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Authors: Esteban Navarro

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras

El lodo mágico (10 page)

—Bueno, pues, mi abuelo padeció gangrena en un pie —Andrés hablaba de forma muy nerviosa, tartamudeando— y me contó, que hace años, estando de excursión en Belsité, encontró por casualidad…

—Una poza llena de lodo mágico —interrumpió don Luis sin dejarle acabar la frase—. Sí, ya conozco ese suceso, hace mucho tiempo que tengo conocimiento de él. Acordaos de que nací en Osca y me he relacionado con la mayoría de habitantes de aquí. Tu abuelo y yo éramos muy buenos amigos.

—No lo sabía, nunca me dijo nada —exclamó Andrés asombrado, desconocedor de la amistad que tenían su abuelo y don Luis—. Pensaba que sólo eran conocidos del pueblo, pero no íntimos.

—No, la verdad, es que nunca tuve oportunidad de charlar contigo sobre esto.

Don Luis se expresaba ahora con un tono melancólico. Mientras hablaba aporreaba la pipa en el cenicero de cristal para vaciar la carbonilla y con cuidado de no romperla.

—El día que cayó en las pozas de Belsité yo estaba con él. Nos hallábamos los dos juntos, sentados, saboreando nuestras pipas de madera. Era invierno, creo que debía ser el mes de noviembre o diciembre, no lo recuerdo exactamente.

Los tres se miraron con una mezcla de incredulidad y asombro. Entonces era don Luis la persona que acompañaba al abuelo de Andrés cuando se cayó en la poza, pensaron al mismo tiempo.

—La tarde duraba poco tiempo, la noche cubría el cielo rápidamente. Benjamín y yo, estábamos sentados en una de esas enormes piedras blancas, admirando una lluvia incesante de meteoritos, estrellas fugaces, que desde Belsité se ven perfectamente. Tu abuelo resbaló y sé desplomó dentro de la balsa. No era muy profunda, así que no había peligro de hundimiento. Le alargué mi mano para que se cogiera y estiré con todas mis fuerzas hasta que él salió fuera. Mi pipa, gritaba como enloquecido. No te preocupes Benjamín, ya la rescato yo, le dije para tranquilizarlo, mientras extendía mi mano en el interior del agua buscando la preciosa pipa de madera de brezo de tu abuelo. Al final la encontré. La dejé encima de una roca blanca, justo al lado de donde estábamos nosotros, pensando en recogerla cuando se secara.

—¡Caray! Entonces es verdad la historia de tu abuelo —dijo asombrado Alberto y mirando con aire de disculpa a Andrés.

—¡Claro! Acaso dudaste de ello. Ya te dije que mi abuelo nunca mentía y menos en una narración de ese estilo —comentó Andrés, mientras animaba al profesor a terminar la crónica.

—Entonces, don Luis… ¿es cierto lo del lodo mágico que cura cualquier afección? —preguntó interesado Alberto mientras se incorporaba en su asiento.

—Puede que sí y puede que no —respondió de forma evasiva don Luis mientras introducía tabaco en la cazoleta de la pipa—. Podéis apreciar el estado en que me encuentro. Una terrible enfermedad degenerativa se ha cebado en mí, cada vez estoy más postergado, casi no puedo caminar y el dolor es insufrible. Me queda poco de estar entre vosotros. ¿Creéis que sí realmente existiera ese lodo mágico no lo hubiera buscado con todas mis fuerzas?

—Pero profesor, usted estuvo allí, —intentó convencerlo Alberto a toda costa— pudo ver lo que el lodo mágico hizo con el pie del abuelo de Andrés. Quién mejor que usted para corroborar la capacidad sanadora del lodo de Belsité.

—¿Habéis estado allí? —preguntó el profesor.

—Sí, de eso es de lo que queríamos hablarle, —contestó Andrés.

—¿Y bien?

Don Luis encendió una cerilla y la dirigió hacia el hornillo de su pipa de espuma de mar, dando unas fuertes caladas.

—El domingo salimos hacia Guísar. Subimos nuestras bicicletas al último tren de la noche y viajamos hasta la última estación. Queríamos llegar a Belsité a primera hora de la mañana.

—¿El domingo? —preguntó el profesor de historia, mientras daba una pipada a su cachimba.

—Sí —confirmó Andrés—. No le quiero entretener con las anécdotas del viaje, pero llegamos hasta las pozas, estuvimos donde las casas abandonadas y Juan se despeñó por una de las pendientes que hay justo al lado del río. Se rompió una pierna a causa del accidente.

—¿Cómo sabes que estaba fracturada? —dudó don Luis, mientras volvía a encender la pipa que se le había apagado.

—Por los síntomas que presentaba —replicó Andrés, seguro de lo que decía.

—¿Y cuales eran esos signos tan evidentes de que la pierna se había roto? —desconfió don Luis mientras apretaba el tabaco con el dedo pulgar—. Para saber que la pierna de vuestro amigo Juan se había curado, primero había que establecer si realmente estaba partida… ¿no es así?

—Presentaba los cuatro indicios —corroboró Andrés—. Dolor, síntoma capital, suele localizarse sobre el punto de fractura. Aumenta de forma apreciable al menor intento de movilizar la pierna y al ejercer presión, aunque sea leve, sobre ella. Deformidad, tenía una desfiguración característica. Hematoma, se produce por la lesión de los vasos que irrigan el hueso. Y por último, fiebre…

Andrés había recitado las cuatro propiedades de una pierna fracturada, como si las estuviera leyendo en una enciclopedia de la salud.

—Vale, vale, es un hecho que la pierna de Juan llegó a fracturarse —asintió don Luis—. Pero… ¿cómo se curó? Ahora parece que la tiene completamente restablecida —dijo posando sus ojos sobre la pierna de Juan.

Don Luis hablaba sin quitarse la pipa de la boca. La movía de un lado para otro con una habilidad característica de los buenos fumadores.

—Nos refugiamos en una de las casas abandonadas —explicó Andrés—. La que nos pareció más entera. Cuando llegó la noche, apareció un vagabundo que…

—¿Apareció? —volvió a interrumpir don Luis.

—Sí, Andrés, —le recomendó Alberto— habla más despacio. No hay prisa, cuenta los hechos de forma cronológica.

Juan los miraba a todos emocionado, esperando que llegara su turno para poder explicar como se curó su pierna.

—Bueno, sigo —dijo Andrés—. Estábamos dentro de la casa, en lo que debió ser el salón. Acabábamos de encender una fogata para calentarnos y también para tener iluminación. De repente, sin esperarlo, una sombra se manifestó en la única puerta de entrada a la habitación. Era un hombre alto, corpulento, con barba desarreglada de varios días y con un sombrero vaquero lleno de manchas, como las que dejan los regueros de agua.

—¿Fumaba en pipa? —interrumpió el profesor de historia.

—Sí —continuó Andrés—, en el momento de entrar tenía la pipa colgando de la boca. Era una de esas de madera de brezo, como la que tenía mi abuelo.

—Si la historia que cuentas es cierta, posiblemente no sea como la que tenía tu abuelo, sino que…, era la de tu abuelo —afirmó tajante don Luis.

—¿La del abuelo de Andrés? —exclamaron a la vez Juan y Alberto, sin salir de su asombro.

—Exacto —apuntó un impresionado don Luis—, eso es lo que no os había dicho aún. El poder de curar enfermedades no está en la charca o en el lodo. La capacidad milagrosa se encuentra en la pipa del abuelo de Andrés. Ésta se cayó en la ciénaga el día que estuvimos allí arriba, eso es lo que hizo que el fango adquiriera momentáneamente la posibilidad de sanar. Lo que realmente tiene magia es la pipa de madera de brezo. Pero no lo hace de forma independiente, por algún extraño sortilegio, que ni el abuelo de Andrés, ni yo, llegamos nunca a comprender, lo que cura las enfermedades es la combinación del barro de Belsité, con la pipa de madera. Además tiene que ser en una fecha determinada, recuerdo que tu abuelo se cayó en la charca de lodo el mes de noviembre —reflexionó don Luis—, por lo que intuyo que sólo hace efecto durante ese período del año. Pero todo eso son teorías, en estas cosas es imposible acertar de forma científica.

—La pipa del abuelo Benjamín —siguió narrando don Luis, mientras los chicos enmudecieron perplejos—, era de madera de brezo, el mismo material con que se hace el carboncillo para dibujar y las mejores cachimbas que existen. A éste se la compró su padre, es decir, el bisabuelo de Andrés, recién terminado el servicio militar. La fue a buscar de propio a una fábrica que había en la provincia de Girona, en La puebla de Cabreros. Era una pipa especial, no es posible que haya otra igual en todo el mundo. Lo que la hace única es las marcas en la boquilla de cuerno de alce con un nombre tallado en ella: MENUTO.

—¿Menuto? eso es exactamente lo que ponía la pipa que llevaba Silverio —vociferó Juan incorporándose en el tresillo.

—¿Silverio? —preguntó atónito el profesor de historia.

—Sí, ese era el nombre del vagabundo —replicó Alberto, intentando interrumpir lo más mínimo la interesante historia de don Luis.

—Pues posiblemente os engañó —aseveró el profesor mientras sostenía la pipa en la boca y sujetándola con la mano—. Su nombre real es Menuto. Dijo que se llamaba Silverio, porque es un nombre que proviene del latín y significaba "bosque selvático". Los menutos se sienten muy identificados con la espesura del monte.

—¿Los menutos? ¿Qué significa Menuto? —preguntó Alberto, fascinado por la crónica de don Luis, mientras le hacía un gesto a Andrés para que le diera un trozo de regaliz.

—Los menutos son unos duendes de la zona donde vivimos, muy conocidos entre vuestros abuelos —explicó el profesor de historia muy ilustrado en todos estos temas—. Ahora ya no aparecen como antiguamente y no interfieren en los quehaceres diarios, pero antes de la expansión de la ciudad de Osca, pululaban a sus anchas por los campos y montañas de toda la comarca. Son magos y tienen propiedades curativas. El que es amable con ellos tiene un fiel aliado. El padre de Benjamín, el bisabuelo de Andrés, tuvo relación con uno de esos duendes.

—¿Relación? —dijo Andrés, con la cara totalmente desencajada—. Don Luis, se lo ruego, relate los detalles de la amistad entre mi bisabuelo y el duende Menuto. Son aspectos de mi familia que desconozco por completo.

—Os vais a perder la clase de lengua española que viene a continuación del recreo —afirmó el profesor de forma contundente—. Y ya debéis saber que lo primero son los estudios. Los cuentos los podemos dejar para después de las clases.

—Esto es más importante para nosotros. Debemos saber todo lo ocurrido para poder encajar algunas piezas —organizó Juan.

—Está bien —asintió el profesor de historia—. Avisaré a la profesora de lengua de que estáis aquí. Ya me inventaré cualquier excusa. Esperad sentados a que vuelva y procurad que no os vea nadie.

Don Luis salió del despacho, no sin dificultad, andando muy despacio y ayudándose con un bastón recio de madera. Los chicos cerraron la puerta y se quedaron en silencio, mirándose con cara de incredulidad. Primero el lodo mágico y ahora la pipa de brezo con cuerno de alce de un duende. Tenían la sensación de estar viviendo un cuento de hadas.

—¿Creéis que Silverio era un duende? —preguntó Juan mientras ojeaba los innumerables libros del despacho de don Luis. Las estanterías llegaban hasta el techo y hasta en los espacios más pequeños había encajado algún tomo.

—No lo sé —respondió Andrés, haciendo el ademán de negar con la cabeza—. Pero lo que está claro es que don Luis sabe más que nosotros de todo este tema. Estoy deseando que nos cuente más cosas sobre el duende y la relación que tenía con mi bisabuelo.

—El truco, por lo visto —puntualizó Alberto, mientras observaba una replica preciosa de La Gioconda de Leonardo Da Vinci, que estaba en la pared que había enfrente de la puerta de entrada—, reside en la pipa, y no en el barro, como pensamos en un principio.

Don Luis regresó de hablar con la profesora de lengua. Abrió la puerta muy despacio y se esperó, disimuladamente, a que pasara por delante una alumna rezagada de la clase de al lado. El profesor entró en su despacho, con bastantes apuros. Sin querer que le ayudara nadie, se sentó en su butacón, donde aún permanecía humeante la pipa de espuma de mar y que dejó antes de salir, sobre la mesita.

—¿Dónde estaba chicos? —preguntó mientras cogía la cachimba y se la llevaba a sus enrojecidos labios—. Sí, bueno, la historia es, que el padre de Benjamín volvía en tren del largo viaje que había hecho para comprar la pipa a su hijo, el abuelo de Andrés, y en una de las paradas se bajó para comer algo. Era un apeadero sencillo, con la cabina del jefe de estación y un pequeño kiosco donde comprar la prensa y algún bocadillo que vendía una mujer mayor, que atendía de forma malhumorada. La parada del ferrocarril duró más de media hora, tiempo suficiente para dar un pequeño paseo por el lugar. Para que no le robaran su equipaje, el bisabuelo de Andrés se bajó con el macuto y se sentó encima, mientras comía un bocadillo de embutido.

Los tres amigos estaban completamente embobados oyendo el relato de don Luis. Era magnífico narrando. Vocalizaba perfectamente y su forma de reseñar los hechos ocurridos hacía que los chicos se transportaran a esa estación de tren, como si realmente estuvieran allí.

—Había terminado el bocadillo hacía rato —siguió explicando don Luis, mientras inhalaba enormes pipadas—. Bebió agua de su cantimplora metálica y para hacer tiempo se dispuso a ojear un libro que llevaba en su zurrón. Cuando abrió el macuto, no podía salir de su estupor, la boquilla de la pipa que compró para su hijo, se había fracturado. Posiblemente cuando se sentó encima de la mochila. No se debió dar cuenta, pero la boquilla estaba partida por la mitad. Que desastre, no podía regresar a casa sin el preciado regalo de su vástago. Pensó en volver al pueblo donde había comprado la cachimba y encargar otra, pero el viaje le llevaría mucho tiempo y su mujer le esperaba en casa. En esa época, supongo ya lo sabréis —puntualizó—, no había teléfonos móviles y las cabinas telefónicas de las estaciones muchas veces no funcionaban. Así que un viajero que estaba de pie en el arcén, viendo lo que había ocurrido, se ofreció para ayudar al pobre Benjamín.

—¿Por qué era tan importante la pipa?

—Buena pregunta Alberto —contestó amable don Luis—. El abuelo de Andrés, es decir, Benjamín, estuvo dos años en la guerra y cuando volvió su padre le prometió la pipa que había ido a buscar a la provincia de Girona. No podía defraudar un juramento tan importante hecho a un moribundo.

—¿Moribundo? —preguntaron los tres incrédulos.

—Vaya, no os lo había dicho aún. El abuelo de Andrés ya estuvo a punto de morir en la guerra civil. Le hirieron gravemente. Una bala perdida le atravesó un pulmón y los médicos le desahuciaron y lo mandaron a casa para que estuviera con los suyos los últimos días de su vida. Al final se recuperó de tal forma que se restableció completamente y no le quedó ninguna secuela de aquella herida. Tu abuelo —dijo mientras miraba a Andrés—, era un hombre muy fuerte y con mucha suerte.

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