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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico

El ladrón de días (7 page)

BOOK: El ladrón de días
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Era una copia perfecta de la que su padre había hecho. El mismo casco amarillo. La misma proa de color naranja. La misma timonera con agujeros en su tejado rojo para que las jirafas pudieran sacar el cuello. Los mismos animales de plomo, todos en pares, acomodados en la bodega o sacando la cabeza por las portillas: dos perros, dos elefantes, dos camellos, dos palomas. Todos éstos y una docena más. Y finalmente, el mismo pequeño Noé con su barba cuadrada y su gorda esposa, completa y con delantal.

—¿Cómo pudo saberlo? —murmuró Harvey.

Él no había querido que se oyera su pregunta y mucho menos que se contestara, pero la señora Griffin, que estaba muy atenta, dijo:

—El señor Hood conoce todo sueño que pueda haber en tu cabeza.

—Pero esto es perfecto —dijo Harvey, asombrado—. Mire, mi padre andaba corto de pintura azul cuando estaba acabando los elefantes; por eso uno tiene los ojos azules y el otro verdes. Es lo mismo. Es exactamente lo mismo.

—Entonces, ¿te gusta? —preguntó la señora Griffin.

Harvey dijo que sí, pero no era toda la verdad. Le atemorizaba un poco el volver a tener el arca en sus manos cuando sabía que la original se había perdido hacia algunos años; como si el tiempo se hubiera vuelto atrás y él fuera todavía un niño pequeño.

Oyó a Wendell dar patadas al suelo en la entrada para quitarse la nieve de los zapatos, y se sintió súbitamente incómodo al tener en las manos aquel regalo infantil. Recogió el envoltorio y subió rápidamente la escalera, con la intención de bajar más tarde para cenar algo.

Pero su cama era demasiado atractiva para ser rechazada, y su estómago lo suficiente lleno por una noche, por lo que, en su lugar, decidió cerrar las cortinas a la noche ventosa y poner la cabeza en la almohada.

Las campanas navideñas sonaban todavía en algún campanario lejano, y sus respectivas notas alentaron su sueño, soñó que estaba de pie en los escalones de su casa mirando, a través del portal, el interior de su cálido corazón. Luego el viento lo arrancó de allí y se lo llevó a algún sitio para dormir sin soñar.

VIII

Aquel primer día en la casa de descanso, con todas sus estaciones y sus espectáculos, sentó el patrón de los muchos otros que iban a sucederse.

Cuando Harvey despertó a la mañana siguiente, el sol entraba de nuevo a través de una abertura de las cortinas, pero esta vez parecía yacer en un cálido charco sobre la almohada, justo a su lado. Se enderezó de golpe, con un grito y una sonrisa; y el primero o la segunda (alguna vez ambas cosas) permanecieron en sus labios para el resto del día.

Había mucho que hacer. Trabajo en la casa del árbol en la mañana primaveral, seguido de la comida y planes para la tarde. Juegos y horas de ocio bajo el calor del verano —algunas veces con Wendell y otras con Lulu—, luego aventuras a la luz de la luna de otoño. Y, finalmente, cuando el viento invernal hubiera apagado las llamas de las calabazas y con el terreno alfombrado de nieve, friolenta diversión bajo el escarchado aire, terminar con una calurosa bienvenida de Navidad.

Fueron días de vacaciones; el tercero tan fantástico como el segundo y el cuarto tanto como el tercero. Muy pronto Harvey empezó a olvidarse de que existía un mundo insulso al otro lado del muro, donde la gran bestia Febrero estaba todavía durmiendo su tedioso sueño.

Su único recordatorio real de la vida que
había,
dejado atrás —además de una segunda llamada telefónica para decirles a papá y mamá que todo seguía bien— era el regalo que había deseado y recibido aquella primera noche de Navidad: su arca. Había pensado varias veces llevarla al lago por ver si flotaba, pero no fue hasta la tarde del séptimo día cuando se decidió a hacerlo.

Wendell se había portado como un verdadero glotón a la hora de la comida, y había declarado que hacía demasiado calor para jugar; de modo que Harvey se fue paseando hacia el lago por su cuenta, con el arca bajo el
brazo.
En parte pensaba —y de hecho esperaba— encontrar a Lulu allí abajo y estar más acompañado, pero los bancos del lago estaban vacíos.

Una vez hubo puesto los ojos en las tenebrosas aguas, estuvo a punto de abandonar la idea de botar el arca; pero esto significaba admitir algo de sí mismo que él no deseaba admitir. De modo que se fue directo a la orilla, encontró una roca para posarse que parecía menos precaria que las otras y puso el arca sobre el agua.

Tuvo la satisfacción de comprobar que flotaba bien. Le dio pequeños empujones adelante y atrás durante un rato. Luego la levantó y miró adentro para ver si hacía agua. Era completamente impermeable, por lo que la colocó nuevamente sobre el agua y la empujó de nuevo.

Al hacerlo, vio un pez que subía del fondo del lago con la boca completamente abierta, como si tratara de tragarse entera la pequeña embarcación. Quiso sacar el arca del agua antes de que fuera hundida o devorada, con tan mala fortuna que, con este gesto precipitado, le resbaló el pie de la roca y, lanzando un grito, se cayó, zambulléndose en el lago.

El agua era fría e impaciente. Rápidamente le cubrió la cabeza. Movió salvajemente las extremidades, tratando de no imaginarse el oscuro fondo que yacía debajo de él ni el vasto buche del pez que había salido de aquellas profundidades. Volviendo la cara hacia la superficie, empezó a nadar con todas sus fuerzas.

Pudo ver flotando, por encima, el arca, al que su caída había volcado. Sus pasajeros de plomo ya se estaban hundiendo. En lugar de intentar salvarlos, subió a la superficie para respirar y chapoteó hasta la orilla. No había mucha distancia. En menos de un minuto se acercó hasta la misma, agarrándose a las rocas y alejándose del banco. Chorreaba agua por las mangas, los pantalones y los zapatos. Sólo cuando sus pies estuvieron completamente fuera del lago, sin peligro de que algún pez hambriento le mordiera los talones, se dejó caer al suelo.

Pese a que esto sucedía en pleno verano y que el sol abrasaba en alguna parte, el aire era frío en los alrededores del lago, y pronto empezó a temblar. Antes de empezar a caminar hacia el sol, sin embargo, buscó alguna huella del arca. El lugar donde se había hundido lo indicaba una flotilla de restos del naufragio, que se reuniría muy pronto con el resto del arca, en el fondo.

Del pez que parecía tan ávido de devorarlo no había ni señales. Posiblemente había bajado al fondo para sacar provecho de la casa de fieras naufragada. De ser así, Harvey deseaba que se atragantara con ella.

Ya había perdido muchos juguetes, antes. Había tenido una bicicleta nueva de marca —¡su posesión más valiosa!— que fue robada de la entrada de su casa dos cumpleaños atrás. Pero la pérdida del arca le trastornó igualmente; de hecho, más aún. La idea de que ahora el lago contenía algo que le había pertenecido era mucho peor que la de un ladrón largándose con su bici. Un ladrón era carne caliente y sangre; el lago no. Sus posesiones habían ido a parar a un lugar de pesadilla, lleno de cosas monstruosas, y sentía como si una pequeña parte de sí mismo se hubiera ido con ellas, abajo, a la oscuridad.

Se alejó del lago sin mirar atrás; la brisa que vino a calentar su cara cuando se adentró en el matorral y el sonido de los pájaros que acariciaba sus oídos, no pudieron apartar de su mente el pensamiento que había tratado de ignorar al caerse al agua.

Pese a todos los entretenimientos que la casa ofrecía tan afanosamente, no dejaba de ser un lugar encantado, y por más que él había tratado de ignorar sus dudas y suprimir toda cuestión, ya no podían ser ignoradas ni suprimidas por más tiempo. Qué o quién era el encantador; Harvey no estaría satisfecho hasta ver su cara y conocer su naturaleza.

IX

Harvey no había contado a nadie lo que había sucedido en el lago, ni siquiera a Lulu; en parte porque se sentía como un estúpido por haberse caído, y en parte también, porque la casa había tratado de proporcionarle toda clase de placeres durante los días posteriores al accidente que ya casi había olvidado. Por ejemplo, aquella misma noche, encontró una cinta de colores con una etiqueta a su nombre en la base del árbol de Navidad, y cuando la siguió por la casa, le condujo a una nueva bicicleta, incluso más espléndida que la otra, la que había perdido dos años antes.

Pero ésta fue solamente la primera de varias sorpresas agradables que se produjeron en rápida sucesión en la casa de vacaciones. Una mañana, Wendell y Harvey subieron a la casa del árbol y se encontraron las ramas que la rodeaban llenas de papagayos y monos. Otro día, en la cena de Navidad, la señora Griffin les llamó a la sala de estar, donde las llamas del fuego habían tomado formas de dragones y héroes que libraban una encarnizada lucha en la rejilla. Y bajo el calor de una tediosa tarde, Harvey fue despertando de un sueño ligero por una
trouppe
de acróbatas mecánicos que hacían proezas con una envidiable precisión de relojería.

La mayor sorpresa, no obstante, empezó con la aparición de uno de los hermanos de Rictus.

—Mi nombre es Jive —dijo, saliendo del lóbrego atardecer por la parte superior de la escalera.

Cada músculo de su cuerpo parecía estar en actividad: tics y pasos de danza que lo habían adelgazado hasta hacerlo casi incapaz de proyectar una sombra. Incluso su cabello, que era una masa de rizos grasientos, parecía escuchar algún ritmo alocado al moverse sobre su cuero cabelludo con un salvaje frenesí.

—Mi hermano Rictus me ha enviado para ver cómo te va todo —dijo en tono meloso.

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