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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

El lobo estepario (21 page)

Busqué a María en el sitio en donde solíamos comer en nuestras noches, pero aún no había llegado. En el callado cafetín del suburbio estuve sentado esperando ante la mesa preparada, con mis ideas todavía en nuestro diálogo. Todas estas ideas que habían surgido allí entre Armanda y yo, me parecieron tan profundamente familiares, tan conocidas de siempre, tan sacadas de mi más íntima mitología y mundo de imágenes. Los inmortales, en la forma en que viven en el espacio sin tiempo, desplazados, hechos imágenes, y la eternidad cristalina como el éter en torno de ellos, y la alegría serena, radiante y sidérea de este mundo extraterreno, ¿de dónde me era todo esto tan familiar? Medité y se me ocurrieron trozos de las Casaciones, de Mozart; del Piano bien afinado, de Bach, y por doquiera en esta música me parecía brillar esta serena claridad de estrellas, flotar este etéreo resplandor. Sí; eso era; esta música era algo así como tiempo congelado y convertido en espacio, y por encima, flotando, infinita, una alegría sobrehumana, una eterna risa divina. ¡Oh, y a esto se acomodaba tan perfectamente el viejo Goethe de mi sueño! Y de pronto oí en torno mío esta insondable risa, oí reír a los inmortales. Encantado, estuve sentado allí; encantado, saqué mi lápiz del bolsillo del chaleco, busqué papel, hallé la carta de los vinos ante mí, le di media vuelta y escribí al dorso, escribí versos, que al día siguiente me los encontré en el bolsillo. Decían:

Los Inmortales

Hasta nosotros sube de los confines

del mundo el anhelo febril de la vida:

con el lujo la miseria confundida,

vaho sangriento de mil fúnebres festines,

espasmos de deleite, afanes, espantos,

manos de criminales, de usureros, de santos;

la humanidad con sus ansias y temores,

a la vez que sus cálidos y pútridos olores,

transpira santidades y pasiones groseras,

se devora ella misma y devuelve después lo tragado,

incuba nobles artes y bélicas quimeras,

y adorna de ilusión la casa en llamas del pecado;

se retuerce y consume y degrada

en los goces de feria de su mundo infantil,

a todos les resurge radiante y renovada,

y al final se les trueca en polvo vil.

Nosotros, en cambio, vivimos las frías

mansiones del éter cuajado de mil claridades,

sin horas ni días,

sin sexos ni edades.

Y vuestros pecados y vuestras pasiones

y hasta vuestros crímenes nos son distracciones,

igual que el desfile de tantas estrellas por el firmamento.

Infinito y único es para nosotros el menor momento.

Viendo silenciosos vuestras pobres vidas inquietas,

mirando en silencio girar los planetas,

gozamos del gélido invierno espacial.

Al dragón celeste nos une amistad perdurable;

es nuestra existencia serena, inmutable,

nuestra eterna risa, serena y astral.

Luego llegó María, y después de una comida alegre me fui con ella a nuestro cuartito. Estuvo en esa noche más hermosa, más ardiente y más íntima que nunca, y me dio a gustar delicadezas y juegos que consideré como el límite del placer humano.

–María –dije–, eres pródiga hoy como una diosa. No nos mates por completo a los dos, que mañana es el baile de máscaras. ¿Qué clase de pareja va a ser la tuya en la fiesta? Temo, mi querida florcilla, que sea un príncipe de hadas y te rapte y no vuelvas ya nunca a mi lado. Hoy me quieres casi como se quieren los buenos amantes en el momento de la despedida, en la vez postrera.

Ella oprimió los labios fuertemente a mi oído y susurró:

–¡Calla, Harry! Cada vez puede ser la última. Cuando Armanda te haga suyo, no volverás más a mi lado. Quizá sea mañana ya.

Nunca percibí el sentimiento característico de aquellos días, aquel doble estado de ánimo deliciosamente agridulce, de un modo más violento que en aquella noche víspera del baile. Lo que sentía era felicidad: la belleza y el abandono de María, el gozar, el palpar, el respirar cien delicadas y amables sensualidades, que yo había conocido tan tarde, como hombre ya de cierta edad, el chapoteo en una suave y ondulante ola de placer. Y, sin embargo, esto no era más que la cáscara; por dentro estaba todo lleno de significación, de tensión y de fatalidad, y en tanto yo estaba ocupado amable y delicadamente con las dulces y emotivas pequeñeces del amor, nadando al parecer en tibia ventura, me daba cuenta dentro del corazón de cómo mi destino se afanaba atropelladamente hacia adelante, corriendo impetuoso como un corcel bravío, cara al abismo, cara al precipicio, lleno de angustia, lleno de anhelos, entregado con complacencia a la muerte. Así como todavía hace poco me defendía con temor y espanto de la alegre frivolidad del amor exclusivamente sensual, y lo mismo que había sentido pánico ante la belleza riente y dispuesta a entregarse de María, así sentía yo ahora también miedo a la muerte, pero un miedo consciente de que ya pronto habría de convertirse en total entrega y redención.

Mientras nosotros estábamos abismados calladamente en los juegos afanosos de nuestro amor, perteneciendo el uno al otro más íntimamente que nunca, se despedía mi alma de María y de todo lo que ella me había significado. Por ella aprendí a entregarme infantilmente una vez más en el último instante al jugueteo de la superficie, a buscar las alegrías más fugaces, a ser niño y bestia en la inocencia del sexo, un estado que en mi vida anterior sólo había conocido como excepción rara, pues la vida sensual y el sexo habían tenido para mí casi siempre el amargo sabor de culpa, el gusto dulce, pero timorato, de la fruta prohibida, ante la cual debe ponerse en guardia un hombre espiritual. Ahora, Armanda y María me habían enseñado este jardín en toda su inocencia; agradecido, había sido yo su huésped; pero pronto se hacía tiempo ya para mí de seguir andando, resultaba demasiado bonito y demasiado confortante este jardín. Seguir aspirando a la corona de la vida, seguir purgando la culpa infinita de la vida, era lo que me estaba reservado. Una vida fácil, un fácil amor, una muerte fácil, no eran cosas para mí.

Por alusiones de la muchacha deduje que para el baile del día siguiente, o a continuación de él, estaban planeados voluptuosidades y goces especialísimos. Quizá esto fuera el fin, quizá tuviese razón María con su presentimiento, y nosotros estábamos acostados aquella noche juntos por última vez. ¿Acaso empezaba mañana la nueva senda del destino? Yo estaba lleno de anhelos ardientes, lleno de angustia sofocante, y me agarré fuertemente y con fiereza a María, recorrí una vez más, ávido y ebrio, todos los senderos y malezas de su jardín, me cebé una vez más en la dulce fruta del árbol del paraíso.

* * *

Recuperé al día siguiente el sueño perdido aquella noche. Por la mañana tomé un coche y fui a darme un baño; luego a casa, muerto de cansancio; puse a oscuras mi alcoba; al desnudarme encontré en el bolsillo mi poesía, la olvidé otra vez, me acosté inmediatamente, olvidé a María, a Armanda y al baile de máscaras, y dormí durante todo el día. Cuando a la tarde me levanté, hasta que no estaba afeitándome no me volví a acordar de que una hora después empezaba ya la fiesta y yo tenía que sacar una camisa para el frac. De buen humor acabé de arreglarme y salí, para ir primeramente a comer en cualquier lado.

Era el primer baile de máscaras al que yo concurría. Es verdad que en otros tiempos había visitado acá y allá estas fiestas, a veces hasta encontrándolas bonitas, pero no había bailado nunca y había sido tan sólo espectador, y siempre me había resultado cómico el entusiasmo con que oía hablar a otros de estas fiestas y hallar en ellas una diversión. Pero en el día de hoy era el baile también para mí un acontecimiento, del que me alegraba con impaciencia y no sin miedo. Como no tenía que llevar a ninguna señora, decidí no ir hasta tarde; esto me lo había recomendado también Armanda.

Al «Casco de Acero», mi refugio de otros tiempos, donde los hombres desengañados perdían sentados las noches, libaban su vino y jugaban a los solteros, iba yo ya rara vez en la última época; ya no se adecuaba al estilo de mi vida presente. Pero esta noche me sentí de nuevo atraído hacia allí como cosa enteramente natural. En el estado de ánimo, a un tiempo alegre y temeroso, de fatalidad y despedida, que me dominaba en aquella época, adquirían todos los pasos y lugares de mis recuerdos una vez más el brillo dolorosamente hermoso del pasado, y así también el pequeño cafetín lleno de humo, donde no ha mucho aún contaba yo entre los parroquianos y donde todavía hace poco bastaba el narcótico primitivo de una botella de vino de la tierra para poder irme por una noche más a mi cama solitaria y para poder aguantar la vida por otro día más. Desde entonces había gustado otros remedios, excitantes más fuertes, había ingerido venenos más dulces. Sonriente, pisé el viejo local y fui recibido por el saludo de la hostelera y una inclinación de cabeza de los silenciosos parroquianos. Me recomendaron y me sirvieron un pequeño pollo asado, el vino nuevo de la Alsacia corrió claro en el vaso rústico y de un dedo de grueso; amablemente me miraban las limpias y blancas mesas de madera, la vieja vajilla gualda. Y en tanto yo comía y bebía, iba aumentando dentro de mi este sentimiento de marchitez y de fiesta de despedida, este sentimiento dulce e íntimamente doloroso de mezcla con todos los escenarios y cosas de mi vida anterior, que no había sido resuelta nunca por completo, pero cuya solución estaba ahora a punto de madurar. El hombre «moderno» llama a esto sentimentalismo; no ama ya las cosas, ni siquiera lo que le es más sagrado, el automóvil, que espera poder cambiar lo antes posible por otra marca mejor. Este hombre moderno es decidido, sano, activo, sereno y austero, un tipo admirable; se portará a las mil maravillas en la próxima guerra. No me importaba nada; yo no era un hombre moderno ni tampoco enteramente pasado de moda; me había salido de la época y seguía adelante acercándome a la muerte, dispuesto a morir. No tenía aversión a sentimentalismos, estaba contento y agradecido de notar en mi abrasado corazón todavía algo así como sentimientos. De esta manera me entregué a los recuerdos del viejo cafetín, a mi apego a las viejas y toscas sillas; me entregué al vaho de humo y de vino, al sentido esfumado del hábito, de calor y de semejanza de hogar que tenía para mí todo aquello. El despedirse es hermoso, entona dulcemente. Me gustaba el asiento duro y mi vaso rústico, me gustaba el sabor fresco y las frutas del alsaciano, me gustaba la familiaridad con todo y con todos en este lugar; las caras de los bebedores acurrucados y soñadores, de los desengañados, cuyo hermano había sido yo mucho tiempo. Eran sentimentalidades burguesas las que yo sentía aquí, ligeramente salpicadas con un perfume de romanticismo pasado de moda, procedente de la época de muchacho, cuando el café, el vino y el cigarro eran aún cosas prohibidas, extrañas y magníficas. Pero no se alzó ningún lobo estepario para rechinar los dientes y hacer jirones mis sentimentalismos. Apaciblemente estuve sentado, inflamado por el pretérito, por la débil radiación de un astro que acababa de ponerse.

Llegó un vendedor ambulante con castañas asadas y le compré un puñado. Llegó una vieja con flores, le compré un par de claveles y se los regalé a la hostelera. Sólo cuando fui a pagar y busqué en vano el bolsillo acostumbrado, me di cuenta nuevamente de que iba de frac. ¡Baile de máscaras! ¡Armanda!

Pero aún era excesivamente temprano, no podía decidirme a ir a los salones del Globo. También me daba cuenta, como me había ocurrido en los últimos tiempos con todas estas diversiones, de algunos obstáculos y resistencias, una aversión a entrar en locales grandes, repletos de gente y bulliciosos, una timidez escolar ante la atmósfera extraña, ante el mundo de los elegantes, ante el baile.

Correteando, vine a pasar por un cine, vi brillar haces de rayos y gigantescos anuncios de colores; pasé de largo unos metros, volví otra vez y entré. Allí podía yo estar sentado bonitamente en la oscuridad hasta eso de las once. Conducido por el botones con la linterna, tropecé con las cortinas y di en el salón en tinieblas, encontré un sitio y de pronto estuve en medio del Antiguo Testamento. El film era uno de esos que se dicen producidos con gran lujo y refinamiento no para ganar dinero, sino con fines nobles y santos, y al cual, por las tardes, hasta escolares eran llevados por sus profesores de religión. Allí se representaba la historia de Moisés y de los israelitas en Egipto con un enorme aparato de hombres, caballos, camellos, palacios, pompa faraónica y fatigas de los judíos en la arena abrasadora del desierto. Vi a Moisés, peinado un poco según el modelo de Walt Whitman, un magnífico Moisés de guardarropía, caminando por el desierto, delante de los judíos, fogoso y sombrío, con su largo báculo y con pasos como Wotan. Lo vi junto al mar Rojo implorando a Dios y vi separarse al mar Rojo dejando libre una calle, un desfiladero entre altas montañas de agua (los catecúmenos llevados por el párroco a este film religioso podían discutir largamente sobre la manera cómo los directores de la película habían operado esta escena); vi atravesar por el desfiladero al profeta y al pueblo temeroso; aparecer detrás de ellos a los carros del Faraón; vi vacilar y con miedo a los egipcios a la orilla del mar y luego aventurarse dentro valerosamente, y vi cerrarse los montes de agua sobre el magnífico Faraón con su armadura de oro y sobre todos sus carros y guerreros, no sin acordarme de un dúo para dos bajos de Händel, en donde se canta magistralmente este acontecimiento.

Vi después con transparencia a Moisés subir al Sinaí, un héroe sombrío en un sombrío páramo de piedras, y presencié cómo allí Jehová le transmitía los diez mandamientos por medio de tempestad, relámpagos y truenos, en tanto que su pueblo indigno al pie de la montaña erigía el ternero de oro y se entregaba a placeres bastante impetuosos. Me resultaba tan extraño e increíble presenciar todo esto, ver cómo, ante un público agradecido que calladamente devoraba sus panecillos, se representaba, por sólo el dinero del billete, las historias sagradas, sus héroes y milagros, que derramaron sobre nuestra infancia el primer presentimiento de otro mundo, de algo sobrehumano; un lindo ejemplo minúsculo del gigantesco saldo y liquidación de cultura de esta época.

Dios mío, para evitar esta repugnancia hubiese sido preferible que sucumbieran también entonces, además de los egipcios, los judíos y todo el género humano, logrando una muerte violenta y digna, en lugar de esta afrentosa muerte aparente y mediocre que hoy sufrimos nosotros. ¡Mil veces preferible!

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