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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

El ojo de Eva (25 page)

Un coche que se estaba acercando con fuertes rugidos a la cabaña, Eva oyó cómo reducía la velocidad y el sonido del brezo helado que le rozaba los guardabarros. La intensa luz de los faros penetraba a través de las agrietadas paredes. Eva estaba de pie, con los paquetes de dinero en las manos, transformada en una estatua de sal. No había ya ni un sólo pensamiento en su cabeza, habían volado todos, sólo sentía un pánico ciego y dejó que su cuerpo se encargara de todo. Éste actuó, libre ya de todos los pensamientos, y Eva volvió a colocar los paquetes en el bote, puso la tapa, lo cogió por el asa y se fue a hurtadillas hasta la puerta. El suelo crujía suavemente, mientras el motor del coche seguía en marcha. Abrió la puerta del retrete, levantó una de las dos tapas y metió el bote dentro. A continuación apagó la linterna.

Sonó la puerta de un coche al cerrarse. Eva oyó pasos rápidos y poco después el ruido de una llave en la cerradura. ¡Era medianoche y alguien estaba a punto de abrir la puerta de la cabaña de Maja! No podía ser nadie con buenas intenciones, pensó Eva, mientras oía el chirriar de bisagras oxidadas. Alguien entró con pasos firmes en la pequeña cabaña. Unos segundos después la persona desconocida descubriría la ventana abierta y registraría toda la cabaña. Eva no era capaz de pensar, estaba como sobre un barco en llamas; prefirió tirarse al revuelto mar. Resueltamente, metió una pierna dentro de la letrina, se apoyó en el borde y comprobó que no podía meter la otra porque el agujero era demasiado pequeño, así que volvió a sacarla, metió las dos piernas a la vez, y se dejó caer dentro del oscuro agujero, agitando los pies mientras esperaba dar contra el fondo. Por fin llegó a una especie de masa blanda en la que se sumergió. Los pasos de la persona desconocida seguían oyéndose en el interior de la cabaña. Eva cogió la linterna y la dejó caer a sus pies. Luego se puso en cuclillas, haciendo enormes esfuerzos por meter los hombros y buscó a tientas la tapa para cubrir el agujero. La balanceó sobre las yemas de los dedos y logró colocarla encima de su cabeza. Se encontraba rodeaba de una oscuridad total, no entraba ni un rayo de luz por ninguna parte; se sumergió otro poco y se sentó con la frente apoyada en las rodillas. Al principio, cuando estaba arriba iluminando la letrina, no había notado demasiado el mal olor, pero allí abajo el hedor llegaba a oleadas, conforme Eva iba calentando el contenido con su cuerpo. Respiraba lo menos que podía, con la nariz apretada contra las rodillas. La linterna había rodado hacia un lado y estaba fuera de su alcance. Entre sus piernas tenía el bote con los dos millones de coronas. Oyó que una puerta se cerraba violentamente dentro de la cabaña y a alguien que maldecía. Era una voz de hombre y estaba furioso.

Tenía que procurar respirar por la boca. No abrió ni un instante las fosas nasales. Temía desmayarse. Intentó escuchar y averiguar lo que estaba haciendo el hombre, no cabía duda de que estaba buscando algo y al parecer, no le importaba nada hacer ruido. Puede que hasta hubiera encendido las luces. De repente se acordó de la mochila; la había dejado tirada en el salón. Estuvo a punto de vomitar. ¿Habría visto la luz de la linterna? No lo creía. Pero esa mochila en el suelo… ¿Se imaginaría que ella seguía allí? ¿Pondría la cabaña patas arriba buscándola? Tal vez era lo que estaba haciendo justo entonces, así que en cualquier momento podría entrar en la leñera y abrir violentamente la puerta del retrete. Pero no quitaría la tapa del agujero para iluminar la letrina por dentro, ¿no? Eva apretó la nariz contra las rótulas de las rodillas y respiró suavemente con la boca. Durante algunos instantes no oyó nada, pero enseguida volvió a empezar el barullo. Al cabo de unos minutos oyó que los pasos se acercaban; ya estaba en la entrada; algo se cayó y sonaron nuevas maldiciones. El hombre entró en la leñera. De nuevo se hizo el silencio. Se imaginaba que estaba mirando fijamente la puerta de la letrina, pensando, como haría cualquiera, que alguien se escondía allí dentro. Dio unos pasos más. Eva se encogió y esperó. Oyó un gran crujido cuando el hombre entró. El mundo se detuvo por completo durante unos segundos y Eva quedó reducida a una masa temblorosa de miedo y sangre caliente que bombeaba por su cuerpo. Pero de repente se paró todo: la respiración, el corazón y la sangre, que se había convertido en una espesa y grumosa masa. Tal vez estaba a un metro de distancia, tal vez podía oír su respiración, por eso Eva dejo de respirar y sintió que sus pulmones estaban a punto de estallar. Cada segundo era una eternidad. Luego volvió a oír pasos, el hombre estaba saliendo del cuarto y tropezó con algo sobre el banco de trabajo. De repente a Eva se le ocurrió que el desconocido podía necesitar ir al retrete. Si pensaba seguir buscando, era probable que pronto sintiera necesidad, y entonces entraría, levantaría una tapa y orinaría dentro del agujero. Si eligiera el agujero más próximo a la pared, orinaría sobre sus pies y si eligiera el otro, sobre su cabeza. Si encendiera la luz, vería que había alguien sentado en la oscuridad, con un bote de pintura entre las piernas. No entendía quién podía ser ese hombre: Maja había mentido u omitido algo; Maja era la que la había metido en esa absurda situación, como había hecho mil veces antes, la que le había abierto esa posibilidad de conseguir dinero, montones de dinero, aunque ella nunca hubiera deseado tanto, tan sólo lo suficiente para la comida y los gastos fijos, no era ambiciosa. Se lo habría entregado gustosamente; tal vez pudieran compartirlo, pensó, porque él no tendría más derecho a ese dinero que ella; al fin y al cabo, ella y Maja habían sido amigas de la infancia, habían compartido todo. Maja la había nombrado su única heredera. En ese momento, el hombre estaba haciendo un ruido infernal en uno de los cajones de herramientas, a juzgar por los sonidos estaba enfurecido, colérico. La cabaña parecería un campo de batalla cuando hubiera acabado. Se preguntó si se le ocurriría hacer noche allí, si se acostaría en una de las literas bajo un grueso edredón, mientras ella tenía que quedarse sentada en ese montón de excrementos, con los pies entumecidos. Si se viera obligada a permanecer así hasta la mañana siguiente, correría el riesgo de tener gangrena, se moriría de frío, de desesperación y de hedor, pero tal vez él fuera un simple ladrón como ella y tuviera que marcharse antes del amanecer. Ésa era la esperanza de Eva. Eso era lo que esperaba mientras el hombre recorría la cabaña buscando, sin parar de buscar. Eva notó que le estaba entrando sueño, pensó que no debería dormirse, pero no podía evitarlo, así conseguía alejar algo el olor, o tal vez estaba ya completamente anestesiada. Qué maravilloso poder dormir un poco. De repente pensó que tal vez tuviera dificultades para salir del agujero, sería imposible tomar impulso desde ese montículo blanduzco, puede que se quedara allí atrapada, abandonada a su suerte, hasta perecer con dos millones entre las rodillas. Tal vez debería pedir socorro, intentar salir, quitarse la ropa, y compartir la fortuna con ese pobre hombre que no sabía dónde buscar. Pensaba en eso mientras captaba vagamente que por fin se había hecho el silencio. Quizá el hombre se había tumbado en el sofá y tapado con la manta a cuadros. Tal vez había cogido una botella de vino tinto del sótano, lo había calentado en la cocina de gas y le había añadido azúcar: vino tinto ardiente y dulce, una manta calentita y fuego en la chimenea. Eva movió los dedos y notó que estaban entumecidos. Lentamente se cerró a sí misma, se cerró al frío y al olor, cerró los ojos y la mente, dejando abierta una rendija por si el tipo volvía a entrar para orinar o para seguir buscando, pero la rendija era cada vez más pequeña, y Eva se sumergía cada vez más en la oscuridad. Un último pensamiento le pasó velozmente por la cabeza: ¿Cómo diablos había llegado hasta allí?

Sonó un fuerte golpe.

Eva se sobresaltó. Abrió los brazos por un acto reflejo y dio con el codo en la madera podrida. Puede que el hombre lo hubiera oído, ya que las paredes estaban poco aisladas y reinaba un gran silencio. Eva comprendió que el golpe lo había dado la puerta al cerrarse. El hombre estaba fuera de la cabaña, junto a la pared del retrete; dio unos tres o cuatro pasos y luego se detuvo. Eva escuchó, intentando adivinar lo que estaba haciendo, completamente rígida ya, incapaz de mover ni brazos ni piernas. El hombre tosió y a continuación se oyó el sonido familiar de un fuerte chorro que alcanzó el suelo helado. El hombre estaba orinando. Típico de los hombres, pensó, son tan vagos que ni siquiera se molestan en ir al servicio, se limitan a sacar su cosa por la puerta, y eso fue lo que la salvó de ser descubierta. Estuvo a punto de echarse a reír de puro alivio. El chorro seguía sonando fuera. El hombre llevaría mucho tiempo conteniéndose y tal vez se habría tomado una cerveza. Puede que ya hubiera terminado y estuviera a punto de marcharse. Era extraño que no hubiera mirado dentro de la letrina, seguro que no tenía ni pizca de imaginación, pensó. Ella habría metido la pala de esquí en el montón de excrementos si no hubiera encontrado el bote de pintura. Comenzó a crecer dentro de ella la esperanza de que todo estuviera a punto de acabar, y con la esperanza volvió el frío y las extremidades entumecidas, junto con el hedor, que era ya insoportable. El hombre volvió a entrar. «¿Qué hora será? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?», pensó Eva, esforzándose por respirar tranquilamente. Empezaron otra vez los ruidos: puertas, cajones y muchos pasos que iban y venían por el suelo. Tal vez era ya de día y todo estaba iluminado, el hombre podría haber echado abajo las telas oscuras de las ventanas, y seguiría buscando. Entraría otra vez en el retrete y miraría por el agujero. Se le ocurriría como una ráfaga, como se le había ocurrido a ella. Intentó imaginarse lo que diría cuando descubriera su cabeza, y se enterara del tiempo que llevaba ahí abajo. No daría crédito a sus ojos y se enfadaría, si es que había acudido con buenas intenciones. Pero Eva no creía que fuera así. Oyó la puerta de nuevo y la llave en la cerradura. No podía creerlo, no podía creer que el hombre realmente fuera a marcharse. No se le movía ni un pelo, los pasos se iban alejando y por fin llegó el sonido que más había ansiado oír: el de la puerta de un coche al cerrarse. Eva empezó a temblar de pies a cabeza. El motor arrancó con un rugido y Eva respiró aliviada; rugió durante un buen rato y ella seguía sin moverse, se limitaba a esperar mientras el coche comenzaba a maniobrar en la oscuridad, tal vez estaba dando marcha atrás con el fin de salir de cara. Oyó ramas que golpeaban el coche y el ruido del motor cada vez más suave. Luego aceleró. Ya estaría en el camino; aceleró de nuevo; el motor sonaba cada vez menos, hasta que por fin dejó de oírse.

Una gran tranquilidad invadió todo su cuerpo.

Puso las manos sobre el bote y respiró gimoteando. Intentó enderezar las piernas, que estaban retorcidas como viejas raíces de pino. Tenía los pies completamente insensibles. Con una mano empujó hacia un lado la tapa que cubría el agujero. Todo seguía oscuro, como si todavía fuera noche cerrada. La linterna, pensó de repente, ¿dónde está la linterna? Apretó los puños resistiéndose, antes de empezar a buscar a tientas entre los excrementos, entre sus propias piernas, por las paredes; no había mucho sitio, tendría que encontrarla. Por fin notó el helado mango metálico detrás de su cuerpo. Tal vez se hubiera estropeado. Encontró el interruptor. Funcionaba. Con un suspiro de alivio miró el reloj. Eran las tres y media. Habría oscuridad durante varias horas más y tenía tiempo de sobra. Sacó la linterna por el agujero y la colocó sobre el asiento, luego se agarró al borde e intentó subir. Le dolía la espalda y las piernas apenas la sostenían, pero consiguió sacar la cabeza, luego forzó los hombros hacia arriba. De repente notó que se ahogaba y que tenía que salir de allí como fuera. Forcejeaba, gemía y movía el cuerpo para salir, impulsándose todo lo que podía con las piernas sumergidas en la blanda masa. Logró sacar el cuerpo y se quedó tumbada sobre la letrina. Hizo un enorme esfuerzo y sacó por fin las piernas. Sin querer, dio un empujón a la linterna, y cayó al suelo. Se quedó mirando la arpillera iluminada y se restregó los pies en ella. Luego intentó enderezarse, apoyando los pies en el suelo, como si estuviera paralítica. Volvió a agacharse, iluminó por última vez el agujero, y cogió el bote de pintura por el asa. Había luchado duramente por eso. El dinero ya era suyo. Salió del cuarto y entró en la cabaña. Todo estaba completamente arrasado, volcado y tirado por el suelo. Iluminó las paredes. El hombre no había quitado las telas de las ventanas. Todo estaba oscuro, pero el aire se notaba extrañamente fresco y era fácil respirar. Eva casi se había había olvidado de lo agradable que era respirar un aire normal. Se tambaleó insegura sobre sus pies, fue hasta un sillón y se dejó caer en él. La ropa se le había quedado tiesa. Tiraría todo, cada fibra de lo que llevaba encima del cuerpo. Tal vez debería cortarse el pelo, puede que ese olor no la abandonara jamás. El viaje de vuelta era largo, sobre todo para conducir cubierta de excrementos de los pies a la cabeza. Tal vez podría encontrar algo de ropa en la cabaña y cambiarse. Se levantó con gran esfuerzo y entró en uno de los dormitorios. Iluminó con la linterna y cogió prenda tras prenda de la cómoda: ropa interior, calcetines, una vieja camiseta y un jersey de lana, pero no encontró ningún pantalón. Fue hasta la entrada, donde estaba colgada la ropa de abrigo y tuvo suerte, encontró un traje de plumas suave y viejo, pero seguramente demasiado pequeño. Sería como meterse en la funda de una salchicha, pero estaba limpio; al menos en comparación con lo que llevaba puesto. Olía a cera para esquís y leña de chimenea. Dejó las prendas en un montón sobre el suelo y comenzó a desnudarse. Lo peor eran las manos, intentó mantenerlas alejadas de la cara, no soportaba el olor. Tal vez pudiera echar lavavajillas encima y secarlas con un trapo de cocina. Comenzó a tiritar, pero a la vez estaba eufórica. No apartaba la vista del bote de pintura, tenía un aspecto tan inocente… ¿Quién, salvo ella, podría pensar que contenía una fortuna? Pero claro, ella era una persona con mucha imaginación, una artista.

Finalmente encontró un par de botas de esquiar en el banco de madera y le costó un poco atarse los cordones. Sus dedos estaban entrando en calor, pero seguían siendo muy lentos. Metió la ropa sucia en la mochila, que él había tirado en un rincón. Se la colgó a la espalda y cogió la linterna con una mano y el bote con la otra. No había razón alguna para empezar a luchar con la estrecha ventana de la cocina, no en ese momento, después de todo lo que había pasado. La puerta principal estaba cerrada con llave desde fuera. Entró en el dormitorio, arrancó la tela oscura y abrió la ventana de par en par. Inhaló profundamente el aire de montaña y se subió al alféizar. Por fin saltó.

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