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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (56 page)

Como se había callado, llorando en silencio, él insistió con suavidad:

—¿Y después?

—Lo oí gritar, así que fui por Rafaela. Ella también se había despertado; buscamos en las cocinas un machete y un blandón encendido… Yo… yo tomé un cuchillo y salimos gritando fuerte para espantarlo. La tea que llevaba mi esposo estaba caída, apagándose. Vimos una sombra, un animal que salía huyendo, un animal grande…

—Un puma.

—No, no era un puma.

Aquello desconcertó a los escribientes, al jefe de patrulla y al juez, que levantaron los ojos, y el amanuense, los ojos y la pluma.

—¿No era un león?

—No, era negro.

—Negro —se palmeó las rodillas el juez, diciéndose para sus adentros: «Que no me salga ahora con cuentos de aparecidos, por piedad, Señor, que ya tuve bastante con los de doña Ignacia». Era un caso reciente, donde tuvo que intervenir a causa de una estanciera del lugar, una mujer excéntrica, que decía que los ángeles la visitaban dándole instrucciones para que advirtiera a los vecinos de sus pecados.

—¿Y qué animal diría usted que era?

Ella volvió a dudar y luego tartamudeó:

—Sé que no puede ser… aquí no hay lobos… pero me pareció que era un lobo.

Resignado, él enderezó el torso soltando un bufido para contener la impaciencia.

—Doña Sebastiana, ¿me dice usted que un lobizón, un hombre lobo, atacó a su esposo?

Ella, por primera vez con una expresión consciente, miró a los hombres que la rodeaban: en unos se veía la sorna disimulada, en otros, la credulidad y el temor.

—Señor juez, los lobizones no existen. Quise decir que parecía un lobo, que debía de ser un perro grande.

Un aire entre el alivio y la desilusión aclaró la disposición de los funcionarios.

—O sea, que vuesa merced piensa que pudo ser un perro cimarrón…

—Sí; uno de los perros que criaba don Julián para pelea, que huyeron al monte. De vez en cuando nos matan reses. Son animales salvajes, sin temor a nada. Mi primer esposo los hacía luchar con chanchos del monte y con pumas.

Una vez que ella explicó eso, el juez se sintió de nuevo en la comarca del raciocinio, tierra por la que él se movía con comodidad.

—¿Dónde está el cuerpo? —preguntó poniéndose de pie.

—En la capilla… pero no puedo… —y se volvió hacia la india, que tomó la mano que ella le tendía, y dijo con voz firme:

—Si da permiso usía, yo lo acompaño. Oí los gritos y salí detrás de la señora. Duermo casi encima del fogón…

—Está bien, está bien; no quiero traerle más penas a la hija de mi amigo. Y la tal Rafaela ¿dónde está?

La joven, llevándose la mano al pecho, antes de hablar tomó aire como si le faltara el resuello.

—La mandé a Córdoba en cuanto amaneció. Quería que preparara a mi padre y buscara a su médico, por si se descomponía; es muy impresionable. No lo dejé bueno del todo cuando me vine, pero mi esposo insistió tanto en que nos trasladáramos a Santa Olalla…

Luego, pasándose el nudillo bajo los ojos, para limpiar la humedad de una lágrima, dijo con un suspiro entrecortado, de angustia:

—Además, ella ayudará a mi padre a encargarse del entierro de mi señor y esposo. Tuve que pensar en eso… en que descanse como cristiano; ignoro si pertenecía a alguna cofradía…

Dolores hizo llamar a Carmela para que atendiera a la señora y envolviéndose en su mantón, la mirada diluida en una especie de ensoñación, los guió hasta el oratorio, donde habían armado la capilla ardiente.

El juez observó el cuerpo que descansaba sobre una mesa, cubierto por una sábana blanca y rodeado de infinidad de velas que, ante la luz del día, parecían débiles y espectrales. Hizo una seña con la barbilla a uno de sus ayudantes, que retiró la tela.

«Lindo hombre», pensó, recordando su juventud ya ida, el señorón. Y luego: «Pobre mujer. Cuando le toca un varón como la gente de esposo, se lo mata el perro del difunto marido. Ella ni lo ha pensado, pero… cosas vederes, Sancho…».

Estaba observando al muerto, mientras tomaba un mate que les cebaba uno de los indiecitos, que los seguía con una pava en la mano, cuando oyeron los cascos de una mula en el patio. Era el hermano Eladio, el asistente del padre Thomas, al que había hecho venir desde la estancia de Alta Gracia.

El joven parecía complacido por la responsabilidad que implicaba su dictamen, pero cuando se encontró con el cadáver, parte de su seguridad se tambaleó.

Observó el cuerpo, desconcertado, igual que el juez, al no encontrar herida exterior que justificara la muerte de aquel hombre maduro, pero fuerte y sano, sin signos de deterioro.

Por darle fundamento, el juez se balanceó sobre la punta de los pies y le aclaró:

—Según la esposa y la criada, lo atacó un animal.

—¿Y dónde están las lastimaduras?

—No sé. Dígamelo usted, que es el que sabe.

El joven, con la delicadeza de maneras de una doncella, puso los pulgares paralelos bajo la barbilla, abarcando con las palmas el cuello: la cabeza cayó a un costado, sin sostén.

—Le quebraron el cuello. Que alguien me ayude; es un hombre pesado.

Dos soldados, mientras el hermano Eladio sostenía la cabeza, lo volvieron de espaldas. Recién entonces se pudo ver la extensión y magnitud del ataque.

—¿Dijo doña Sebastiana qué animal?

—Cree que era un perro.

—¿Un perro de esta altura? —señaló la herida en las cervicales.

—Don Julián, el primer esposo de la señora, criaba mastines de pelea. Dos o tres se le escaparon al monte y se volvieron cimarrones.

—Así tendría sentido. Mire, primero lo capturó por la espalda; la víctima estaba de pie, la tiró al suelo y no la soltó hasta descogotarla…

—¿Cómo sabe eso?

—Por la posición de los colmillos; justo detrás de él, como en un cuerpo a cuerpo, apenas inclinados. Si lo hubiera atacado en el suelo, tendría que haberlo mordido de costado, la cabeza perpendicular a la de él. Una vez que cayó —señaló las marcas cárdenas sobre las laceradas paletillas—, lo pisó para sostenerlo contra el suelo y en eso —volvió a señalar— se nota la maña del perro enseñado para matar. Se puede decir que se paró sobre él y no aflojó las fauces hasta sentirlo inerte.

—Sabe mucho de perros de lucha —lo sondeó el juez.

El joven, sin darle importancia, reconoció que en Huelva su tío se dedicaba a criarlos. Después tomó las manos grandes, curtidas de cicatrices, del muerto, y observó las uñas atascadas con una costra negra y espesa.

—Ya ve, en la desesperación clavó los dedos en la tierra.

—¿No pudo defenderse? Tenía una pistola en la mano —señaló el arma que descansaba, cubierta de estiércol, sobre un banquito.

—No debe de haber tenido oportunidad de usarla; más le valdría haber dispuesto de un cuchillo. De cualquier modo, en la forma en que supongo sucedió, no tenía salvación.

—¿No gritó? —preguntó el juez, suspicaz.

—Una o dos veces, cuanto más.

—¿Qué tiempo le llevó al perro hacer la faena?

—Muy poco. Unos escasos minutos. —Pensativo, aclaró—: Si a la señora le sirve de consuelo, casi no sufrió.

Todo concordaba, por suerte, y el funcionario se relajó. No lo creía de esta joven, delicada y religiosa como pocas que conocía, hija de su amigo Gualterio, pero «Cosas vederes, Sancho» repitió, recordando varios casos en que, si bien no pudo probar la culpabilidad de la mujer, se quedó con dudas sobre lo sucedido.

—¿Y tú, qué puedes decir? —preguntó, volviéndose a Dolores.

—Cuando yo llegué, la señora y Rafaela gritaban para espantar al perro.

—¿Alcanzó a verlo?

—Talmente. —Con la palma, Dolores hizo un ademán de marcar altura, y era mucha—. Me asusté porque en un momento me pareció que el bicho dudaba entre irse o atacarnos. Pero se fue al fin. Era una bestia malévola, ni siquiera se apuró a escapar. Yo pude verlo por un rato; volvía la cabeza, los ojos colorados como tizones. El ama no lo vio, y mejor fue; estaba arrodillada junto al señor, tratando de ayudarlo.

Fueron después a los corrales, donde revisaron el lugar. Había poca sangre, pero se notaba el ajetreo de pezuñas y pies entre el guano y los bebederos.

—Nos dimos cuenta en seguida de que estaba difunto —dijo Dolores— porque cuando lo alzamos, la cabeza se nos quedó colgando.

—¿Y ese Aquino y tu hijo dónde andaban?

—En el Yacanto de Traslasierra. Hace ya por diez días o más. El señor don Gualterio lo mandó por sus cuestiones.

Aquello era tranquilizador. No lo creía probable, pero el hombre, joven y bien plantado, podría haber despertado suspicacias en mentes más inquisitivas que la suya.

Todo parecía muy claro. Volvieron a la capilla y en el atrio, después que dos ayudantes trajeron una silla y el pupitre del escribiente, dio su dictamen: muerte por ataque de animal, posiblemente can, y mandó advertencia a los vecinos sobre el peligro de salir de noche de sus casas. Ordenó también que se batiera el campo y se exterminase a todo perro cimarrón que se encontrara.

Mientras se escribía el informe y él conversaba sobre sus órdenes con el jefe del piquete, se oyó llegar a alguien. Era el mayordomo a caballo, además de Rosendo y una mujer embozada cabalgando en mulas.

Ante la curiosidad de todos, Rosendo ayudó a bajar a la mujer de la montura. Era alta, grandota, no parecía joven. Las manos y los tobillos mostraban una piel oscura, curtida. Aceptó la ayuda del muchacho y al quedar en tierra, el embozo se corrió y todos los que la conocían se quedaron mudos: era Eleuteria, la barragana de don Julián, que había desaparecido junto con sus hijos poco antes del incendio. Muchos la daban por muerta.

Previendo más disgustos para la señora de Santa Olalla, el juez salió de su mutismo preguntando secamente a Aquino:

—¿Qué hace esta mujer aquí?

Aquino, lleno de polvo, se encogió de hombros, al parecer no muy contento ni del encargo ni de la situación.

—Doña Sebastiana y don Gualterio me pidieron que la buscara y la trajera.

Y sin quitarse el sombrero, el mayordomo miró de reojo al juez, gozando de su desconcierto.

Eleuteria no parecía incómoda, aunque se mantenía impertérrita. Ni una expresión, ni un gesto traslucieron sus facciones severas. Murmuró algo a Rosendo y se retiraron, llevando las mulas a tiro, por la parte exterior de la casa, hacia las barracas.

—¿Y qué ha pasado acá? —preguntó Aquino, como si recién comprendiera la singularidad de la presencia de todos en la quinta.

—El marido de doña Sebastiana; lo mató un perro —dijo el jefe de gendarmes.

—Habrá sido un puma —acotó el mayordomo, incrédulo.

—No, al parecer fue uno de los perros que criaba su amo… su hermano de usted… —se corrigió el hombre, gozando en ofenderlo. Pero Aquino no dio señales de molestarse.

—Es posible. Yo le advertí a Julián que esos animales terminarían trayendo problemas.

Tiró las riendas al indiecito de la pava, que las cazó en el aire, y se retiraba hacia la casa, cuando el juez le dijo:

—El muerto está en la capilla.

—¿Y qué? —se volvió Aquino, indiferente.

—¿No lo verá?

—No es mi muerto. Y ante el ministerio de vuesa merced, ¿qué podría aportar yo? Estaba ausente.

—Pero Soto era su patrón —protestó el juez.

—No, señor; mis patrones son doña Sebastiana y don Gualterio. El maestre de campo, igual que mi hermano Julián, sólo han sido para la Ley y para mí los maridos de la dueña de Santa Olalla. Yo ni siquiera lo vi poner un pie en estas tierras; ya estaba de viaje.

Dejándolo bastante consternado, hizo una corta inclinación y ya se retiraba cuando el juez volvió a hablar.

—No parece usted sorprendido de su muerte.

—Pues lo estoy; nunca creí que el capitán durara mucho, peleando en las fronteras y arrebatado como era. No parecía que fuera a llegar a viejo. Lo que sí me sorprende es que un animal le haya quitado la vida.

Como pensando que se había mostrado demasiado indiferente, agregó:

—Lo lamento por la señora. Hacía poco que estaban casados.

Nadie se sintió con ganas de hacerle otra pregunta.

El padre Pío apareció esa siesta, en una carretilla, acompañado de dos negritos; dejó a las criaturas juguetear con los niños de Santa Olalla mientras las mujeres los llenaban de dulces, y secándose la frente pecosa dijo a modo de consuelo —aunque muy realistamente— a doña Sebastiana:

—En fin, hija, me sinceraré: respeto su dolor, si es que lo sufre, pero creo que ha tenido suerte de librarse de ese hombre. No tenía la pasta para ser un buen marido, ni siquiera era un buen hombre.

Luego sacó la conversación de los ritos mortuorios. La joven le dijo que pensaba trasladar los restos del maestre de campo a la ciudad, pero él hizo un gesto de espantar moscas.

—No, no, no. No estoy de acuerdo. Debe enterrarlo en Alta Gracia. —Y adujo con maneras de labriego—: Eso de andar acarreando muertos por toda la provincia no me parece sano. Una vez que Dios se llevó el alma, el cuerpo puede ir a un estercolero, como pidió Jesús de Aguerre en testamento: que sus fámulos lo arrojaran al muladar envuelto sólo en un lienzo. En el cementerio de la estancia tenemos lugar… Un entierro digno, sin muchos gastos… ¿para qué más? He traído un ataúd en la carreta. Yo podría ayudaros en la tarea.

Sebastiana cedió y esa tarde, temprano, partieron con Rosendo dirigiendo la carreta en que iba el cuerpo de Lope de Soto en el cajón abierto, vestido con su traje de gala. Sebastiana, que no quiso asistir a la preparación del muerto, contando con la tolerancia del jesuita, mandó que le pusieran todas sus joyas.

—No, no —reaccionó el padre Pío, saliendo de su sopor de siesta. Y enderezándose, le aconsejó—: Guardadlas para el obispo. Algo va a querer sacaros, especialmente porque es la segunda vez que parientes vuestros le prometen grandes cosas y mueren antes de lo imaginado.

Sebastiana dejó escapar una sonrisa medida y dio órdenes para que todas las cosas del maestre de campo fueran acomodadas en un cofre.

En la capilla vieja de Alta Gracia —la iglesia estaba todavía en construcción— lo velaron por dos días. Sebastiana distribuyó dinero entre los negros para que no dejaran de rezar un solo minuto, y ella misma se hizo presente, el rostro velado, para cumplir con los gestos de una viuda.

Al otro día, muy temprano, se lo enterró. La ceremonia fue breve, sin ningún boato, sólo piadosa.

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