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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (68 page)

Fueron juntándose los cofrades de Birjan en la escuela, y
cuando hubo una porción considerable se pusieron a jugar
alegremente. Yo me acomodé en el mejor lugar con todos mis
cuatro reales y comenzaron a correrse los albures.

Empecé a apostar de a medio y de a real, según mi
caudal, y conforme iba acertando iba subiendo el punto con tan
buena suerte que no tardé mucho en verme con cuatro pesos de
ganancia y mi medalla que rescaté.

No quise exponerme a que se me arrancara tan presto como el
día anterior, y así, sin decir ahí quedan las
llaves, me salí para la calle y me fui a almorzar.

Después de esta diligencia comencé a vagar de una
parte a otra sin destino, casa, ni conocimiento, pensando qué
haría o dónde me acomodaría siquiera para
asegurar el plato y el techo.

Así me anduve toda la mañana hasta cosa de las dos de
la tarde, hora en que el estómago me avisó que ya
había cocido el almuerzo y necesitaba de refuerzo; y
así, por no desatender sus insinuaciones, me entré a la
fonda de un mesón donde pedí de comer de a cuatro
reales, y comí con desconfianza por si no cenara a la
noche.

Luego que acabé me entré al truco para descansar de
tanto como había andado infructuosamente, y para divertirme con
los buenos tacos y carambolistas; pero no jugaban a los trucos, sino a
los albures en un rincón de la sala.

Como yo no tenía mejor rato que el que jugaba a las
adivinanzas, me arrimé a la rueda con alguna cisca, porque los
que jugaban eran payos con dinero y ninguno tan mugriento y
desarrapado como yo.

Sin embargo, así que vieron que el primer albur que
aposté fue de a peso, y que lo gané, me hicieron lugar,
y yo me determiné a jugar con valor.

No me salió malo el pensamiento, pues gané como
cincuenta pesos, una mascada, una manga y un billete entero de Nuestra
Señora de Guadalupe.

Cuando me vi tan habilitado, quise levantarme y salirme, y aun hice
el hincapié por más de dos ocasiones; pero como me
veía acertado, y había tanto dinero, me picó la
codicia y me clavé de firme en mi lugar, hasta que,
cansada la suerte de serme favorable, volvió contra mí
el naipe y comencé a errar a gran prisa, de manera que si lo
que tenía lo había ganado en veinte albures, lo
perdí todo en diez o doce, pues quería adivinar a fuerza
de dinero.

En fin, a las cuatro de la tarde ya estaba yo sin blanca, sin
manga, sin mascada y hasta sin mi medalla. No me quedó sino el
billete, que no hubo quien me lo quisiera comprar ni dándolo
con pérdida de un real.

Se acabó el juego, cada uno se fue a su destino y yo me
salí para la calle con un real o dos que me dieron de
barato.

Me encaminé a la Alcaicería al truquito de mi
conocido, y, después de darle un real por la posada, me
salí a andar las calles porque no tenía otra cosa que
hacer. A las nueve de la noche cené de a medio, y me fui a
acostar. Pasé una noche de los perros, lo mismo que la
anterior. A otro día me levanté y me estuve asoleando en
la puerta del truco hasta las diez, hora en que viendo que no
había quien me convidara a almorzar, ni teniendo con qué
ingeniarme, pues el que más me ofrecía era habilitarme
sobre la camisa, la que no tuve valor de desnudarme, me fui a andar,
fiado en el refrancillo que dice: perro que no anda no topa hueso.

Ya iba yo por esta calle, ya por la otra, sin destino fijo y sin
serme de provecho tanto andar, hasta que pasando por la calle de
Tiburcio vi mucha gente en una casa en cuyo patio había un
tablado con dosel, sillas y guardias. Como todos entraban,
entré también y pregunté ¿qué era aquello?
Dijéronme que se iba a hacer la rifa de nuestra señora
de Guadalupe. Al momento me acordé de mi billete, y aunque
jamás había confiado en tales suertes, me quedé
en el patio, más bien por ver la solemnidad con que se
hacía la rifa que por otra cosa.

En efecto se comenzó ésta, y a las
diez o doce bolas fue saliendo mi número (que me acuerdo era
7596) premiado con tres mil pesos. Yo paraba las orejas cuando lo
estaban gritando, y cuando lo fijaron en la tabla hasta me limpiaba
los ojos para verlo; pero cerciorado de que era el mismo que
tenía, no sé cómo no me volví loco de
gusto, porque en mi vida me había visto con tanto dinero.

Salí más alegre que la pascua florida y me
encaminé para el truquito, porque por entonces no tenía
mejores conocimientos que el coime y los concursantes del juego, pues
aunque cada rato encontraba muchos de los que antes se decían
mis amigos, una veces hacía yo la del cohetero por no verlos de
vergüenza, y otras, que eran las más, ellos hacían
que no me veían a mí, o ya por no afrentarse con mi
pelaje, o ya por no exponerse a que les pidiera alguna cosa.

Fuime, pues, a mi conocido departamento, donde hallé ya
formada la rueda de tahures y a mi amigo el coime presidiendo con su
alcancía, cola, barajas, jabón, tijeras y demás
instrumentos del arte.

Como el dinero infunde no sé qué extraño
orgullo, luego que entré los saludé no con encogimiento
como antes, sino con un garbete que parecía
natural. ¿Cómo va amigo coime? ¿Qué hay camaradas?, les
dije. Él y ellos apenas alzaron los ojos a verme y,
haciéndome un dengue como la dama más afiligranada,
volvieron a continuar su tarea sin responderme una palabra.

Yo entonces apreté las espuelas al caballo de mi vanidad, y
como rabiaba por participarles mi fortuna, les dije: ¡Hola! ¿Ninguno
me saluda, eh? Pero ni es menester. Gracias a Dios que tengo mucho
dinero y no necesito a ninguno de ustedes. Uno de los jugadores, que
ese día asistía a la mesa, me conoció, como que
fue mi condiscípulo en la primera escuela y sabía mi
pronombre, y al oír la fanfarronada mía me miró
y, como burlándose, me dijo: ¡Oh, Periquillo, hijo! ¿Tú
eres? ¡Caramba! ¿Conque estás muy adinerado? Ven, hermano,
siéntate aquí junto de mí, que algo más me
ha de tocar de tu dinero que a las ánimas.

Me hizo jugar y yo admití el favor; pero qué mondada
llevó él y los demás cuando advirtieron que
dejé correr ocho o diez albures y no aposté un
real. Entonces el condiscípulo me dijo: ¿pues dónde
está el dinero, Periquillo? Está en libranza, dije
yo. ¿En libranza? Y muy segura, y no es de cuatro reales, sino de tres
mil pesotes. Diciendo esto les mostré mi billete, y todos se
echaron a reír no queriendo persuadirse de mi verdad, hasta que
por accidente entró allí un billetero con una lista, y
yo le supliqué me la prestara para ver si había salido
aquel billete.

De que el coime y los tahures vieron que en efecto era cierto lo
que les había dicho, toda la escena varió en el
momento. Se suspendió el juego, se levantaron todos, y uno me
da un abrazo, otro un beso, otro un apretón, y cada cual se
empeñaba por distinguirse de los demás con las
demostraciones de su afecto.

La noticia sola de que iba a tener dinero me hizo no haber menester
nada desde aquel instante sin costarme blanca, porque me dieron de
almorzar grandemente, me regalaron dos o tres cajillas de cigarros
finos, me facilitaron dinero para jugar, y eso empeñando sus
capotes el coime y otros; bien que esto no lo quise admitir,
dándoles las gracias con aire de rico, considerando que
aquellos favores los dirigía el interés, y aún no
tenía un peso cuando ya mi cabeza estaba llena de viento, y me
pesaba la amistad de aquellos pobretes trapientos.

Sin embargo, como los había menester a lo menos aquel
día, permanecí con ellos ofreciendo a todos mi
protección con intento de no cumplir a nadie mi promesa, y
ellos me adulaban a porfía, confiando en que los tres mil pesos
se repartirían entre todos a prorrata, y aun creo que ya
estaban haciendo las cuentas de en lo que los habían de
gastar.

Finalmente, comí, bebí, cené y chupé
todo el día sin que me costara nada. A la noche no
permitió el coime que durmiera en el banco pelado como las dos
noches anteriores, sino que a fuerza me cedió su cama,
acostándose él sobre la mesa del truco, y apenas
insinué que me incomodaba el canto del gallo, cuando lo echaron
a la calle.

En un colchón, a lo menos, blando, con sus sábanas,
colcha y almohada no pude dormir; toda la noche se me fue en
proyectos. A las cuatro de la mañana me quedé dormido, y
voluntariamente desperté como a las ocho del día, y
advertí que ya estaban todos jugando y guardando un silencio
poco usado entre semejante gente. Me aproveché de su
atención, me hice dormido y oí que hablaban sobre
mí aunque en voz baja. Uno decía: yo tengo esperanzas de
sacar todas mis prendas con esta lotería. Otro: si de ese
dinero no me hago capote, ya no me lo hice en mi vida. Otro: espero en
Dios que en cuanto cobre señor Perico el dinero nos remediamos
todos. Y cómo que sí, decía el coime, lo bueno es
que él es medio crestón, lo que importa es hacerle la
barba.

Así discurrían todos contra los pobres tres mil
pesos, y yo, que no veía las horas de cobrarlos, hice que me
estiraba y despertaba. Alcé la cabeza, y no los había
acabado de saludar cuando ya tenía delante café,
chocolate, aguardiente y bizcochos para que me desayunara con lo que
apeteciera. Yo tomé el café, di las gracias por todo y
me fui a cobrar mi billete.

Querían hilvanarse conmigo diez o doce de aquellos
leperuscos, pero yo no sufrí más compañía
que la del condiscípulo, que ya no me decía Periquillo,
sino Pedrito; y por fortuna de él advertí que no
habló una palabra que manifestara interés a mi
dinero.

Llegué con él a cobrar el billete, y no sólo
no me lo pagaron, sino que, al ver nuestro pelaje, desconfiaron no
fuera hurtado y, dándome el mismo número y un recibo, me
lo detuvieron exigiéndome fiador.

¿Quién me había de fiar a mí en aquellas
trazas, no digo en tres mil pesos, pero ni en cuatro reales? Sin
embargo, no desesperé; me fui para el mesón donde
había jugado y comprado el billete dos días antes, y
luego que entré y me conocieron los tahures y el coime
comenzaron a pedirme las albricias con muchas veras, porque el
billetero ya les había dicho cómo había salido
premiado con tres mil pesos el número que había vendido
allí.

Yo, al ver que sabían todos lo que les quería
descubrir, les dije: camaradas, yo estoy pronto a pagar las albricias,
pero es menester que ustedes me proporcionen un fiador que me han
pedido en la lotería; pues, como soy pobre, se desconfía
de mí, y no se cree que el billete sea mío, y aun me lo
han detenido.

Pues eso es lo de menos, dijo el coime, aquí estamos todos
que vimos comprar a usted el billete, y el billetero que lo
vendió que no nos dejará mentir. A este tiempo
entró el dueño del mesón, y, sabedor del asunto,
de su voluntad hizo llevar un coche y, mandándome entrar con
él, fuimos a la lotería, en donde quedó por
mí y me entregaron el dinero.

Cuando nos volvimos, me decía en el coche el señor
que me hizo favor de cobrarlo: amigo, ya que Dios le ha dado a usted
este socorro tan considerable por un conducto tan remoto, sepa
aprovechar la ocasión y no hacer locuras, porque la fortuna es
muy celosa, y en donde no se aprecia no permanece.

Éstos y otros consejos semejantes me dio, los que yo
agradecí suplicándole me guardase mi dinero. Él
me lo ofreció así, y en esto llegamos al
mesón.

Subió el caballero mi plata dejándome cien pesos que
le pedí, de los que gasté veinte en darles albricias al
coime y compañeros, y comer muy bien con mi fámulo y
condiscípulo, que se llamaba Roque.

A la tarde me fui con él para el Parián, en donde
compré camisa, calzones, chupa, capa, sombrero y cuanto pude y
me hacía más falta; y todo esto lo hice con la ayuda de
mi Roque, que me pintó muy bien. Volvímonos al
mesón, donde tomé un cuarto, y, aunque no
había cama, cené y dormí grandemente y me
levanté tarde a lo rico.

Luego que nos desayunamos, puse un recibo de quinientos pesos y se
lo envié al señor mi depositario, quien al momento me
remitió el dinero, salí con cien pesos y a poco andar
hallé una casa que ganaba veinte y cinco mensuales, la que
tomé luego luego, porque me pareció muy buena.

Después me llevó Roque a casa de un almonedero con
quien ajusté el ajuar en doscientos pesos, con la
condición de que a otro día había de estar la
casa puesta. Le dejamos veinte pesos en señal y fuimos a la
tienda de un buen sastre, a quien mandé hacer dos vestidos muy
decentes, encargándole me hiciera favor de solicitar una
costurera buena y segura, la que el sastre me facilitó en su
misma casa. Le encargué me hiciera cuatro mudas de ropa blanca
lo mejor que supiera, y que fueran las camisas de estopilla y a
proporción lo demás; le di al sastre ochenta pesos a
buena cuenta y nos despedimos.

Roque me dijo que él me serviría de ayuda de
cámara, escribiente y cuanto yo quisiera, pero que estaba muy
trapiento. Yo le ofrecí mi protección y nos volvimos a
la posada.

Comimos muy bien, dormimos siesta, y a las cuatro me eché
otros cien pesos en la bolsa y nos salimos al Parián, donde
habilité a Roque de algunos trapillos regulares, y
compré un reloj que me costó no sé cuánto;
pero ello fue que me sobró un peso con el que fuimos a
refrescar, y después volvimos al mesón, saqué
dinero y nos fuimos a la comedia.

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