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Authors: Esteban Navarro

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras

El lodo mágico (16 page)

A las diez de la noche salía el tren de la estación de Osca. En el andén estaban Alberto, Andrés, Juan, don Pablo, el jefe de estación, y una sombra a lo lejos del muelle, que según dijo el jefe de estación era el duende Menuto que había venido a despedirse. Los chicos estaban terriblemente cansados, la jornada escolar durante esa semana había sido agotadora para ellos, ya que faltaba poco para los exámenes. Alberto le dijo a sus padres que pasaría la noche del viernes y del sábado en casa de Andrés. La excusa era que tenían que hacer un trabajo sobre el viaje a Ávila y que, como Alberto no tenía Internet, lo haría en casa de Andrés; alegó el chico que necesitaba documentación extra para completar la tarea. Los padres le creyeron sin ninguna objeción.

El tren era un
Talgo
nocturno que sólo circulaba los fines de semana. Tenía compartimentos individuales que permitían dormir de una manera cómoda durante todo el viaje. También disponía de servicio de bar; aunque cerraba a las doce de la noche. ¿Dormir? eso es lo que le hubiera gustado a Alberto hacer durante todo el viaje. Pero le fue del todo imposible. El duende Menuto, no sabía por que, subió al tren con él, al mismo tiempo, y le estuvo atormentando todo el viaje. No es que hiciera nada aterrador, ni cosas de esas, pero su sola presencia le producía pavor al chico. Pasaba por los largos pasillos del tren fumando la pipa de madera de brezo del abuelo de Andrés. Aparecía en su apartado atravesando la puerta. Lo miraba. Se reía. Volvía a salir. Alberto pensó que ojalá hubiera tenido la rana de bronce para petrificarlo y poder quitarle la cachimba y acabar con esa historia de una vez por todas.

—16—

Sábado 14 de noviembre

El sueño venció finalmente a Alberto. Se despertó en la estación de ferrocarril de Murcia. Bajó del tren y se subió a otro que le llevó directamente hasta Caravaca de la Cruz. Llegó según lo planeado, a las nueve de la mañana. Lo primero que hizo fue dirigirse a la oficina de Información y Turismo e informarse de todos los restaurantes de la población. La chica que lo atendió lo miró extrañada y Alberto puso la excusa que solía poner siempre en casos parecidos: «Es para un trabajo del colegio», le dijo sonriendo.

Afortunadamente, las leyes de
Murphy
se equivocaron; aunque sólo fuese por una vez. Alberto pensó que se suponía debía encontrar la llave de oro en el último restaurante que visitara, pero no fue así. Tropezó con la llave en el primer restaurante que entró. Pidió un café con leche y un bollo para desayunar. Mientras el camarero se lo preparaba fue al retrete. Se subió en la taza del váter y, cual fue su sorpresa, cuando metió la mano dentro de la cisterna, allí estaba. La pudo tocar con las puntas de los dedos. La llave se encontraba en el fondo del depósito de agua. La sacó rápidamente. La limpió con un trozo de papel de váter y salió hasta el mostrados del bar, donde se tomó a gusto el café con leche y un despampanante bollo de chocolate.

Una vez en la calle llamó desde una cabina telefónica a casa de Andrés y le dijo que ya tenía la llave de oro en su poder, sobre todo para que él y Juan se tranquilizaran. Andrés se alegró mucho. Alberto le informó que volvería antes de lo previsto, porque salía de inmediato de Caravaca de la Cruz y que llegaría a Osca esa misma noche. Supuso que en la estación no le pondrían impedimentos para cambiar el billete de tren.

«Podéis esperar en la estación de ferrocarril con la caja», dijo. «La abriremos allí mismo y con un poco de suerte podremos inmovilizar esta misma noche al duende de la pipa».

Alberto le cuenta lo del acoso del Menuto durante el viaje en tren y la posibilidad de encontrárselo otra vez de regreso. Andrés le aconseja que no se enfrente al duende.

«Ni se te ocurra», le dijo. «Lo mejor es que lo ignores».

Andrés le comenta que don Luis está muy grave. Que esa misma mañana lo habían ingresado en el hospital Santa Rosa de Osca. El avance de su enfermedad era imparable. Los chicos convienen la necesidad de curarlo esa misma semana, lo más tardar. Y desean que no sea demasiado tarde.

Alberto cambia el billete. El tren no sale hasta las once de la mañana, es un directo que llegará a Osca a las diez de la noche.

«Perfecto», piensa.

Aprovecha el rato que tiene, hasta la hora de salida, para visitar el Castillo y enterarse de la historia de la Cruz, que le da nombre a la villa. La Cruz de Caravaca es un "
lignum crucis
", es decir, un fragmento de la verdadera cruz en la que Jesús fue crucificado. Se conserva en un relicario con forma de cruz de doble brazo horizontal. Tiene forma y tamaño de un pectoral grande. Según la tradición perteneció al patriarca Roberto de Jerusalén, primer obispo de la Ciudad Santa una vez conquistada a los musulmanes por la primera cruzada. Ciento treinta años más tarde, en la sexta cruzada, durante la estancia en Jerusalén del emperador Federico II, un obispo, sucesor de Roberto en el patriarcado, tenía posesión de la reliquia. Dos años después la cruz estaba milagrosamente en Caravaca.

La Santa Cruz apareció en el Castillo de Caravaca el año 1232. En aquel tiempo, reinaba Fernando III. El reino taifa de Murcia estaba regido por Ibn-Hud. Es, pues, en pleno territorio y dominación musulmana, cuando se narra el hecho.

Entre los cristianos prisioneros de los musulmanes estaba el sacerdote Ginés Pérez Chirinos. Ibn-Hud interrogó a los cautivos sobre sus respectivos oficios. El sacerdote contestó que el suyo era celebrar la misa, suscitando la curiosidad del musulmán, el cual dispuso lo necesario para presenciar dicho acto litúrgico en el salón principal del castillo. Al poco, el sacerdote se detuvo y dijo que no podía continuar por faltar en el altar el crucifijo. Y fue en ese momento cuando, por la ventana del salón, dos ángeles transportaron un "
lignum crucis
" que depositaron en el altar, y así se pudo continuar la Santa Misa. Ante la maravillosa aparición, Ibn-Hud y toda la corte se bautizaron. Después se comprobó que la cruz era del patriarca de Jerusalén. La orden militar de los Templarios fue la primera que custodió y defendió el castillo y la Cruz, después de unos años de posesión directa por las tropas castellanas.

Alberto estaba en la estación de ferrocarril de Caravaca de la Cruz a las once menos diez, custodiando la llave de oro como si fuera una reliquia. Antes de subir al
talgo
compró un bocadillo de jamón y una botella de agua de plástico en el bar de la terminal. La ventaja de viajar de día es que no vería al duende Menuto, eso pensó. Por lo poco que sabía de él, el duende no se aparecía de día.

Duerme prácticamente durante todo el viaje. Viaja sentado en un cómodo butacón con cinco pasajeros más. El paisaje es formidable. El traqueteo del vagón le ayuda a conciliar el sueño.

A las diez de la noche, según lo previsto, el tren llega a la estación de Osca. Alberto ve desde la ventana del vagón a sus dos amigos y al jefe de estación, que aunque parezca extraño, por la hora, también ha venido a recibirlo. Andrés lleva una mochila, donde ha metido el cofre de estaño.

—Buenas noches colegas —dijo Alberto mientras estrechaba las manos de sus amigos del alma—, y saludos también para usted don Pablo, me alegro mucho de verlo.

—A ver la llave —manifestó Juan nervioso y sin ni siquiera esperar, a que Alberto terminara de abrir la mochila.

—¡Mira! la traigo aquí —dijo mientras la sacaba de su macuto envuelta en un
klínex
—. No me ha costado nada encontrarla. Parece que por una vez hemos tenido suerte, estaba en el primer restaurante que entré.

—¡Andrés, saca la caja de estaño de tu mochila! Tenemos que probar si abre —le dijo Alberto mientras desenvolvía, impaciente, la llave de su envoltorio.

—¡Esperad! —gritó don Pablo—. Entraremos en mi oficina, allí estaremos más tranquilos.

Los tres chicos acceden a la sugerencia del jefe de estación, les parece lo más lógico, aún hay pasajeros andando por el apeadero y no saben qué puede ocurrir cuando abran el cofre.

—¿No tendrás problema por la hora? —le preguntó Alberto a Juan, sabiendo que su madre se preocupaba cuando tardaba en llegar a casa.

—No, descuida —respondió— ya sabes que los sábados me deja quedarme hasta más tarde.

Entraron en el interior de la estación y accedieron al despacho del jefe. La puerta todavía tenía una de esas llaves enormes, antiguas y pesadas. Don Pablo la extrajo de un arnés que pendía de su cinturón. Una vez en el interior observaron algo impresionante, lo que parecía desde el exterior como una mugrienta y sucia habitación, desde dentro era totalmente diferente. Se toparon con una biblioteca digna de un filósofo, la estancia estaba llena de estanterías de madera oscura, y éstas a su vez saturadas de libros. Una extensa cantidad de ellos inundaban todos los rincones del cuarto. En el centro una mesa antigua con tres figuras de piedra encima, tres guerreros. Los chicos se quedaron alelados, mirando las figuras.

—¡Son preciosas! ¿Verdad? —afirmó el jefe de estación—. La de la izquierda —indicó mientras la señalaba—, es un soldado romano, representa a un pretoriano de la guardia de Trajano, primer emperador de origen hispano. Los soldados de la guardia del emperador eran los encargados de su custodia, algo así como su escolta personal. La del centro —dijo mientras le ponía el dedo encima—, es un soldado medieval, de la época del Cid Campeador, sobre el año 1100, aproximadamente, representa a un caballero, es decir, un guerrero a caballo, que servía al rey o a otro señor feudal como contrapartida habitual por la tenencia de una parcela de tierra, aunque también por dinero o como tropa mercenaria. El caballero era por lo general un hombre de noble cuna que, habiendo servido como paje y escudero, era luego ceremonialmente ascendido por sus superiores. Durante la ceremonia el aspirante solía prestar juramento de ser valiente, leal y cortés, así como proteger a los indefensos. Y por último —dijo poniendo el dedo encima—, mi preferida, un caballero templario del mil doscientos, más o menos. Sus orígenes son misteriosos y oscuros, pero lo que es cierto es que surgieron para custodiar o proteger algo.

—¿Qué? —preguntó Juan atraído por la magnífica charla de don Pablo y sin dejar de mirar las figuras de piedra.

—No se sabe con certeza —respondió don Pablo mientras colocaba bien las figuras, haciendo que estuvieran equidistantes unas de otra—. Pero una de las hipótesis establece que fue para proteger el Santo Grial.

—¡El Santo Grial! —exclamaron los tres, unánimemente.

—Sí —asintió el jefe de estación—, el legendario recipiente sagrado, también identificado como el cáliz de la Eucaristía o la patena del Cordero Pascual. Se dice que los caballeros templarios fueron los encargados de su guardia y conservación.

—¿Qué es una patena? —preguntó Alberto, ignorando el significado de la palabra.

—Es el platillo de metal, —explicó don Pablo— generalmente de oro o plata, donde se ponen las hostias consagradas de la Eucaristía durante la misa. De ahí, viene la famosa frase, que supongo habréis oído alguna vez "limpio como una patena", que significa que algo está muy aseado o muy pulcro.

—¿Qué es eso? —dijo Andrés, señalando un extraño escudo colgado en la pared que había enfrente de la puerta de entrada.

—Es una copia, de las doce que existen en el mundo, de un escudo llamado "
ancila
". Se dice que durante el reinado de Numa Pompilio, segundo rey de Roma que gobernó entre los años 700 y 600 antes de Cristo, cayó del cielo un extraño escudo de bronce, que los romanos tomaron por un regalo de los dioses. El obsequio interesó tanto al rey que, seguramente por temor a que alguien quisiera apoderarse de él, ordenó forjar once copias y además constituyó una sociedad secreta de doce sacerdotes, llamados Salios, para custodiarlos.

—Pero, esto es una reliquia, al igual que las figuras de piedra que hay sobre el escritorio —clamó Alberto como ferviente admirador de este tipo de antigüedades—. ¿No es inseguro que permanezcan aquí, en la taquilla de la estación de Osca? Alguien podría robarlos y venderlos a algún coleccionista sin escrúpulos.

—Para que ocurra eso, amigo Alberto —aseveró don Pablo mientras quitaba un rastro de polvo de la parte de abajo del escudo—, es necesario que los supuestos ladrones supiesen de la existencia de estas joyas y que las mismas están aquí. Nadie, excepto vosotros, conoce el paradero de estas piezas históricas. Y espero que así siga siendo, es decir, que guardéis el secreto.

Los tres asintieron con la cabeza.

El jefe de estación despejó parte de la mesa donde se encontraban las tres figuras de piedra, haciendo sitio para colocar el cofre de estaño conteniendo la rana alada de bronce. Con enorme miramiento apartó una a una las figuras, arrinconándolas hasta la parte trasera del escritorio. Andrés extrajo la caja de su mochila con mucho cuidado y la depositó sobre un mantel de tela que previamente había puesto don Pablo.

—¡Bien muchachos, apretad los puños! —dijo mientras miraba a través de la ventana para cerciorarse de que nadie los estaba espiando—, y espero que dentro del arcón haya lo que tiene que haber.

El jefe de estación cogió la llave de oro de la mano de Alberto y lentamente la introdujo en el candado del cofre. Intentó girar la llave, pero no pudo. El cerrojo rotaba al mismo tiempo que la llave.

—Tranquilos —dijo abriendo uno de los tres cajones del escritorio—. Hace mucho tiempo que no se abre y es posible que necesite un poco de grasa de armas.

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