Read El que habla con los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Había sido evidente desde el principio que Andrópov estaba disgustado. Le hubiera encantado hacer acusaciones, o al menos insistir en una exhaustiva investigación por parte de la KGB, pero le habían prohibido —o más bien convencido— de que no siguiera ese camino. Pero cuando todo fue dicho y hecho y los demás se marcharon, el jefe de la KGB le pidió a Borowitz que se quedara para hablar un rato.
—Gregor —le dijo cuando estuvieron solos—, usted, claro está, sabe que no hay nada importante, absolutamente
nada
, de lo que yo no consiga enterarme. «Desconocido» o «por investigar» no es lo mismo que «secreto». Y más tarde o más temprano yo me entero de todo. Usted no lo ignora, ¿verdad?
—¡Ah, la omnisciencia! —dijo Borowitz con su sonrisa lobuna—. Es un peso muy grande para que lo lleve un solo hombre, camarada. Lo comprendo.
Yuri Andrópov sonrió apenas, sus ojos engañosamente vacíos y lacrimosos tras los cristales de las gafas. Pero no hizo ningún esfuerzo para disimular el tono de amenaza que había en su voz cuando dijo:
—Gregor, todos tenemos que pensar en nuestro futuro. Y usted, más que nadie, debería tener esto en cuenta. Ya no es joven, y si su querida organización fracasa, ¿qué será de usted? ¿Está preparado para una jubilación anticipada, para la pérdida de todos sus pequeños privilegios?
—Aunque parezca extraño —respondió Borowitz—, hay algo en la naturaleza de mi trabajo que ha asegurado mi futuro; hasta donde se puede ver, en todo caso. ¡Ah!, y de paso, también el de usted.
Andrópov arqueó las cejas.
—¿Sí? —dijo, otra vez con su tenue sonrisa—. ¿Y qué han leído sus astrólogos en mis estrellas, Gregor?
«Bueno, eso lo sabe», pensó Borowitz, aunque en verdad no le sorprendía. Cualquier jefe de la policía secreta mínimamente eficaz podría averiguarlo. De modo que no tenía sentido negarlo.
—Ascenso al Politburó en dos años —dijo sin que se le moviera un solo músculo de la cara—. Y tras ocho o nueve años más, posiblemente la dirección del Partido.
—¿De verdad? —La sonrisa de Andrópov era a medias curiosa, a medias irónica.
—De verdad —respondió Borowitz, cuya expresión seguía sin cambiar—. Y le cuento esto sin miedo de que vaya a contárselo a Leónidas.
—¿Sí? —respondió aquel peligrosísimo hombre—. ¿Y hay alguna razón especial que hará que no se lo cuente?
—Sí. Supongo que podríamos llamarla la regla de Herodes. Claro está que nosotros, fieles miembros del Partido, no leemos el libro que llaman «sagrado», pero como sé que usted es un hombre muy inteligente, también sé que comprenderá lo que quiero decir. Herodes, como usted sabe, prefirió cometer una matanza antes que correr el riesgo de que alguien le quitara el trono, aunque ese alguien todavía fuera un niño de pecho. Usted de ninguna manera es inocente como un niño, Yuri. Claro que Leónidas tampoco es un pequeño Herodes. Pero no creo que usted le cuente lo que he predicho…
Tras un instante de reflexión, Andrópov se encogió de hombros.
—Puede que no lo haga —dijo, y ya no sonreía.
—Por otra parte —dijo Borowitz por encima del hombro cuando se disponía a salir de la habitación—, podría contárselo yo… si no fuera por un pequeño detalle.
—¿Un pequeño detalle? ¿Cuál?
—Pues que todos tenemos que pensar en nuestro futuro. Y también porque me considero mucho más sabio que aquellos tontos reyes magos…
Y mientras iba a las zancadas por el pasillo rumbo a la escalera, Borowitz recordó otra cosa que sus videntes le habían dicho con respecto a Andrópov, algo que hizo reaparecer su sonrisa lobuna: enfermaría y moriría poco tiempo después de ser nombrado primer ministro. Sí, al cabo de dos o tres años como máximo. Borowitz confiaba en que la predicción se cumpliera… o tal vez pudiera hacer algo más que confiar.
Quizá pudiera hacer sus propios preparativos, comenzar ahora mismo. Tal vez debería hablar con un químico amigo en Bulgaria. Un veneno lento…, imposible de descubrir…, indoloro…, que produjera un veloz deterioro de los órganos vitales…
Desde luego valía la pena pensar acerca de este asunto.
El miércoles siguiente Boris Dragosani, al volante de su espartano coche ruso, recorrió los cuarenta y tantos kilómetros que separaban la ciudad de la amplia pero rústica
dacha
de Gregor Borowitz en Zhukovka. Además de estar situada en un agradable emplazamiento, en un altozano con vistas al río Moscú, el lugar estaba «libre» de ojos y oídos indiscretos —en especial los de tipo eléctrico—. Boris no tenía nada metálico en el lugar, a excepción de su detector de metales. En apariencia lo utilizaba para buscar monedas antiguas a lo largo de la ribera, especialmente en los vados, pero el artilugio le servía en realidad para garantizar su seguridad y tranquilidad de espíritu. Borowitz conocía la ubicación de cada uno de los clavos que unían las vigas de la
dacha
. No había la menor posibilidad de que alguien pudiera introducir un micrófono sin que él se diera cuenta.
A pesar de todas las precauciones, el general llevó a Dragosani a pasear para que pudieran hablar. Prefería el aire libre a la siempre dudosa intimidad del interior de la casa, por bien que la hubiera inspeccionado. Porque incluso en Zhukovka se percibía la presencia de la KGB, y por cierto que era una presencia muy fuerte. Muchos importantes oficiales de la citada organización —algunos generales entre ellos—, tenían sus
dachas
en el lugar, sin contar un batallón de antiguos agentes, ya retirados, a quienes el estado había recompensado por sus servicios. Ninguno de esos hombres era amigo de Borowitz; todos estarían encantados de proporcionar a Yuri Andrópov cualquier información que pudieran descubrir.
—Pero al menos nos hemos librado de ellos en la sección —dijo Borowitz mientras guiaba a Dragosani por un sendero a la orilla del río.
El general lo condujo a un lugar donde había unas piedras planas sobre las que podían sentarse y contemplar la puesta de sol mientras la tarde se reflejaba en el oscuro espejo verde del río.
Ambos constituían una extraña pareja: el viejo combatiente, achaparrado y nudoso, típicamente ruso, todo él cuerno, marfil y cuero envejecido, y el guapo joven, casi decadente por comparación, de rasgos delicados —cuando no los transformaba el rigor de su trabajo—, de manos largas y finas como las de un concertista de piano, delgado pero vigoroso, anchos hombros y sonrisa prieta. No, aparte de un mutuo respeto, tenían muy poco en común.
Borowitz respetaba a Dragosani por su talento, no dudaba de que serviría para que Rusia fuese de nuevo verdaderamente fuerte. No con la fortaleza de una «superpotencia», sino invulnerable a cualquier invasor, indestructible ante cualquier arma, invencible en su afán de expansionismo, cautelosa pero incontenible, que abarcaría al mundo entero. Oh, lo último ya estaba en marcha, pero Dragosani podía acelerar inmensamente el proceso. Eso, si las esperanzas de Borowitz con respecto a la sección tenían base sólida. Lo que hacían era también espionaje, pero en relación a la policía secreta de Andrópov era como la otra cara de la moneda. O, mejor dicho, el canto. Espionaje, pero con el énfasis en percepción extrasensorial. Por eso Borowitz simpatizaba con el antipático Dragosani: él nunca iba a quedar bien vestido con traje azul y sombrero, pero ningún hombre de la KGB podría nunca desentrañar los abismales secretos que conocía Dragosani. Y, claro está, Borowitz había «descubierto» al nigromante y lo había acogido en el seno de la organización. Ésta era otra razón por la que le caía bien: Dragosani era su mayor descubrimiento.
En cuanto al pálido joven, también él tenía objetivos, ambiciones, pero se los reservaba, los mantenía guardados en su mente macabra. Por cierto que no eran las visiones de Borowitz de una Rusia convertida en imperio universal y señora del mundo, una madre Rusia cuyos hijos no pudieran ser nunca más amenazados por ninguna nación —o alianza de naciones— por poderosa que ésta fuera.
En primer lugar, Dragosani no se consideraba verdaderamente ruso. Su herencia era mucho mas antigua que la opresión del comunismo y de las bárbaras tribus que utilizaban la hoz y el martillo no sólo como herramientas sino también como estandarte y amenaza. Y tal vez ésa era una de las razones por las que «simpatizaba» con el igualmente antipático Borowitz, cuya política era tan poco ortodoxa. En cuanto al respeto… sí, Dragosani respetaba al viejo combatiente, pero no por sus antiguas hazañas en el campo de batalla, o por la harto demostrada habilidad de Borowitz para vencer a sus adversarios con sus propias armas. Dragosani respetaba a su jefe de la misma manera que un deshollinador respeta los peldaños superiores de su escalera. Y, al igual que un deshollinador, sabía que no podía permitirse dar unos pasos atrás y detenerse a admirar su obra. Pero ¿por qué habría de hacerlo, si algún día construirían la chimenea, y él estaría en la punta y desde ese lugar inexpugnable gozaría de su triunfo? Entretanto Borowitz podía entrenarlo, conducirlo escaleras arriba, y Dragosani iba a trepar… tan rápido y tan alto como se lo permitiera la escalera. O quizá lo respetaba como el equilibrista respeta su cuerda. ¿Cuándo debía vigilar sus pasos, entonces?
Las desavenencias que había entre ambos, cuando las había, surgían principalmente de las diferentes clases sociales de que procedían, de sus distintos modos de vida, educación y lealtades. Borowitz era un moscovita de pura sangre, que se había quedado huérfano a los cuatro años, a los siete cortaba leña para ganarse la vida y desde los dieciséis había sido soldado. Dragosani había sido llamado así por el lugar de su nacimiento, donde el río Oh bajaba de los Cárpatos hacia el Danubio y la frontera búlgara. En la antigüedad eso había sido la región de Valaquia, con Hungría al norte y Serbia y Bosnia al oeste.
Y así se veía Dragosani a sí mismo: como un ciudadano de Valaquia, o al menos como un rumano. Y como historiador y patriota (aunque su patriotismo lo dedicara a un país que hacía tiempo se había borrado de los mapas) sabía que la historia de su madre patria había sido larga y sangrienta. Si se estudia la historia de Valaquia, ¿que se encontrará? Que ha sido saqueada, anexada, robada, reconquistada y vuelta a robar, desvastada y arruinada, pero que siempre se ha levantado de sus cenizas. ¡El país era un fénix! Su suelo estaba vivo, oscurecido por la sangre, fertilizado por ella. Sí, el vigor del pueblo estaba en la tierra, y el de la tierra en su pueblo. Era una tierra por la que ellos podían luchar y que, dada su naturaleza, casi podía luchar por ella misma. Cualquier mapa antiguo mostraba por qué esto era así: en los viejos tiempos, antes de que se inventaran el avión y el tanque, la región, rodeada por montañas y ciénagas, con el mar Negro en el lado este, tierras pantanosas al oeste y el Danubio en el sur, había estado aislada casi por completo, segura como una fortaleza.
Orgulloso de su herencia, pues, Dragosani era ante todo un ciudadano de Valaquia (posiblemente el único que quedaba en todo el mundo); en segundo lugar, un rumano; pero de ninguna manera un ruso. ¿Qué eran los rusos, después de todo, Gregor Borowitz incluido, sino la espuma producida por oleada tras oleada de invasores? Hijos de hunos y de godos, eslavos y francos, mongoles y turcos. En Boris Dragosani, claro está, también había algo de la sangre de esos perros, pero él era en su mayor parte un valaco. Sólo podía sentirse unido a Borowitz en una cosa: ambos eran huérfanos. Pero aun en eso eran diferentes. Borowitz al menos había tenido padres, los había conocido de pequeño, aunque luego los hubiera olvidado. Pero Dragosani había sido un expósito. Lo habían encontrado en un umbral en un pueblo rumano, cuando tenía poco más de un día de vida. Lo había criado y educado un rico granjero terrateniente. Ésa había sido su suerte. Podía decirse que, en general, no había sido mala.
—Bien, Boris —dijo Borowitz, arrancando a su protegido de sus cavilaciones—, ¿qué piensa usted?
—¿De qué?
—¡Ja! —exclamó el hombre más viejo—. Mire, sé que este lugar es muy tranquilo y que yo soy un viejo aburrido, pero, por favor, no se duerma mientras le hablo. ¿Qué piensa sobre la sección por fin libre de la KGB?
—¿De verdad es así?
—¡Ya lo creo! —Borowitz se frotó las manos satisfecho—. Podemos decir que nos hemos purgado. Nos vimos obligados a soportarlos porque a Andrópov le gusta meter la mano en todos los pasteles. Bueno, el sabor del nuestro ya no le parece bueno. Finalmente todo nos ha salido bien.
—¿Cómo lo hizo? —preguntó Dragosani, que sabía que el otro se moría de ganas de contárselo.
Borowitz se encogió de hombros, casi como si quisiera quitarle importancia a su papel en el asunto… y Dragosani supo que en verdad deseaba exactamente lo contrario.
—¡Oh, un poco de esto, un poco de aquello! Quizá debería decirle que arriesgué mi puesto, que arriesgué a la propia organización. Hice una apuesta… pero sabía que no podía perder.
—No fue una apuesta, entonces —dijo Dragosani—. ¿Qué hizo, en concreto?
Borowitz se rió.
—Boris, usted sabe que no me gusta nada ser concreto. Pero se lo diré. Fui a ver a Brezhnev
antes
de la vista, y le conté cómo iban a ser las cosas.
—¡Ja! —ahora la risa irónica fue de Dragosani—.
¿Usted
se lo contó a él? ¿Usted le contó a Leónidas Brezhnev, el jefe del Partido, cómo iban a ser las cosas? ¿Qué cosas?
Borowitz sacó a relucir su sonrisa lobuna.
—Las cosas futuras —dijo—. Lo que todavía no ha sucedido. Le dije que sus besuqueos políticos con Nixon lo llevarían a conquistar posiciones, pero que debía prepararse para la caída de Nixon dentro de tres años, cuando el mundo descubra su corrupción. Le dije que cuando todo termine él estará en una posición ventajosa, y tendrá que tratar con el inepto que ocupará la Casa Blanca. Le dije que a fin de prepararse para los americanos partidarios de la línea dura que vendrán luego, el próximo año firmará un acuerdo autorizando que los
sputnik
fotografíen los emplazamientos de misiles en los Estados Unidos, y viceversa. Debe hacerlo mientras tiene la posibilidad, y mientras América va delante en la carrera del espacio. Otra vez distensión, ya ve. Él está interesado, y también lo está en que los americanos no vayan muy adelantados en esa carrera, de modo que le he prometido una empresa espacial conjunta en el año mil novecientos setenta y cinco. En cuanto al montón de judíos y disidentes que han estado causándole problemas, le dije que se verá libre de muchos de ellos, quizá unos ciento veinticinco mil, en los próximos tres o cuatro años.