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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Relato, Drama

El pintor de batallas (20 page)

Faulques se encogió de hombros.

—Conocer no es una palabra apropiada. Imagine a un tipo que no sepa nada de ajedrez, pero que acuda cada tarde al café a ver jugar partidas…

—Ya. Tarde o temprano acabará aprendiendo las reglas.

—O por lo menos, averiguando que existen. Lo que nunca será capaz de saber por sí solo, aunque mire toda su vida, es el número de partidas posibles: uno seguido de ciento veinte ceros.

—Comprendo. Habla de un juego donde las reglas no sean la línea de salida, sino el punto de llegada… ¿No?

—Diablos. Esa definición es francamente buena.

Markovic dejó la lata en el suelo y sacó un cigarrillo. Se palpaba los bolsillos en busca de fuego, y Faulques le arrojó un encendedor de plástico que había en la mesa. Quédeselo, dijo. El otro lo atrapó al vuelo.

—Bien —concluyó entre una bocanada de humo—. Creo que ya sé lo que hace aquí. En realidad sospechaba algo así, pero no que fuera capaz de ir tan lejos. Aunque al ver esto —se guardó el encendedor e hizo un ademán abarcando la pintura mural— debí prever sus últimas consecuencias.

Faulques tenía hambre. De no estar allí su extraño visitante, se habría hecho un poco de pasta en la cocina de gas que tenía en la planta superior de la torre. Subió, pasando entre Markovic y los libros que ocupaban los peldaños, para mirar en el baúl donde guardaba ropa, latas de conserva y la escopeta de postas. No quedaba gran cosa. Tendría que ir pronto al pueblo en busca de provisiones.

—¿Y cree que no hay escapatoria? — preguntó el croata desde abajo—. ¿Que nos gobiernan esas leyes inevitables? ¿Esas reglas ocultas del universo?

—Suena excesivo, dicho así. Pero es lo que creo.

—¿Incluidas las huellas que sirven de rastro al cazador?

—Seguramente.

Inclinado sobre la barandilla, Faulques le mostró a Markovic una lata de sardinas y un paquete de pan de molde, y el otro asintió con la cabeza. Tras coger otra lata, dos platos y cubiertos, el pintor de batallas bajó y lo dispuso todo sobre servilletas de papel en un ángulo libre de la mesa. Los dos hombres comieron en silencio, de pie, acompañando las sardinas con las otras dos cervezas traídas por el croata, que aún estaban frías.

—Respecto a huellas y cazadores —apuntó Markovic entre dos bocados—, tal vez, a su manera, ese francotirador también era un artista.

Faulques se echó a reír.

—¿Por qué no?… En cuestiones de arte, el trabajo original del yo tiene más importancia social que la filantropía. O eso dicen.

—¿Puede repetirlo?

El pintor de batallas dijo claro que puedo, y lo repitió. El otro lo estuvo analizando un rato y asintió con la boca llena, casi regocijado por la idea. Un artista, repitió pensativo. Adecuado a los tiempos que corren. La verdad es que nunca se me había ocurrido considerarlo de esa manera, señor Faulques.

—También —admitió este— yo he tardado unos años en verlo así.

A media lata de sardinas, el pintor de batallas sintió el aviso de una punzada de dolor. Buscó sin apresurarse la caja de comprimidos, tragó dos con un sorbo de cerveza, se disculpó con Markovic y salió afuera, al sol, apoyándose en el muro de la torre mientras esperaba a que cesara el dolor. Cuando regresó, el croata lo observaba con curiosidad.

—¿Molestias?

—A veces.

Se miraron sin más comentarios. Después, al terminar de comer, Faulques subió a preparar café y bajó con una taza humeante en cada mano. El visitante había encendido otro cigarrillo y observaba la pintura mural, allí donde la columna de fugitivos abandonaba la ciudad en llamas bajo las armas de los sicarios revestidos de hierro, con su apariencia a medio camino entre guerreros medievales y soldados futuristas.

—Hay una grieta en la pared, ahí encima —dijo Markovic.

—Ya lo sé.

—Qué lástima —el croata movía la cabeza, apesadumbrado—. Estropeada antes de terminarse. Aunque de todas formas…

Se calló, y Faulques miró su perfil interesado en lo que contemplaba, el rostro vuelto hacia arriba, el mentón sin afeitar, el cigarrillo colgado de los labios, los ojos grises y atentos que recorrían las imágenes de la pared deteniéndose en la playa donde las naves se alejaban bajo la lluvia y donde, en primer término, el niño contemplaba a su madre tendida boca arriba y con los muslos manchados de sangre. Aparte de los recuerdos profesionales del pintor de batallas, aquella mujer debía mucho, compositivamente, a un cuadro de Bonnard:
La indolente
. Aunque para la mujer pintada en la pared, indolente no fuese expresión acertada.

Markovic seguía estudiando aquella figura.

—¿Me permite una pregunta profana?

—Claro.

—¿Por qué es todo tan geométrico y con tantas diagonales?

Faulques le entregó una taza de café y bebió un sorbo de la otra.

—Creo que las diagonales ordenan mejor. Cada estructura tiene su propio código de la circulación. Sus señales de tráfico.

—¿Incluso la guerra?

—Sí. Pintando esto es como lo veo. Se trata de la forma, de la regla o como queramos llamarla, frente a la desintegración en puntos y comas, en manchas… Frente al desorden del color y de la vida. Un tipo llamado Cézanne fue el primero que vio eso.

—No conozco a ese Cézanne.

—Da igual. Hablo de pintores. Gente a la que yo antes ignoraba, o despreciaba, y a la que con el tiempo acabé por comprender.

—¿Pintores famosos?

—Maestros antiguos y modernos. Se llamaban Piero della Francesca, Paolo Uccello, y también Picasso, Braque, Gris, Boccioni, Chagall, Léger…

—Ah, claro… Picasso.

Markovic se acercó un poco más a la pintura, inclinándose para observar los detalles, cigarrillo en una mano y taza de café en la otra. Me parece, dijo, que Picasso también pintó un cuadro de guerra. El
Guernica
, se llama. Aunque en realidad no se diría un cuadro de guerra. Al menos, no como este. ¿Verdad?

—Picasso no vio una guerra en su vida.

El croata miró al pintor de batallas y asintió, grave. Podía comprender eso. Con una intuición que sorprendió a Faulques, se volvió hacia los hombres ahorcados de los árboles, en la parte dibujada a carboncillo sobre el blanco de la pared.

—¿Y aquel otro compatriota suyo, Goya?

—Ese sí. La vio y la sufrió.

Asintió de nuevo Markovic, estudiando atento los esbozos. Se detuvo mucho rato en el niño muerto junto a la columna de fugitivos.

—Goya dibujó buenas estampas sobre la guerra, me parece.

—Hizo los mejores grabados que se han hecho nunca. Nadie vio la guerra como él, ni se acercó tanto a la mala índole humana… Cuando al fin perdió el respeto a todos los hombres y a todas las normas académicas, ni la más cruda fotografía llegó tan lejos.

—¿Por qué este cuadro tan grande, entonces? — Markovic aún contemplaba el niño muerto—. ¿Por qué pintar algo que otro hizo mejor, antes?

—Cada uno debe pintar su parte. Lo que vio. Lo que ve.

—¿Antes de morir?

—Claro. Antes de morir. Nadie debería irse sin dejar una Troya ardiendo a sus espaldas.

—Una Troya, dice.

Markovic, que ahora se movía despacio a lo largo del muro, sonrió pensativo.

—¿Sabe, señor Faulques?… Gracias a usted ya no puedo creer en las certidumbres de los que tienen una casa, una familia y unos amigos.

La sonrisa le descubría el hueco de la dentadura cuando se detuvo junto al grupo de guerreros que esperaban entrar en combate, en los que Faulques había estado trabajando el día anterior. La luz del sol, que empezaba a declinar y resplandecía en la ventana, daba a la escena una claridad extraordinaria, haciendo relucir las armaduras como si fueran de metal verdadero; aunque todo se debía al efecto pictórico de líneas finas de blanco de titanio sobre gris neutro y a la repetición, en suaves toques algo más claros, de los tonos que aquel metal bruñido tenía alrededor.

—Dicen que antes de morir —comentó el croata— se debe plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo. Una vez tuve un hijo, pero ya no lo tengo. También quemaron los árboles que planté… Quizá deba pintar un cuadro, señor Faulques. ¿Cree que yo sería capaz de pintar uno?

—No veo por qué no. Cada uno se las arregla como puede.

—¿Y de colaborar en este?

—Puede hacerlo, si gusta.

El croata se ajustó mejor las gafas, acercando el rostro a la pintura. Estudiaba las armaduras, los detalles de las celadas y los guanteletes. Al cabo dio un paso atrás, dirigió una mirada circular a la pared, miró al pintor de batallas e hizo un gesto tímido hacia la mesa donde estaban los pinceles, los tubos y los frascos.

—¿Me permite?

Sonrió un poco Faulques, asintiendo.

—Sírvase usted mismo.

Dudó Markovic, dejó taza y cigarrillo, y por fin señaló a los dos hombres que se acuchillaban en el suelo buscándose los resquicios de las armaduras que, erizadas de tornillos y tuercas, los hacían semejantes a robots. Entonces Faulques fue hasta la mesa, abrió uno de los botes herméticos donde guardaba pequeñas cantidades de pintura mezclada, y puso un poco de blanco suavemente azulado en un pincel del número 6.

—Hagamos brillar uno de esos cuchillos —sugirió—. Bastará una línea fina por el filo. Puede apoyarse en la pared porque la pintura está seca.

Indicó el lugar, entregó el pincel a Markovic, y este, de rodillas en el suelo, tras estudiar el efecto de los brillos en lo que ya estaba pintado, trazó una línea retocando el borde de la hoja que uno de los contendientes sostenía en alto. Lo hizo despacio y con suma atención, aplicándose cuanto pudo. Al rato se levantó, devolviendo el pincel a Faulques.

—¿Qué tal? — preguntó.

—No está mal. Si se sitúa aquí, verá que ahora ese filo parece más peligroso.

—Tiene razón.

—¿Quiere pintar algo más?

—No, gracias. Es suficiente.

Faulques lavó el pincel y lo puso a secar. El croata seguía observando la pared.

—Sus soldados parecen máquinas, ¿no cree?… Con tanto tornillo y tanto metal encima —se volvió hacia el pintor de batallas como si acabaran de hacerle a él una pregunta y buscara la respuesta adecuada—. ¿Máquinas de matar?

—Ya ve que no es tan difícil. Basta con fijarse un poco —Faulques señaló el mural—. Mi estructura es compatible con el sentido común.

Se iluminó el rostro de Markovic.

—Así que era eso.

—Claro.

—Su pintura está llena de adivinanzas, me parece. De enigmas.

—Todas las buenas lo están. De lo contrario sólo son brochazos sobre un lienzo o una pared.

—¿Usted cree que su pintura es buena?

—No. Es mediocre. Pero intento que se parezca a las que lo son.

El croata cogió su taza de café, bebió un sorbo y observó a Faulques, interesado.

—¿Me está diciendo que todos los cuadros cuentan historias? ¿Hasta los que llaman abstractos, los cuadros modernos y todos esos?

—Los que a mí me interesan sí las cuentan. Mire.

Fue hasta las pilas de libros que había en la escalera, cogió tres de ellos, los llevó hasta la mesa y pasó las páginas hasta dar con lo que buscaba. Una ilustración representaba un cuadro de Aniello Falcone, un pintor de batallas clásico del XVII:
Escena de saqueo después de la batalla
.

—¿Qué ve en este cuadro?

Markovic se acercó, rascándose la sien. Puso la taza de café sobre la mesa y encendió otro cigarrillo. No sé, dijo echando el humo. Ha habido un combate duro, y ahora los soldados victoriosos roban la ropa y las joyas de los muertos. El jinete de la armadura es el jefe, y parece despiadado. También parece reclamar para sí a la mujer a la que van a violar. En ese punto, el croata miró a Faulques. Veo una historia, dijo. Tiene usted razón.

—Mire este otro cuadro —sugirió Faulques.

—¿Cómo se llama el autor?

—Chagall. Dígame lo que ve.

—Pues veo… Eh… Un cuadro un poco abstracto, ¿no?

—No es abstracto. Hay cosas concretas, figuras humanas, objetos. Pero es igual. Siga.

—Bueno, pues es… No sé. Geométrico como su pintura de la pared, aunque usted no exagere tanto los ángulos ni descomponga la apariencia de las personas y las cosas. Un hombre, un samovar y una pareja diminuta que baila… ¿También eso cuenta una historia?

—También.

—¿Cómo se llama el cuadro?

—Lo pone debajo, en letra pequeña:
El soldado bebedor
. Ese soldado es ruso. Viene de la guerra, o va camino de ella, y está tan borracho que ya no distingue el vodka del té. La gorra se le vuela de la cabeza, sorprendido al ver bailar sobre la mesa a una campesina a la que conoce. Y ella baila, quizá, con el mismo hombre que pintó el cuadro.

Markovic volvió a rascarse la sien, confuso.

—Una historia extraña, de cualquier modo.

—Cada cual cuenta a su manera. Además, ya he dicho que el soldado está como una cuba. Mire ahora este otro cuadro… ¿Qué le parece?

Markovic prestó atención. Parecía un tipo bien dispuesto, pensó Faulques. Un alumno interesado y prudente.

—Pues más extraño todavía. Es igual que esas pintadas que hay en las paredes de ciertos barrios. In Italian, dice al pie… ¿De quién es?

—De Jean—Michel Basquiat, un negro hispano—haitiano. Lo pintó en los años ochenta.

—No parece relacionado con la guerra.

—Pues lo está. No con cargas de caballería, ni con soldados ebrios, claro. Habla de otra guerra distinta de aquella en la que pensamos usted y yo al oír la palabra. Aunque no sea tan distinta, en realidad… ¿Ve esas inscripciones y el círculo de la izquierda? Dinero,
blood
, sangre,
In God we Trust
. La Libertad como marca registrada. Ese cuadro también habla de guerra, a su manera. Los esclavos revueltos contra Roma. Bárbaros pintando con aerosol en las paredes del Capitolio.

—Eso no lo entiendo muy bien.

—Es igual. No importa.

El recuerdo cruzaba, doloroso y fugaz. El último trabajo de Olvido antes de irse con él a la guerra había sido fotografiar a Basquiat para la revista
One+Uno
, a pocos meses de que el pintor grafitero reventase del todo, entre sobredosis de heroína y casetes de Charlie Parker. Dejando el libro abierto por la página del cuadro, el pintor de batallas apuró su café. Estaba frío.

—Aunque en realidad —comentó de pronto Markovic— quizá sí comprendo lo que quiere decir.

Se había vuelto y lo miraba, fumando pensativo. Y hay algo, añadió, que me gustaría que usted también comprendiera, señor Faulques. Con sus propios argumentos. Hablo de la historia de mi cuadro particular. En lo que a mí se refiere, usted participó en un proceso que no inició, pero en el que influyó con su foto famosa y premiada. Una foto que me destrozó la vida. Ahora estoy de acuerdo en que no fue un completo azar, pues hay circunstancias que nos llevaron a usted y a mí a ese momento exacto de ese día. Y como consecuencia del proceso iniciado por usted, por mí, por quien sea, yo estoy aquí ahora. Para matarlo, no lo olvide.

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