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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (60 page)

Luego que me vieron junto a la cama la señora su esposa y
sus niñas, se rodearon de mí y me preguntaron hechas un
mar de lágrimas: ¡ay, señor!, ¿qué dice usted, se
muere mi padre? Yo, afectando mucha serenidad de espíritu y con
una confianza de un profeta, les respondí: callen ustedes,
niñas, ¡qué se ha de morir! Éstas son
efervescencias del humor sanguíneo que oprimiendo los
ventrículos del corazón embargan el cerebro porque
cargan con el
pondus
de la sangre sobre la espina medular y
la trachiarteria; pero todo esto se quitará en un instante,
pues
si evaquatio fit, recedet pletora
, «con la
evacuación nos libraremos de la plétora».

Las señoras me escuchaban atónitas, y el cura no se
cansaba de mirarme de hito en hito, sin duda mofándose de mis
desatinos, los que interrumpió diciendo: señoras, los
remedios espirituales nunca dañan ni se oponen a los
temporales. Bueno será absolver a mi amigo por la bula y
olearlo, y obre Dios.

Señor cura, dije yo con toda la pedantería que
acostumbraba, que era tal que no parecía sino que la
había aprendido con escritura, señor cura, usted dice
bien, y yo no soy capaz de introducir mi hoz en mies ajena;
pero
venia tanti
, digo que esos remedios espirituales no
sólo son buenos, sino necesarios,
necesitate medii
y
necesitate praecepti in articulo
mortis
[143]
, sed sic est
que no estamos en ese caso;
ergo
etc.

El cura, que era harto prudente e instruido, no quiso hacer alto en
mis charlatanerías, y así me contestó:
señor doctor, el caso en que estamos no da lugar a argumentos
porque el tiempo urge; yo sé mi obligación y esto
importa.

Decir esto y comenzar a absolver al enfermo y el vicario a
aplicarle el santo sacramento de la unción, todo fue uno. Los
dolientes, como si aquellos socorros espirituales fueran el fallo
cierto de la muerte de su deudo, comenzaron a aturdir la casa a
gritos; luego que los señores eclesiásticos concluyeron
sus funciones, se retiraron a otra pieza cediéndome el campo y
el enfermo.

Inmediatamente me acerqué a la cama,
le tomé el pulso, miré a las vigas del techo por
largo rato, después le tomé el otro pulso haciendo mil
monerías como eran: arquear las cejas, arrugar la nariz, mirar
al suelo, morderme los labios, mover la cabeza a uno y a otro lado y
hacer cuantas mudanzas pantomímicas me parecieron oportunas
para aturdir a aquellas gentes que, puestos los ojos en mí,
guardaban un profundo silencio teniéndome sin duda por un
segundo Hipócrates; a lo menos ésa fue mi
intención, como también ponderar el gravísimo
riesgo del enfermo y lo difícil de la curación,
arrepentido de haberles dicho que no era cosa de cuidado.

Acabada la tocada del pulso, le miré el semblante
atentamente, le hice abrir la boca con una cuchara para verle la
lengua, le alcé los párpados, le toqué el vientre
y los pies, e hice dos mil preguntas a los asistentes sin acabar de
ordenar ninguna cosa, hasta que la señora, que ya no
podía sufrir mi cachaza, me dijo: por fin, señor,
qué dice usted de mi marido, ¿es de vida o de muerte?

Señora, le dije, no sé de lo que será;
sólo Dios puede decir que es de vida y resurrección como
lo fue
Lazarum quem resucitavit a monumento
foetidum
[144]
, y si lo dice, vivirá aunque
esté muerto.
Ego sum resurrectio et vita, qui creidit in me, etiam si mortuus
fuerit, vivet
[145]
. ¡Ay, Jesús!,
gritó una de las niñas, ya se murió mi
padrecito.

Como ella estaba junto del enfermo, su grito fue tan extraño
y doloroso y calló privada de la silla, pensamos todos que en
realidad había expirado, y nos rodeamos de la cama.

El señor cura y el vicario al oír la bulla entraron
corriendo y no sabían a quién atender, si al
apoplético o a la histérica, pues ambos estaban
privados. La señora ya medio colérica me dijo:
déjese usted de latines, y vea si cura o no cura a mi
marido. ¿Para qué me dijo cuando entró que no era cosa
de cuidado y me aseguró que no se moría? Yo lo hice,
señora, por no afligir a usted, le dije; pero no había
examinado al enfermo
methodice vel juxta artis nostrae
praecepta
, esto es, «con método o según las reglas
del arte»; pero encomiéndese usted a Dios y vamos a ver.

Primeramente que se ponga una olla grande de agua a calentar. Eso
sobra, dijo la cocinera. Pues bien, maestro Andrés,
continué yo, usted como buen flebotomiano dele luego luego un
par de sangrías de la vena cava.

Andrés, aunque con miedo y sabiendo tanto como yo de venas
cavas, le ligó los brazos y le dio dos piquetes que
parecían puñaladas, con cuyo auxilio al cabo de haberse
llenado dos porcelanas de sangre, cuya profusión escandalizaba
a los espectadores, abrió los ojos el enfermo y comenzó
a conocer a los circunstantes y a hablarles.

Inmediatamente hice que Andrés aflojara las vendas y cerrara
las cisuras, lo que no costó poco trabajo, ¡tales fueron de
prolongadas!

Después hice que se le untase vino blanco en el cerebro y
pulsos, que se le confortara el estómago por dentro con atole
de huevos y por fuera con una tortilla de los mismos, condimentada con
aceite rosado, vino, culantro y cuantas porquerías se me
antojaron, encargando mucho que no lo resupinaran.

¿Qué es eso de resupinar, señor doctor?,
preguntó la señora; y el cura sonriéndose le
dijo: que no lo tengan boca arriba. Pues tatita, por Dios,
siguió la matrona, hablemos en lengua que nos entendamos como
la gente.

A ese tiempo ya la niña había vuelto de su desmayo y
estaba en la conversación; y luego que oyó a su madre
dijo: sí, señor, mi madre dice muy bien; sepa usted que
por eso me privé en denantes, porque como empezó a rezar
aquello que los padres les cantan a los muertos cuando los
entierran, pensé que ya se había muerto mi padrecito y
que usted le cantaba la vigilia.

Riose el cura de gana por la sencillez de la niña y los
demás lo acompañaron, pues ya todos estaban contentos al
ver al señor alcabalero fuera de riesgo, tomando su atole y
platicando muy sereno como uno de tantos.

Le prescribí su régimen para los días
sucesivos, ofreciéndome a continuar su curación hasta
que estuviera enteramente bueno.

Me dieron todos las gracias, y al despedirme la señora me
puso en la mano una onza de oro, que yo la juzgué peso en aquel
acto, y me daba al diablo de ver mi acierto tan mal pagado; y
así se lo iba diciendo a Andrés, el que me dijo: no
señor, no puede ser plata, sobre que a mí me dieron
cuatro pesos. En efecto, dices bien, le contesté, y acelerando
el paso llegamos a la casa donde vi que era una onza de oro amarilla
como un azafrán refino.

No es creíble el gusto que yo tenía con mi onza, no
tanto por lo que ella valía, cuanto porque había sido el
primer premio considerable de mi habilidad médica, y el acierto
pasado me proporcionaba muchos créditos futuros como
sucedió. Andrés también estaba muy placentero con
sus cuatro duros aún más que con su destreza; pero yo,
más hueco que un calabazo, le dije: ¿qué te parece,
Andresillo? ¿Hay facultad más fácil de ejercitar que la
medicina? No en balde dice el refrán que de médico,
poeta y loco todos tenemos un poco; pues si a este poco se junta un
sí es no es de estudio y aplicación, ya tenemos un
médico consumado. Así lo has visto en la famosa
curación que hice en el alcabalero, quien, si por mí no
fuera, a la hora de ésta ya habría estacado la
zalea.

En efecto, yo soy capaz de dar lecciones de medicina al mismo
Galeno amasado con Hipócrates y Avicena, y tú
también las puedes dar en tu facultad al protosangrador
del universo.

Andrés me escuchaba con atención, y luego que hice
punto me dijo: señor, como no sea todo en su merced y en
mi
chiripa
[146]
, no estamos
muy mal. ¿Qué llamas
chiripa
?, le pregunté; y
él muy socarrón me respondió:
pues
chiripa
llamo yo una cosa así como que no vuelva
usted a hacer otra cura ni yo a dar otra sangría mejor. A lo
menos yo por lo que hace a mí estoy seguro de que quedé
bien de
chiripa
, que por lo que mira a su mercé no
será así, sino que sabrá su
obligación.

Y cómo que la sé, le dije: ¿pues y qué te
parece que ésta es la primera zorra que desuello? Que me echen
apopléticos a miles a ver si no los levanto «en el
momento»,
ipso facto
, y no digo apopléticos, sino
lazarinos, tiñosos, gálicos, gotosos, parturientas,
tabardillentos, rabiosos y cuantos enfermos hay en el mundo. Tú
también lo haces con primor, pero es menester que no corras
tanto los dedos ni profundices la lanceta, no sea que vayas a
trasvenar a alguno, y por lo demás no tengas cuidado que
tú saldrás a mi lado no digo barbero, sino
médico, cirujano, químico, botánico, alquimista,
y, si me das gusto y sirves bien, saldrás hasta
astrólogo y nigromántico.

Dios lo haga así, dijo Andrés, para que tenga
qué comer toda mi vida y para mantener mi familia, que ya estoy
rabiando por casarme.

En estas pláticas nos quedamos dormidos, y al día
siguiente fui a visitar a mi enfermo, que ya estaba tan aliviado que
me pagó un peso y me dijo que ya no me molestara, que si se
ofrecía algo me mandarían llamar; porque éste es
el modito de despedir a los médicos pegostes, o pegados en
las casas por las pesetas.

Como lo pensé sucedió. Luego que se supo entre los
pobres el feliz éxito del alcabalero en mis manos,
comenzó el vulgo a celebrarme y recomendarme a boca llena,
porque decían: pues los señores principales lo llaman,
sin duda es un médico de lo que no hay. Lo mejor era que
también los sujetos distinguidos se clavaron y no me escaseaban
sus elogios.

Sólo el cura no me tragaba; antes decía al
subdelegado, al administrador de correos, y a otros, que yo
sería buen médico, pero que él no lo creía
porque era muy pedante y charlatán, y quien tenía estas
circunstancias, o era muy necio o muy pícaro, y de ninguna
manera había que fiar de él, fuera médico,
teólogo, abogado o cualquier cosa. El subdelegado se
empeñaba en defenderme diciendo que era natural a cada uno
explicarse con los términos de su facultad, y esto no
debía llamarse pedantismo.

Yo convengo en eso, decía el cura, pero haciendo
distinción de los lugares y personas con quienes se habla;
porque si yo, predicando sobre la observancia del séptimo
precepto, por ejemplo, repito sin explicación las voces de
enfiteusis, hipotecas, constitutos, precarios, usuras paliadas,
pactos, retrovendiciones y demás, seguramente que seré
un pedante, pues debo conocer que en este pueblo apenas habrá
dos que me entiendan; y así debo explicarme, como lo hago, en
unos términos claros que todos los comprendan; y sobre todo,
señor subdelegado, si usted quiere ver como ese médico
es un ignorante, disponga que nos juntemos una noche acá con
pretexto de una tertulia, y le prometo que lo oirá disparar
alegremente.

Así lo haremos, dijo el subdelegado; pero ¿y qué
diremos de la curación que hizo la otra noche? Yo diré
sin escrúpulo, respondió el cura, que ésa fue
casualidad y el huevo juanelo. ¿Es posible? Sí, señor
subdelegado, ¿no ve usted que la gordura y robustez del enfermo,
la dureza de su pulso, lo denegrido de su semblante, el adormecimiento
de sus sentidos, la respiración agitada y todos los
síntomas que se le advertían indicaban la
sangría? Pues ese remedio lo hubiera dictado la vieja
más idiota de mi feligresía.

Pues bien, dijo el subdelegado, yo deseo oír una
conversación sobre la medicina entre usted y él. La
aplazaremos para el 25 de éste. Está muy bien,
contestó el cura, y hablaron de otra cosa.

Esta conversación, o a lo menos su sustancia, me la
refirió un mozo que tenía el dicho subdelegado, a quien
había yo curado de una indigestión sin llevarle nada,
porque el pobre me granjeaba contándome lo que oía
hablar de mí en la casa de su amo.

Yo le di las gracias, y me dediqué a estudiar en mis
librejos para que no me cogiera el acto desprevenido.

En este intermedio me llamaron una noche para la casa de don
Ciriaco Redondo, el tendero más rico que había en el
pueblo, quien estaba acabando de cólico. Coge la jeringa, le
dije a Andrés, por lo que sucediere, que ésta es otra
aventura como la de la otra noche. Dios nos saque con bien.

Tomó Andrés su jeringa y nos fuimos para la casa, que
la hallamos como la del alcabalero de revuelta; pero había la
ventaja de que el enfermo hablaba.

Le hice mil preguntas pedantescas, porque yo las hacía a
miles, y por ellas me informé de que era muy goloso y se
había dado una atracada del demonio.

Mandé cocer malvas con jabón y miel, y ya que estuvo
esta diligencia practicada le hice tomar una buena porción por
la boca, a lo que el miserable se resistía y sus deudos,
diciéndome que eso no era vomitorio, sino ayuda. Tómela
usted, señor, le decía yo muy enfadado, ¿no ve que si es
ayuda, como dice, ayuda es tomada por la boca y por todas partes?
Así pues, señor mío, o tomar el remedio o
morirse.

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