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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

El ojo de Eva (5 page)

7

E
mma estaba jugando con una pequeña granja en el suelo del salón.

Los animales estaban perfectamente alineados: cerditos de color rosa pálido, vacas de manchas rojas y blancas, gallinas y ovejas. Un tyrannosaurus rex vigilaba la escena. La cabeza, con su minúsculo cerebro, llegaba casi hasta el tejado del granero.

De vez en cuando corría hacia la ventana para ver si llegaba el coche de su padre. Cada dos fines de semana pasaba uno con él, y siempre lo esperaba con una gran ilusión. Eva también lo esperaba. Estaba sentada en el sofá tensa; necesitaba librarse de la niña para poder pensar en paz. Normalmente empleaba esos fines de semana para trabajar, pero ese día se encontraba completamente paralizada. Todo era diferente. Lo habían encontrado.

Hacía varios días que Emma ya no mencionaba al hombre muerto, pero eso no significaba que se hubiera olvidado de él. Intuía por la cara de su madre que no debía mencionarlo, y aunque no entendía por qué, lo tenía en cuenta.

Dentro del estudio había un lienzo tensado sobre el caballete. Era un lienzo imprimado completamente negro, sin atisbo de luz. No soportaba mirarlo. Tenía muchas otras cosas de las que ocuparse primero. Estaba sentada en el sofá, escuchando con la misma atención que Emma, esperando que el Volvo rojo se parase en cualquier momento delante de la casa. En la granja de Emma reinaba un orden perfecto, salvo ese monstruo verde que amenazaba tras el granero. Tenía un aspecto extraño.

—Ese dinosaurio no pega mucho, ¿verdad, Emma?

Emma puso cara de enfado.

—Claro que no pega. Ya lo sé. Sólo está de visita.

—Ah bueno, qué tonta soy. Debería haberlo imaginado.

Encogió las piernas y se las tapó con la falda larga. Intentó despejar su cabeza de pensamientos. Emma volvió a sentarse y metió a empujones a los cerditos debajo de la panza de la puerca.

—Falta una tetita. Éste sobra.

Cogió uno de los cerditos y miró con aire interrogativo a su madre.

—Mmm… Eso suele pasar. Esos cerditos se mueren de hambre. Si no, hay que darles de comer con biberón, y normalmente, el granjero no tiene tiempo para eso.

Emma meditó un instante.

—Puedo regalárselo a Dino. Él también necesita comer.

—Pero esos animales sólo comen hierba, hojas y cosas así, ¿no?

—Éste no, es carnívoro —explicó Emma, y metió a la fuerza al cerdito entre los afilados dientes del monstruo verde.

Eva sacudió incrédula la cabeza ante esa solución tan práctica. Los niños nunca dejaban de asombrarla. En ese instante se oyó un coche en el patio. Emma desapareció tan rápidamente como pudo, y fue a recibir a su padre.

Eva levantó fatigadamente la cabeza cuando el hombre apareció en la puerta. Él había sido el faro de su vida. Cuando Emma estaba a su lado parecía más pequeña y más ligera que de costumbre. Se sentaban bien el uno al otro, ambos pelirrojos y con muchos kilos de más. Se querían mucho, y ella se alegraba por ello. Nunca había sentido celos, ni siquiera de la nueva mujer de su vida. Su gran pena era que él la hubiera dejado, pero ya que lo había hecho, le deseaba toda clase de felicidad. Así de sencillo.

—¡Eva! —dijo él sonriente, sacudiendo su pelirroja melena—. Pareces cansada.

—Tengo algunas preocupaciones.

Se alisó la falda.

—¿Cosas de artista? —preguntó él, sin pizca de ironía.

—No. Cosas concretas y terrenales.

—¿Es algo serio?

—Mucho peor de lo que te imaginas.

Él meditó un instante sobre esa respuesta y frunció el entrecejo.

—Si puedo ayudarte en algo, no tienes más que decírmelo.

—Puede que más adelante tengas que hacerlo.

Él se quedó mirándola con semblante serio. Emma estaba agarrada a su pantalón; la niña pesaba bastante y le hizo perder el equilibrio. Sentía una enorme simpatía por Eva, pero vivía en un mundo que le era totalmente ajeno, el mundo del arte. Él nunca se había sentido a gusto en ese mundo. Y sin embargo, Eva formaba una parte importante de su vida, y así sería siempre.

—Coge tu bolsa, Emma, y dale un beso a mamá.

La niña le obedeció con gusto. Los dos desaparecieron por la puerta. Eva se acercó a la ventana para verlos marchar, y siguió con la mirada el coche hasta que fue absorbido por el tráfico. Luego volvió a sentarse, con las piernas sobre el sofá y la cabeza inclinada en el respaldo. Cerró los ojos. En la habitación había una agradable penumbra y un gran silencio. Se esforzó por respirar tranquilamente y se dejó invadir por el silencio. Ése era un momento que debería disfrutar plenamente, recordar y guardar en la memoria. Sabía que no duraría.

8

S
ejer se había servido una generosa copa de whisky y había echado al perro del sillón. Era un Leonberg macho de unos setenta kilos, cinco años de edad y bastante juguetón. Se llamaba
Kollberg
. Es decir, en realidad se llamaba de otra manera, porque la perrera ponía su propio nombre en los papeles, según su sistema. En este caso, por ejemplo, se habían servido de títulos de canciones de los Beatles. Empezaron por el principio del alfabeto, y al nacer
Kollberg
habían llegado a la L, por lo que le pusieron el nombre de
Love Me Do
. Su hermana se llamaba
Lucy
in the sky
. Sejer gimió al pensarlo.

El perro se resignó con una pesada respiración y se echó a sus pies. Su gran cabeza reposaba sobre los empeines de Sejer, haciéndole sudar dentro de los calcetines deportivos. Pero no tenía corazón para quitarlo. Además, por otra parte resultaba agradable, al menos en invierno. Bebía el whisky a pequeños sorbos y se encendió un cigarrillo liado. Ésos eran sus vicios en la vida, una única copa de whisky y un único cigarrillo liado. Como fumaba tan poco, notó inmediatamente cómo su corazón latía algo más deprisa. En días tranquilos, iba al aeropuerto para saltar en paracaídas, pero eso no lo consideraba un vicio. Elise, en cambio, sí lo había considerado un vicio. Llevaba ocho años viudo y su hija era ya mayor y tenía una buena colocación. Sejer no era temerario, saltaba exclusivamente bajo condiciones climatológicas óptimas, y nunca intentaba ninguna maniobra muy arriesgada. Sencillamente le gustaba esa frenética velocidad por el aire, soltar toda clase de anclajes, la vertiginosa perspectiva, la visión del conjunto, las granjas y los campos vistos desde tan alto, formando hermosos dibujos de colores cálidos, la fina y luminosa red de carreteras entre medias, como el sistema linfático de un organismo gigantesco y las edificaciones ordenadas en bonitas filas de casas rojas, verdes y blancas. El ser humano necesita sistemas, pensó, soplando el humo bajo la lámpara.

También Egil Einarsson había tenido un sistema, una vida ordenada, su trabajo en la fábrica de cerveza, su mujer, su hijo, su grupo de compañeros estable y su pub en la parte sur. Una ruta fija año tras año, el hogar, la fábrica, el hogar, el pub, el hogar. El coche con todas sus minúsculas piececitas para pulir, engrasar y tensar. Semana tras semana, mes tras mes, año tras año. Ningún antecedente penal. Ningún asunto dramático en su vida; pasó como buenamente pudo la escuela como los demás jóvenes, sin despertar ninguna atención especial, recibió la confirmación, luego comenzó sus estudios de ingeniero técnico en Goteborg, de dos años de duración, formación que nunca le serviría de nada, ya que acabó como obrero de la fábrica de cerveza. Estaba a gusto. Ganaba suficiente dinero. Nunca alcanzó las grandes cimas de la vida, pero tampoco pasó penalidades. Un hombre sencillo. La mujer era bastante atractiva y haría su parte de las tareas. Y de repente alguien le había clavado un cuchillo. Quince veces, pensó Sejer. ¿Cómo era posible que un tipo como Einarsson despertara esas pasiones? Bebió más whisky y siguió pensando a destajo. Admitió que deberían tener más nombres en la lista, personas en las que no habían pensado, personas con las que debería hablar para que de repente apareciera un ángulo completamente nuevo, arrojando una nueva luz sobre toda la tragedia. Siempre estaba pensando en ese coche, un Opel Manta, modelo ochenta y ocho. Y de pronto quiere venderlo. Alguien, alguna persona, había mostrado interés por él, tuvo que haber sido así. No había puesto ningún anuncio en los periódicos, no había mencionado a nadie, absolutamente a nadie, que quería vender el coche. Eso ya lo habían comprobado. Volvió a chupar el cigarrillo y mantuvo el humo un momento en la boca. ¿A quién se lo compró?, pensó de repente. Nunca se había hecho esa pregunta. Tal vez debería habérsela planteado. Se levantó de un salto y se acercó al teléfono. Cuando sonó la llamada al otro lado pensó que quizá era demasiado tarde para llamar. La señora Einarsson contestó a la segunda señal. Escuchó sin hacer preguntas y pensó un instante.

—¿Contrato de compraventa? Sí, seguramente lo tengo en mi carpeta, espere un momento.

Sejer esperó y oyó cajones que se abrían y se volvían a cerrar, y crujidos de papeles.

—Es prácticamente ilegible —se lamentó ella.

—Inténtelo. Puedo pasar mañana a recogerlo si no logra descifrarlo.

—Al menos veo que pone calle de Erik Børresen. Creo que el apellido es Mikkelsen. Soy incapaz de leer el nombre y el número de la calle. Puede que ponga cinco. O seis. Calle de Erik Børresen, cinco o seis.

—Con eso basta, seguro. ¡Muchísimas gracias!

Lo apuntó en el bloc que había junto al teléfono. Era importante no saltarse ningún detalle. Si no averiguaba a dónde iba el coche, al menos podría averiguar de dónde venía.

9

O
tro día estaba a punto de acabar cuando Karlsen llegó de la cantina con dos rebanadas de pan con gambas y una Coca-Cola. Acababa de sentarse y devorar la primera rebanada, cuando Sejer apareció en la puerta. El más ascético sargento jefe se traía dos de queso y una botella de agua con gas; debajo del brazo llevaba el periódico.

—¿Puedo sentarme?

Karlsen asintió con la cabeza, untó una gamba en la mayonesa y se la metió en la boca.

Sejer se sentó, arrastró el sillón hasta la mesa y cogió una loncha de queso de la rebanada de pan. La enrolló y mordió la punta.

—He vuelto a sacar a Marie Durban del cajón —dijo.

—¿Por qué? No hay ninguna relación, ¿no?

—Seguramente no. Pero no ocurren muchos asesinatos en esta ciudad, y estos ocurrieron con muy pocos días de diferencia. Einarsson solía frecuentar Las armas del Rey, Durban vivía a trescientos metros de allí. Deberíamos investigarlo más a fondo. ¡Mira aquí!

Se levantó, se acercó al plano de la ciudad colgado en la pared y sacó dos alfileres rojos para mapas de una cajita. Con gran precisión, y sin vacilar, colocó un alfiler sobre el bloque de Tordensskioldsgate y otro en Las armas del Rey. Luego se sentó.

—Mira este plano. Abarca todo el municipio y mide dos metros por tres.

Cogió la lámpara de mesa de Karlsen, que tenía un brazo articulado y podía girarse en todas las direcciones, e iluminó el plano.

—Maja Durban fue asesinada el uno de octubre. El cinco de octubre es asesinado Einarsson, o al menos podemos suponer que fue ese día. Éste es un pueblucho y no nos inundan esa clase de sucesos, ¡pero mira lo cerca que están los alfileres el uno del otro!

Karlsen miraba fijamente. Los alfileres brillaban como dos ojos rojos sobre el mapa negro y blanco.

—Pues sí, pero que nosotros sepamos no se conocían, ¿no?

—Hay tantas cosas que no sabemos… ¿Sabemos algo en realidad?

—¡Qué pesimista! De todos modos pienso que debemos tomar una muestra del ADN de Einarsson y compararlo con los restos encontrados en Durban.

—Bueno, bueno, como no lo pagamos nosotros…

Comieron un rato sin hablar. Eran dos hombres que se apreciaban enormemente de una manera tácita. No lo demostraban con grandes gestos, pero se tenían una sólida simpatía que cuidaban con paciencia. Karlsen tenía diez años menos y una mujer a la que había que atender. Por esa razón, Sejer se mantenía un poco a distancia, convencido de que el otro tenía de sobra con la familia, que para él era una institución sagrada. Fue interrumpido en sus pensamientos por una policía que apareció en la puerta.

—Dos recados —dijo, tendiéndole una pequeña nota—. Y ha llamado Andreassen de TV 2 para preguntar si quieres participar en
Testigo ocular
con el caso Einarsson.

Sejer se puso tenso y dejó vagar la mirada.

—Tal vez te interese, ¿eh, Karlsen? Eres más fotogénico que yo.

Karlsen se reía con aire burlón. Sejer odiaba aparecer en público; tenía pocos puntos débiles, pero ése era uno de ellos.

—Lo siento, voy a un seminario, ¿no te acuerdas? Estaré fuera diez días.

—Díselo a Skarre. Se pondrá muy contento. Yo lo ayudaré, con tal de no tener que estar bajo esa lámpara solar. ¡Vete a decírselo ahora mismo!

La mujer sonrió y desapareció, y él se puso a leer los recados. Miró el reloj. Los veteranos iban a saltar en el aeródromo de Jarlsberg el fin de semana siguiente, si el tiempo lo permitía. Llamó Jorun Einarsson. No se dio ninguna prisa, acabó su merienda y volvió a dejar el sillón en su sitio después de levantarse.

—Voy a dar una vuelta.

—Vale, vale, llevas sentado casi media hora. Ya te está creciendo el musgo en las puntas de los pies.

—Lo malo de la gente es que se queda sentada dentro todo el día —contestó—. Aquí en la casa no pasa nada, ¿verdad que no?

—Supongo que tienes razón. ¡Pero joder, qué listo estás para buscarte cosas que hacer al aire libre! Tienes mucho talento para eso, Konrad.

—Hay que usar la imaginación —contestó.

—Oye, espera un momento.

Karlsen se metió la mano en el bolsillo de la camisa y parecía incómodo.

—Mi mujer me ha dado la lista de la compra. ¿Tú sabes algo de cosas de mujeres?

—Pregunta y verás.

—Lo pone aquí, después de carne de cerdo para asar, pone «Pantyliners». ¿Tienes idea de lo que puede ser?

—¿Por qué no llamas a tu casa y se lo preguntas?

—No contesta.

—Pregúntaselo a la señora Brenningen. A mí me suena a leotardos, medias o algo así. ¡Suerte! —dijo riéndose entre dientes, y desapareció.

Acababa de meterse en el coche y alisarse el pelo con los dedos cuando de repente se acordó. Volvió a salir, lo cerró y se acercó a uno de los coches de servicio, tal y como le había prometido al pequeño Einarsson. A esa hora, Mikkelsen estaría todavía trabajando, como la mayoría de la gente, y por eso se dirigió primero a Rosenkrantzgate. Jorun Einarsson estaba en el pequeño trozo de césped que había delante de la casa tendiendo ropa. Un pijama con dibujos de Tom y Jerry y una camiseta con una imagen de Docile revoloteaban en el aire. Acababa de sacar de la cesta unas bragas negras de encaje cuando Sejer apareció ante la casa; ella se quedó con la prenda en la mano sin saber muy bien qué hacer.

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