo soplando desde la Tierra Roja, llevando fuego y destrucción, arrasando nuestras ciudades, convirtiendo en cenizas todo lo que hemos construido. Veo a niños enseñando a sus padres a cometer actos de barbarie y horror, y veo bárbaras celebraciones en nuestros templos. Veo estatuas de dioses reemplazadas por monos parlanchines. Veo las aguas del río retirándose y a Ra enfriándose. Veo niños muertos en tumbas sin nombre.

—No deberías cenar tan tarde —respondió Nefertiti sin variar el tono de voz—. Eso altera tu imaginación.

El hizo caso omiso con un gesto de fastidio.

—Yo veo las cosas tal como son. A menos que actuemos del modo adecuado en el presente. Debemos recomponer las cosas tal como eran antes. Debemos retomar la tradición. Debemos olvidarnos de esta ciudad y encerrar a su dios, Atón, en una caja y enterrarla a muchos metros de profundidad en medio del desierto, como si nunca hubiese existido. Entonces estaremos actuando de un modo práctico. Necesitamos tropas y grano. Tenemos que negociar acuerdos y compensaciones con el nuevo ejército, y con los sacerdotes de Amón. Es necesario devolver a los sacerdotes de Tebas parte del control que tenían antes sobre sus riquezas y sus recursos, y permitirles que vuelvan a sus templos. Al mismo tiempo, debemos mostrar al mundo que nosotros, como familia y como país, somos más fuertes que nunca, y que los dioses nos apoyan. Y para hacerlo, debemos disponer de una figura de poder que pueda decir a la gente y a los dioses: «Soy el ayer y el mañana; puedo ver el tiempo al completo; mi nombre es el de aquel que recorre los senderos de los dioses. Soy el Señor de la Eternidad».

—No existe tal persona.

—Yo creo que sí —respondió con rapidez—. Creo que es el momento de revelarla.

Dejó la frase en el aire. Era una oferta. Una posibilidad. Pero ¿quién era Ay, a pesar de toda su autoridad, para hacer semejante propuesta? ¿Acaso podía él nombrar a los reyes, a los dioses, podía él decidir qué iba y qué no iba a ser?

Entonces Ajnatón habló con la convicción propia de un demente.

—Esto es un acto de traición, y haré que te arresten y ejecuten como a un vulgar ladrón.

Ay rió con ganas delante de sus narices; era la primera vez que le oía emitir un sonido tan humano.

—¿Y quién responderá a esa orden, quién la obedecerá? Has fracasado, estás acabado. El fracaso y la disolución penden sobre ti. Ya no tienes poder. Deberías sentirte afortunado por seguir con vida. —Su voz demostraba tranquilidad y, a un tiempo, una insalvable severidad.

Ajnatón se desplazó con rapidez hacia la entrada, pero los guardias le cerraron el paso.

—¡Dejadme pasar! —ordenó—. ¡Soy Ajnatón!

Ellos permanecieron quietos y en silencio. La impotencia de Ajnatón resultaba difícil de soportar. Les golpeó con los puños como un niño enrabietado. Sus golpes no les afectaban, por lo que le dejaron hacer.

Se volvió hacia Ay, iracundo.

—¡Al rey no se le desobedece! Me has robado mi reino. Has traicionado mi confianza. Te maldigo, y tanto yo como el dios nos vengaremos de ti.

—No. Tú has traicionado la confianza de las Dos Tierras. Tú me has traicionado a mí. Tú te has burlado y has destruido la gran herencia de este mundo. Tus maldiciones no tienen poder alguno. ¿Cómo alimentarás a la gente? No puedes hacerlo. ¿Cómo restablecerás el
maat
? No puedes. ¿Cómo volverás a mostrarte bajo el signo de Atón? No puedes. La gente te odia, el ejército te desprecia y los sacerdotes están planeando tu asesinato. Te entregué este mundo, todas sus riquezas y su poder, ¿y qué has hecho tú? Tú has creado ese estúpido sueño infantil hecho de barro y cañas. ¿Acaso la grandeza puede surgir de semejantes materiales? No. Se desmenuzan, se descomponen, se derrumban. Muy pronto, de esta ciudad y del loco rey que mandó construirla no quedarán más que sombras, huesos y polvo. El espíritu de tu padre debe de estar muriendo por segunda vez de vergüenza. Echarás a perder las coronas. Deberías arrodillarte.

Ajnatón miró a Ay.

—¿Ante ti? Jamás. —Había perdido, pero seguía desafiante.

Nefertiti surgió de las sombras. El corazón me dio un vuelco cuando vi su cara.

—Tú eres el Padre del Dios, pero no puedes ser el rey —dijo.

Algo cambió en la expresión de Ay. Había visto ese gesto en alguna otra ocasión, en la cara de los jugadores que se disponían a doblar su apuesta.

—No sabes quién soy —declaró.

Sus palabras cambiaron las corrientes de aquel aire oscuro. Nefertiti no se inmutó, como si la hubiesen pillado tras cometer una falta.

—Eres Ay, ¿acaso no es así?

El se desplazó entre las columnas, apareciendo y desapareciendo entre la luz y la sombra.

—¿No lo recuerdas?

Ella no dijo nada; esperaba.

—La memoria es algo extraño. ¿Qué somos sin ella? Nada.

Ella siguió en silencio. Él sonrió.

—Me alegra que no lo recuerdes. Esa era mi intención. Lo que yo quería era que te mantuvieses pura de cualquier contacto con el corazón.

—Eso no puede ser. El corazón lo es todo.

Él sacudió la cabeza con gravedad.

—Te equivocas. Esperaba que hubieses aprendido la mayor de las verdades. Solo existe un poder. No es el amor, tampoco el cuidado. Un único poder. Y yo te lo di.

—No me has dado nada. —En su voz, ahora sí, detecté ira.

Él sonrió de nuevo, como si hubiese conseguido otro pequeño triunfo; luego mostró su baza tranquilamente, sin variar el tono:

—Te di la vida.

Ay observó su cara mientras ella intentaba asimilar lo que aquellas pocas palabras implicaban. Era un asesino, con gran destreza había clavado su cuchillo en el centro de su corazón, y ahora observaba el sufrimiento de su víctima. Entonces ella habló, con voz extrañamente calmada, como si lo peor ya hubiese sucedido y nada pudiese hacerle más daño.

—¿Eres mi padre?

—Sí. ¿Me reconoces ahora?

—Veo lo que eres. Veo que tienes un desierto en el lugar que debería de ocupar el corazón. ¿Qué le ha ocurrido a tu corazón? ¿Qué le ha ocurrido a tu amor?

—No son más que palabras, hija mía. Amor, misericordia, compasión. Arráncalas de tu corazón. La acción lo es todo.

Ella se le acercó, sentía curiosidad a pesar del dolor.

—Si tú eres mi padre, ¿quién es mi madre?

Hizo un gesto con la mano para rechazar aquella pregunta.

—No evites la pregunta. Dime quién es mi madre.

—Nadie. No tenía nombre. Murió al dar a luz.

Esa nueva información causó estragos en Nefertiti. El dolor la hizo estremecerse, el dolor de la pérdida por algo que nunca había tenido más que en sueños; llevó sus manos hacia el pecho como si intentase mantener unidas las piezas rotas de su corazón.

—¿Cómo has podido hacerme esto?

—No intentes hacer que me sienta culpable. No eres una niña, o sea que no hables como si lo fueses.

—Nunca fui una niña. Me robaste esa parte de mi vida.

Ella se volvió hacia las sombras y desapareció. Ay echó a andar entre las columnas, esperando con calma a que regresase. Cuando pasó a mi lado, saqué el cuchillo de su cinturón con un rápido movimiento y lo apoyé contra su garganta. Toqué la fría y suave piel, casi cortándola, y con el brazo aferré el suyo por detrás de la espalda. Era como agarrar un puñado de aire, así de ligero era. Los guardias llegaron a toda prisa, pero les dije con firmeza:

—Atrás, o le cortaré el cuello. —Jety los desarmó con eficiencia.

Nefertiti salió de nuevo a la luz. Apreté con algo más de fuerza el cuchillo contra el cuello de Ay y me alegró sentir en él, por fin, un temblor de incertidumbre.

—Puedo matarle ahora mismo, o podemos inmovilizarlo y regresar a la ciudad. Podemos arrestarlo y llevarlo a juicio por traición y asesinato.

Ella me miró con lástima, después sacudió la cabeza.

—Suéltale.

No podía creer lo que acababa de oír.

—¿Quién crees que torturó a Tjenry, le mutiló y le mató? ¿Quién crees que hizo que Meryra ardiese hasta agonizar? Tal vez él no cometió esos actos personalmente, tiene al jefe de los médicos para hacer ese tipo de cosas, pero los planeó y los ordenó. ¿Quieres soltarle después de todo lo que te ha hecho? Este hombre no ha traído más que sufrimiento y destrucción, ¿y tú quieres dejarlo escapar? ¿Por qué?

—Porque tenemos que hacerlo.

Lancé lejos el cuchillo. Ay se liberó de mis brazos y, con su guante rojo de cuero, me abofeteó.

—Eso es por haber cometido la temeridad de tocarme. —Me abofeteó una vez más—. Y eso por haber cometido la temeridad de acusarme sin prueba alguna.

Le miré sin inmutarme.

—Mi hija es una mujer inteligente —prosiguió—. Ella lo entiende.

Entonces sonrió. Su sonrisa me dio asco.

—Lo tienes todo en el mundo —dije—. Pero hay ira en tu interior, te devorará y te convertirá en un hombre vacío. Se deba a lo que se deba, nunca se detendrá.

Ay hizo caso omiso de mi comentario. Se inclinó hacia delante y agarró un puñado de arena, que observó sin demasiado interés.

—Nunca me gustó este lugar, y ahora dudo que deba ser enterrado aquí. ¿Para qué necesitamos todas estas hermosas pinturas de la otra vida? Lo que veo aquí es la desesperada necesidad de más vida, de ricos campos y de muchos labriegos que los trabajen, de grandes honores y posición, de adquirir riqueza y propiedades; lo mejor que este mundo puede ofrecer. Sin embargo, lo único que hay es dolor. Ambos sabemos qué ocurre cuando morimos. Nada. Somos huesos y polvo. No hay vida eterna, no hay Otro Mundo, nada de campos de juncos. Los dulces pájaros de la eternidad solo cantan en nuestras cabezas. No son más que historias que nos contamos para protegernos de la verdad. Ahora bien, si lo tuviera todo debería ser capaz de devolver la vida al polvo. Compraría más días y años como si fuesen granos de trigo, y viviría para siempre. Pero eso no es posible. No podemos sobrevivir al tiempo. Solo los dioses son inmortales. Y no existen.

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