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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

El pozo de la muerte (20 page)

BOOK: El pozo de la muerte
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—No parece muy complicado.

—No, pero tampoco es un sistema muy seguro. Pero ¿qué pasa si usted trabaja con varios alfabetos cifrados? Digamos que en lugar de uno, tiene diez. Y así, mientras cifra su mensaje letra por letra, va utilizando los diez alfabetos, y cuando termina con el último vuelve a empezar por el primero. Eso es un código polialfabético. Y ahora, «ve» ya no será «yz». Cada una de las letras proviene de un alfabeto cifrado diferente.

—Parece difícil de descodificar.

—Sí, es muy difícil. Pero Kerry sostiene que en la época de Macallan no se utilizaban claves polialfabéticas. La gente las conocía, claro está, pero se pensaba que llevaban demasiado tiempo y que era muy fácil cometer errores. —St. John volvió a suspirar—. Pero en este caso, el mayor problema es el ocultamiento. Si Macallan utilizaba una clave polialfabética, ¿dónde escondía las tablas con las diferentes claves alfabéticas que necesitaba para codificar su diario? Si Red Ned Ockham las hubiera visto, aunque fuera por azar y sólo una vez, el diario ahora no existiría. Y es imposible que las hubiera memorizado.

—Si usted piensa que el código puede ser polialfabético, ¿por qué no trata de descifrarlo usted mismo?

En el rostro de St. John apareció algo que podría haber pasado por una sonrisa.

—Lo haría encantado, si tuviera dos meses de plazo. Pero no los tengo. Además, no sé cuan larga era la clave que utilizaba, y tampoco sé si era muy generoso con sus nulas.

—¿Nulas?

—Sí. Las letras vacías de significado, pero que son puestas aquí y allá para confundir a los que intenten descifrar el código.

Fuera sonó la sirena de un barco, profunda y misteriosa, y Hatch miró la hora.

—Son las diez —dijo—. Será mejor que me vaya. Dentro de pocos minutos cerrarán los túneles subterráneos y comenzarán a vaciar el Pozo de Agua. ¡Espero que le vaya bien con Kerry!

19

Hatch se marchó del campamento base y comenzó a correr por el sendero que llevaba hasta Orthanc. El médico estaba ansioso por ver la nueva estructura que habían montado sobre el Pozo de Agua en apenas cuarenta y ocho horas. Divisó la torre de observación, con sus paneles de cristal, incluso antes de llegar a la zona más alta de la isla. Cuando estuvo más cerca pudo ver los grandes soportes que sostenían la torre a más de diez metros por encima del suelo arenoso. Del interior salían cabrestantes y cables que penetraban en la oscuridad del pozo.

Dios mío, pensó Hatch. Esto debe ser visible desde la ciudad.

Después, sus pensamientos volvieron a la fiesta de la langosta, y a lo que habían dicho Clay y su antiguo profesor. Hatch sabía que el profesor Horn no hablaría con nadie más de aquello, pero Clay era otra cosa. Por el momento, la opinión pública apoyaba por completo a Thalassa, y él tendría que ocuparse de que las cosas siguieran así. Antes de que terminara la fiesta había hablado con Neidelman sobre la posibilidad de darle trabajo a Donny Truit, y el capitán le había ofrecido un puesto en el equipo de excavadores que comenzarían a trabajar en el fondo del Pozo de Agua tan pronto como lo hubieran vaciado.

Hatch se acercó a la torre y subió por la escalera exterior. La vista desde la plataforma de observación era magnífica. El ardiente sol del verano comenzaba a disipar la niebla, y se podía ver a distancia la costa de Maine. El sol hacía brillar el océano, que parecía de metal líquido, y las olas rompían en los arrecifes y dejaban una línea de espuma y de detritus que las aguas llevaban a la playa. Recordó un verso de Rupert Brooke:

El opaco límite de espuma,

que turbio permanece cuando la ola se retira.

Oyó ruido de voces y miró hacia allí. En el otro lado de la plataforma de observación estaba Isobel Bonterre, con su traje de buceo que brillaba húmedo al sol. Estaba inclinada sobre la barandilla y hablaba animadamente con Neidelman.

Hatch se acercó, y la joven lo recibió con una sonrisa.

—¡Vaya, el hombre que me salvó la vida!

—¿Cómo está su herida? —le preguntó Hatch.


De rien, monsieur le docteur
. Esta mañana a las seis, cuando usted dormía como un tronco, yo ya estaba buceando. ¡Y no se imagina lo que he descubierto!

Hatch miró a Neidelman, que fumaba su pipa y parecía muy satisfecho con el curso de los acontecimientos.

—¿Recuerda los restos de una construcción de cemento que encontré el otro día en el lecho del mar? —continuó la joven—. Continúa paralela a los arrecifes, por todo el extremo sur de la isla. Esta mañana he explorado las ruinas, y sólo hay una explicación posible: son los cimientos de un antiguo dique.

—¿Un dique? ¿Y en el extremo de la isla? Pero ¿para qué…?

Y Hatch supo cuál era la respuesta en el mismo instante en que formuló la pregunta.

—¡Santo Dios! —exclamó.

Bonterre rió.

—Los piratas construyeron un dique en semicírculo rodeando los arrecifes del sur. Clavaron pilotes de madera en el fondo del mar, como si construyeran una valla. He encontrado restos de estopa y de brea, que posiblemente usaron para impermeabilizar los pilotes. Después extrajeron el agua, dejaron al descubierto el lecho del mar y excavaron los cinco túneles subterráneos. Cuando terminaron, sólo tuvieron que destruir el dique y el agua penetró en el pozo.
Et voila
, ya estaban tendidas las trampas.

—Sí —añadió Neidelman—. Cuando uno piensa en ello, parece algo evidente. ¿De qué otra manera podían construir túneles subterráneos? No olvidemos que en aquella época no había equipos de buceo. Macallan era ingeniero, además de arquitecto. Fue asesor durante la construcción del antiguo puente de Battersea, de modo que conocía las técnicas de construcción en aguas poco profundas. Es indudable que él planeó todo esto hasta el último detalle.

—¿Un dique alrededor de la punta de la isla? Es una obra considerable.

—Sí, una obra muy grande. Pero recuerde que tenía más de mil trabajadores entusiastas a sus órdenes. Y tenían las enormes bombas que usaban para vaciar las sentinas de los barcos. —Se oyó la sirena de un barco y Neidelman miró la hora—. Dentro de quince minutos haremos estallar los explosivos y cerraremos los cinco túneles. La niebla se está disipando, y tendremos una buena vista. Entremos.

El capitán los condujo al interior de Orthanc. Debajo de las ventanas de cristal de la torre estaban los equipos electrónicos y los monitores, montados horizontalmente. Magnusen y Rankin, el geólogo, estaban en sus puestos, en rincones opuestos de la torre, y un par de técnicos que Hatch no conocía estaban muy ocupados tendiendo cables y comprobando el funcionamiento de distintas piezas de los equipos. Una serie de pantallas alineadas contra una pared mostraban, en circuito cerrado de vídeo, imágenes de distintos lugares de la isla: el centro de mando, la boca del pozo, y el interior mismo de Orthanc.

Una de las características más notables de la torre era una gran placa de cristal, que ocupaba gran parte del suelo del recinto, en la parte central. Hatch se adelantó unos pasos y observó a través del cristal las entrañas del Pozo de Agua.

—Mire esto —dijo Neidelman y apretó un botón en una consola cercana.

Se encendió una poderosa lámpara de arco de mercurio, y su luz penetró en las profundidades. El fondo del pozo estaba lleno de agua de mar. En la superficie flotaban jirones de algas y camarones diminutos, que se agitaban bajo la poderosa luz. Un poco más abajo se veían las antiguas vigas del encofrado, cubiertas de crustáceos. La gruesa manguera con articulaciones de metal descendía por uno de los lados del pozo, junto con media docena más de cables.

—La garganta de la bestia —comentó Neidelman con sombría satisfacción; señaló las consolas que se alineaban debajo de las ventanas—: Hemos equipado la torre con las sondas y radares más modernos, y todo está conectado al ordenador del campamento base.

—Doctora Magnusen, ¿está preparada la estación de comunicaciones ?

—Sí, capitán —contestó la ingeniera apartándose el pelo—. Las señales que transmiten las cinco boyas nos llegan perfectamente.

—¿Wopner está en Isla Uno?

—Lo he llamado hace cinco minutos. Si no está, debe de estar muy cerca.

Neidelman se dirigió hacia el panel de control y puso la radio en funcionamiento.


Naiad
y
Grampus
, aquí Orthanc. ¿Me oyen?

Desde las lanchas le respondieron afirmativamente.

—Ocupen sus puestos. Haremos estallar las cargas en diez minutos.

Hatch se dirigió a la ventana. La niebla era casi imperceptible, y vio a las dos motoras que se alejaban del muelle y ocupaban sus posiciones a corta distancia de la costa. En el extremo sur de la isla, y junto al arrecife, Hatch alcanzó a divisar las cinco boyas que señalaban la entrada de los túneles subterráneos. Cada uno de los túneles había sido minado con varias libras de Semtex. Las antenas de las boyas emitieron una señal luminosa. Ya estaban preparadas para recibir las señales que harían detonar los explosivos.

—Isla Uno, comuníquese.

—Aquí Wopner.

—¿Están los sistemas de supervisión en línea?

—Sí, todo está a punto —respondió Wopner; parecía abatido.

—Muy bien. Avíseme si hay algún cambio.

—Capitán, ¿para qué estoy aquí? La torre está perfectamente informatizada, y las bombas funcionarán manualmente. Todo lo que tiene que hacer, puede hacerlo desde allí. Y yo debería estar trabajando en ese maldito código.

—No quiero más sorpresas —replicó Neidelman—.

Haremos estallar los explosivos y clausuraremos los túneles, y después bombearemos el agua fuera del pozo. En unos minutos podrá volver con su diario.

Abajo recrudeció la actividad, y Hatch vio que Streeter ordenaba a uno de sus equipos que se situaran alrededor de la bomba. Bonterre, que había salido, volvió a entrar.

—¿Cuánto falta para que comiencen los fuegos artificiales? —preguntó.

—Cinco minutos —respondió Neidelman.

—¡Qué emocionante! Me encantan las explosiones —dijo la joven guiñándole un ojo a Hatch.

—Doctora Magnusen —dijo Neidelman—. Por favor, hagamos una última verificación.

—De acuerdo, capitán —dijo la doctora Magnusen, y luego hubo un breve silencio—. Luz verde para todo —continuó la mujer—. Las señales de comunicación son buenas. Las bombas están preparadas y listas para funcionar.

Rankin le indicó a Hatch con un gesto que se acercara y le señaló una de las pantallas.

—Mire eso.

La pantalla mostraba un corte transversal del pozo, hasta unos treinta metros de profundidad. Dentro se veía una columna azul que llegaba hasta la superficie.

—Hemos conseguido colocar un medidor de profundidad dentro del pozo —dijo con tono entusiasta—. Streeter envió un equipo de buceadores, pero no pudieron llegar a más de tres metros debido a los escombros y la basura. No se imagina la cantidad de basura que se ha acumulado allí abajo. Con este aparato podremos medir desde aquí el descenso del nivel de agua.

—Atención, estaciones alerta —dijo Neidelman—. Comenzaremos las explosiones en serie.

En la torre de observación se hizo el silencio.

—Preparados de uno a cinco —dijo en voz baja Magnusen, y sus dedos se movieron ágilmente sobre el teclado.

—Diez segundos —murmuró Neidelman; la atmósfera se hizo más tensa.

—Explosión uno.

Hatch miró en dirección al mar. Durante un segundo, la escena pareció congelarse, inmóvil, pero luego un inmenso geiser, iluminado desde dentro con una intensa luz naranja, surgió del océano. Un instante más tarde, la onda expansiva hizo temblar las ventanas de la plataforma de observación. La onda se transmitió a través del agua, y treinta segundos más tarde el sordo ruido llegaba al continente. El geiser ascendió con un extraño movimiento como en cámara lenta, seguido por una niebla de roca pulverizada, lodo y algas marinas. Y cuando las aguas descendieron como una lluvia, el océano se agitó en olas inmensas. La
Naiad
, que era la motora más cercana a la explosión, se balanceó como una frágil cáscara de nuez en las aguas revueltas.

—Explosión dos —dijo Neidelman, y una segunda explosión desgarró los arrecifes a unos cien metros de la primera. Uno por uno estallaron los explosivos en las profundidades del mar, hasta que Hatch tuvo la sensación de que toda la costa sur de la isla Ragged había sucumbido a una tormenta devastadora.

Es una pena que no sea domingo, pensó. Le habríamos hecho un favor a Clay despertando a toda la gente que se duerme en sus sermones.

Hubo un breve compás de espera mientras las aguas se asentaban y los equipos de buceadores examinaban el resultado de la operación. Cuando le comunicaron que los cinco túneles habían sido clausurados, Neidelman le dijo a Magnusen:

—Conecte las válvulas de desagüe de las bombas; prográmelas para que extraigan a razón de cien mil litros por minuto. Streeter, que sus hombres se preparen.

Con la radio en la mano, se dirigió al grupo reunido en la torre.

—Vamos a vaciar el Pozo de Agua —les dijo.

Se oyó un rugido cuando los motores de las bombas se pusieron en marcha. Y casi al mismo tiempo, cuando las bombas comenzaron a absorber el agua de las profundidades, se oyó un sordo latido que venía del pozo. Hatch vio que la gruesa manguera se ponía rígida cuando el agua comenzó su jornada desde el Pozo de Agua y a través de la isla, hacia el océano. Rankin y Bonterre no quitaban los ojos de la pantalla que mostraba el interior del pozo, mientras Magnusen vigilaba el subsistema de la bomba. La torre comenzó a vibrar suavemente.

Pasaron unos minutos.

—El nivel del agua ha descendido un metro y medio —anunció Magnusen.

—Aquí la diferencia de nivel que se produce entre la marea alta y la baja es de dos metros y medio —le dijo Neidelman a Hatch—. En el interior del pozo, el agua nunca desciende más de dos metros y medio, ni siquiera con la marea más baja. Cuando nosotros lleguemos a los tres metros, sabremos que hemos triunfado.

Hubo unos minutos muy tensos. Después Magnusen levantó la cabeza del cuadro de mandos.

—El nivel del agua ha descendido tres metros —anunció con voz flemática.

Los demás se miraron en silencio, y de repente una gran sonrisa apareció en el rostro de Neidelman.

En unos segundos la torre de observación de Orthanc se convirtió en un manicomio feliz. Bonterre lanzó un silbido y se arrojó a los brazos del sorprendido Rankin. Los técnicos se felicitaron con entusiastas palmadas en la espalda, y hasta los labios de Magnusen se estiraron en algo parecido a una sonrisa. Y en medio de la algarabía, alguien trajo copas de champán de plástico y una botella de Veuve Cliquot.

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