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Authors: Antonio Cabanas

El ladrón de tumbas (34 page)

BOOK: El ladrón de tumbas
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—El terreno lo delata, no hay más que observar con cuidado —había escuchado muchas veces a su padre.

«Tiempos ya un poco lejanos», pensó durante un momento.

Ahora no tenían necesidad de robar y no era ése el ánimo que le había llevado hasta allí. Era la emoción de entrar en una tumba intacta lo que le atraía y recorrerla entre el rico ajuar funerario, alumbrando las paredes repletas de una simbología que le fascinaba. Sentir que él había sido el primero en entrar allí desde hacía quién sabe cuánto tiempo, burlando las trampas que a veces ponían para evitar que accedieran ladrones como él.

Era curioso el pensar que no se sintiera ladrón. Jamás había quitado nada a nadie, sólo las pertenencias de personajes principales muertos hacía mucho tiempo, que ya no las necesitaban y que les habían ayudado a vivir dignamente. Claro que a él jamás se le hubiera ocurrido pensar que no es sólo una violación el hecho de robar los ajuares de una tumba; que el simple acto de atravesar una puerta sellada para el eterno descanso ya supone en sí la mayor de las violaciones.

Aquel día Nemenhat vagó por la necrópolis sin encontrar a nadie. En medio de aquella soledad, parecía un ánima en pena buscando refugio en cualquiera de las tumbas que allí había.

Trazó un amplio radio tomando como referencia la pirámide escalonada, e inspeccionó el terreno yendo hacia el norte; hasta los pequeños acantilados que limitaban el área.

Allí halló restos de un muro de ladrillo que, a su vez, se encontraban diseminados por una amplia zona. Nemenhat los examinó con curiosidad comprendiendo enseguida que eran muy antiguos.

No se equivocaba, pues aquellos restos pertenecían a las tumbas más antiguas de Saqqara; tumbas de la I dinastía. Épocas arcaicas, sin duda, que se perdían en los albores de su civilización.

Si excavaba un poco, encontraría la estructura de las paredes de aquellas mastabas. La idea no le entusiasmó demasiado, pues creía que poco podría encontrar allí; a lo más alguna moldura con curiosas representaciones. Miró a su alrededor y suspiró, pues la mayor parte de los túmulos de aquella necrópolis debían de haber sido saqueados ya en la antigüedad. Podía tener suerte y encontrar algo interesante, mas el trabajo que debía emplear para ello no le compensaba; en ese momento no le extrañó el no ver vigilancia, pues nada había que vigilar.

Recorrió sin rumbo fijo el augusto cementerio, deteniéndose de vez en cuando para estudiar posibles emplazamientos. Había tumbas que se encontraban todavía a la vista, semienterradas, y que formaban pequeños montículos en aquel vasto mar de arena.

Nemenhat pensó que todo el Egipto de ultratumba se encontraba bajo sus pies, con cientos de mastabas con sus calles de acceso hundidas bajos las dunas que todo lo devoraban.

Puso una mano sobre sus ojos para protegerse del sol y miró hacia el norte. En aquella llanura que parecía no tener fin se veían unas pirámides; las pertenecientes a los faraones de la V dinastía, que se hicieron enterrar en Abusir.

Sahura, Niuserra, Neferefra y Neferirkara mantenían sus monumentos en pie aunque, desde aquella distancia, Nemenhat no pudiera adivinar en qué estado se encontraban.

El muchacho se acarició la barbilla, convencido de nuevo de que bastaría con excavar en sus proximidades para encontrar algún túmulo.

Volvió a fijar su vista en aquella dirección. Un poco más al norte se elevaban tres siluetas inconfundibles; tres gigantes que parecían surgir de las profundidades de la tierra, capaces de desafiar al tiempo y a los elementos. Moradas creadas para el eterno descanso de los grandes dioses que gobernaron Egipto durante la IV dinastía y que jamás fueron igualadas por ningún otro en toda la historia.

Nemenhat no había ido nunca a verlas aunque, como todo el mundo en Menfis, sabía de su existencia. Vistas así, a aquella distancia, le parecieron poseedoras de un sutil magnetismo y sintió deseos de visitarlas.

La tarde comenzaba a declinar cuando abandonó el lugar. Decidió hacerlo dando una vuelta por el oeste y así dirigirse hacia el complejo funerario de Sekemjet, situado al suroeste del de Djoser.

Era también una pirámide escalonada la que allí se había levantado, aunque ahora sólo se conservaran tres hiladas. Estaba rodeada de un muro de piedra caliza similar al que había construido Djoser, es decir, con molduras en fachada de palacio, que se encontraba en mal estado; alzado para mayor gloria de Horus Sekemjet, sucesor de Djoser III. Sin embargo, nunca se enterró allí, desconociéndose el paradero de su momia.

Nemenhat quiso inspeccionar el pozo donde su padre escondía gran parte del ajuar que encontró en la tumba de los sacerdotes de Ptah y que se hallaba muy cerca de esta pirámide. Así, aproximándose al lugar con mucha cautela, comprobó que todo se encontraba en su sitio, volviendo a cubrir después el escondite con cuidado.

En el camino de regreso hacia el Valle, volvió a pasar por la pirámide de Unas sorprendiéndose del buen estado que presentaba. Sus hiladas de piedra caliza lucían perfectas, como si hubieran sido terminadas hacía pocos años.

«Extraño», pensó. Pues sabía que era casi tan antigua como sus vecinas. Así que decidió que sería una buena idea visitarla algún día.

Por fin, con el sol casi poniéndose a sus espaldas, bajó por la calzada procesional de aquella pirámide hasta la carretera general que le conduciría a casa.

Durante meses, Nemenhat recorrió la necrópolis explorando todo aquello que llamaba su atención. La zona arcaica, el sector de la pirámide de Teti, el sector occidental, el de Unas…; todo fue inspeccionado por el muchacho, que parecía tener una inagotable curiosidad. Cada montículo que se alzaba sospechosamente en la zona era examinado por Nemenhat calibrando su naturaleza. Escrutó los alrededores de las viejas pirámides que, medio derruidas, todavía se alzaban en el lugar, a sabiendas de que altos dignatarios se habían hecho enterrar junto a ellas.

Así, entró en tumbas de una antigüedad que nunca hubiera podido imaginar. Colándose como un reptil por agujeros hechos en la arena, tuvo acceso a mastabas de una belleza extraordinaria. Relieves en los que se representaban todo tipo de imágenes de la vida diaria del difunto y su entorno.

Nada había que llevarse de allí, pues aquellos lugares llevaban más de mil años saqueados y, sin embargo, a Nemenhat no le importaba. Gustaba de sentir su quietud y disfrutar de las espléndidas representaciones grabadas en sus paredes. Eran escenas que rebosaban vida; una semblanza del valor que sus mayores daban a lo cotidiano. Sencillas manifestaciones de una vida, en las que creían que residía la felicidad. La naturaleza que les rodeaba y que tanto respetaban; obreros trabajando en los más diversos oficios, todos tan nobles que ni tan siquiera un visir dudaba de representarlos en su eterna morada; la familia… Esta se veía por doquier, pues no había egipcio que no la amase sobre todo lo demás.

Ptahotep
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, sabio entre los sabios, dijo en la antigüedad: «Si eres hombre sabio, construye una casa y funda un hogar. Ama a tu esposa como conviene, aliméntala y vístela; proporciona la felicidad a su corazón durante toda su vida.»

—¡Qué lugar tan magnífico para esperar la eternidad! —se decía Nemenhat.

Ni una imagen que reflejara tristeza o un tenebroso destino.

—Dichosos tiempos los de nuestros padres —suspiraba el joven.

Nemenhat se aficionó tanto a estas mastabas, que incluso llegó a tener preferencia por alguna de ellas. Éste fue el caso de dos tumbas situadas al sur, junto a la calzada procesional de Unas.

Una se hallaba en una zona algo elevada y su construcción parecía que había sido detenida súbitamente. El muchacho dedujo que las obras se habían parado a causa de la construcción de la calzada, por lo que sin duda, aquella mastaba debía ser anterior al reinado del faraón Unas. Esto produjo un íntimo goce a Nemenhat ante la posibilidad de averiguar quién estaba enterrado allí; pero pocas opciones más tenía. No podía descifrar los jeroglíficos y por tanto le sería imposible conocer el nombre del finado.

Lo que más le había llamado la atención de la mastaba era que poseía una pared entera decorada sólo con dibujos. Y dibujos bellísimos, que se extasiaba mirando con buen cuidado de que la combustión de su pequeña lámpara no los dañara. El la llamaba la tumba de los pájaros
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, puesto que había una representación en la que una gran bandada de pájaros revoloteaba alegremente; habiendo sido ejecutados en una variedad de colores ocres extraordinarios. Escenas de cultivos, jardinería, recolección y un bajorrelieve en el que se veía a una vaca junto a su ternero siendo ordeñada; y que le subyugaba por no haberlo visto antes.

La otra estaba situada algo más al este, también próxima a la calzada, y había sido excavada en el terreno rocoso que se extendía en esa zona. Se entraba por el norte y se accedía a una enorme sala en la que había diez estatuas policromadas que sobresaltaron a Nemenhat por su realismo la primera vez que las vio. Incluso notó cómo su corazón se aceleraba cuando las estudió detenidamente, pues a la débil luz de su candela parecían cobrar vida; tal era su realismo. Estaban dispuestas de pie, talladas en altorrelieve; dos en la pared norte y ocho en la este, dentro de unos nichos sobre los que se representaban escenas de matanzas de animales. Auténticos despieces hechos con enormes cuchillos que dio pie a que Nemenhat la bautizara como la tumba de los carniceros
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. Aunque la mastaba perteneciera a un alto dignatario, allí habían sido enterradas al menos diez personas; seguramente familiares del propietario.

Al fondo del túmulo había cinco pozos que Nemenhat no se preocupó en explorar, sabedor de que nada interesante encontraría en ellos. En la pared oeste, únicamente había cuatro grandes estatuas sin pintar y junto a ellas, una falsa puerta que daba acceso a las almas de los difuntos al mundo de los vivos.

Nemenhat perdía la noción del tiempo en aquellos lugares, sorprendiéndole en ocasiones la noche al abandonar la necrópolis. Llegó a ser tal su asiduidad a ésta, que bien pudiera decirse que llegó a trabar amistad con los chacales que, de ordinario, merodeaban por los alrededores; y quién sabe, si hasta las serpientes y escorpiones le conocían.

Luego, de regreso a casa, una idea le rondaba la cabeza sin poder sustraerse a ella; el hallar una tumba intacta. De hecho, hubo momentos en los que llegó a convertirse en una obsesión. El encontrar una tumba perdida representaba para él su anhelo máximo. Mas por otro lado, bien sabía lo difícil de su propósito.

—Una quimera, sin duda —se decía. Pues era harto improbable que, aunque se pasara excavando entre aquellas arenas el resto de sus días, encontrara lo que buscaba.

Suspiraba de sana envidia al pensar en la suerte que tuvo su padre al encontrar la magnífica tumba de los sacerdotes de Ptah; aunque supiera de antemano el lugar donde se hallaba. Quizá debiera cambiar de emplazamiento y buscar en la zona meridional de la necrópolis, donde Shepsenuré tuvo el hallazgo; quién sabe, puede que entonces su suerte cambiara.

Mas aquel mar teñido de amarillo ocre, que constituían las arenas del desierto, era poco proclive a dar facilidades ya que, con una acción lenta pero metódica, había ido engullendo cuanto le rodeaba en el transcurso del tiempo. Cuando Nemenhat lo observaba, sentía su poder fascinado.

«No deja de tener gracia —pensaba— el robarle un pedazo a esta tierra roja
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, acostumbrada a engullir cuanto puede.»

Pero Nemenhat no pudo robarle nada. Recorrió el sector desde la pirámide de Pepi I hasta la de Mazghuna, sin más éxito del que había tenido hasta entonces.

—Sólo un golpe de suerte hará que la encuentre —se decía desengañado.

Una tarde, mientras regresaba a su casa caminando a través de las arenas de Saqqara, se sentó un rato en lo alto de la zona rocosa situada junto a la calzada de Unas, disfrutando de los tibios rayos del sol de invierno.

Reinaba un apacible sosiego, que le invitaba a entrecerrar los ojos en un íntimo goce de cuanto le rodeaba. Cuando los abría divisaba las mastabas situadas frente a él, que prolongaban sus sombras por el atardecer. Más allá, la pirámide de Djoser también alargaba su sombra amenazando a la cercana Casa del Sur
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, próxima a ella.

Miró hacia su izquierda y recibió de lleno las caricias del sol cuyos destellos le cegaron. Se puso una mano en la frente para protegerse de ellos y su mirada se encontró con la cercana pirámide de Unas. El astro rey incidía de lleno sobre la arista noroccidental del monumento, haciendo que el reflejo se desparramara sobre la piedra caliza de la cara norte, creando un espejismo ilusorio.

A Nemenhat siempre le había llamado la atención la última morada de Unas, pero esa tarde sintió que aquella luz, que parecía salir del mismo centro del monumento funerario, le atrapaba sin remisión impulsándole hacia ella a visitarla.

Bordeó el complejo funerario situado al este de la pirámide, o mejor dicho lo que quedaba de él. Allí, un día, se alzaron templos funerarios, patios, almacenes, santuarios… pero ya nada quedaba excepto sus restos en piedra. Triste final del templo funerario de Unas que, sin duda, fue construido pensando en que sería imperecedero.

Sin embargo, su pirámide parecía recién erigida, algo que ya extrañó a Nemenhat la primera vez que la vio.

«Alguien debió de restaurar esta pirámide —pensó desde el principio— pues si no, estaría reducida a escombros, como la mayoría.»

Se aproximó a ella por la parte norte buscando su entrada. Esta no se hallaba sobre su cara, sino bajo el pavimento de piedra calcárea. Se encontraba burdamente disimulada por un montón de cascotes, que el muchacho no tardó en quitar. Allí había un corredor descendente que se introducía en las profundidades de la tierra y era devorado por la oscuridad más absoluta.

Nemenhat echó un vistazo a su alrededor cerciorándose de que nadie le observaba, al tiempo que veía cómo el sol se ponía rápidamente; luego, encendió su pequeña lámpara y se introdujo con cuidado por el agujero.

Una vez dentro de la rampa se mantuvo quieto, en cuclillas, apoyando una mano sobre la pared mientras con la otra movía su lámpara suavemente. A su tenue luz, intentó escudriñar más allá de las cercanas sombras agudizando todos sus sentidos, intentando captar cualquier forma o movimiento dentro de ellas; pero todo estaba en calma. Casi de inmediato, comenzó a bajar deslizándose suavemente por aquella rampa que no medía más de metro y medio de altura y que enseguida desembocó en un corredor horizontal.

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