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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (49 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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Con un suspiro de alivio, la joven, que se sentía más identificada con la sabiduría de aquel ser extraño que con la medicina ortodoxa, se puso de pie para agradecerle su presencia. Ignorando la desaprobación del sacerdote, lo guió hasta el enfermo, indicándole los síntomas que la afligían.

El curandero dejó la bolsa en el suelo y después de examinar las manos y las pupilas del doliente, dijo con voz suave y tranquilizadora:

—Estará bien. Es sólo su debilidad del corazón; repararé eso.

Tomó luego su muñeca y miró detenidamente la mancha cárdena que habían dejado los dedos del maestre de campo. Palpó los huesos y murmuró:

—No hay nada roto, pero debe dolerle mucho: han aplastado los nervios contra el hueso. También eso remediaré. Me tomé el atrevimiento de pedir que prepararan…

No alcanzó a terminar, porque Rafaela apareció en el vano de la puerta acompañada por Belarmina y varias criadas. Traían tisanas, jarros humeantes y un brasero bien encendido, además de un calientapiés, que la joven se apresuró a acomodar en la cama de su padre.

La vascona, respetuosa de una costumbre que venía desde el reinado de doña Alda, no penetró en la habitación del señor de la casa, pero se mantuvo en el umbral, inquieta y vigilante.

—Primero, su corazón —dijo Isaías, trasvasando el líquido de un jarro a otro hasta entibiarlo, y mientras Belarmina enderezaba el torso de don Gualterio y Sebastiana sostenía la cabeza de su padre, el curandero comenzó a darle, a cucharadas, el líquido.

En el silencio que suele reinar después de un desastre, oyeron la puerta de calle: era Núñez del Prado. Deseoso de justificar su presencia, el padre Cándido se acercó a preguntar por la salud de Becerra.

Don Marcio, cansado pero más tranquilo porque había conseguido que liberaran a sus sobrinos, aunque les impusieron sus hogares por prisión, murmuró que don Esteban resultó malherido y desesperaban de salvarlo.

—El maestre de campo lo atacó a traición —dijo el letrado, resentido—. Nadie en la ciudad permitirá que ese loco se salga con la suya. No puede andar acuchillando gente, y mucho menos metiéndose en casas ajenas a robar mujeres…

—Pero él… seguramente querrá salvar su error remediándolo…

—¿Remediar qué? ¿La muerte de Esteban, si se produce? ¿O quizá la de Gualterio? ¿La ofensa a mi joven parienta, a una mujer que es ejemplo de virtud, que no sale, no anda de veleta y ni siquiera se hace ver en misa de media mañana, pues sus devociones son discretas, como de beata de tiniebla?

—Pues estoy seguro de que pensará en enmendarlo mediante matrimonio… ¿quién podrá decir entonces…?

—Sebastiana no quiere casarse con él y yo la respaldaré. Bastante ha tenido con ese marido que vos y la desnaturalizada de su madre le buscasteis. —Y viéndolo alicaído, suavizó el tono—: Reconoced que sois buen sacerdote pero mal consejero en cosas de mujeres.

Sebastiana no parecía oírlos; se había arrodillado en uno de los reclinatorios, las manos entrelazadas y la cabeza apoyada en ellas. Estaba tan inmóvil que los hombres, que esperaban por un médico, habían olvidado su presencia.

Fue el mercedario quien, con un visaje de ojos por demás expresivo, hizo señas a don Marcio de que bajaran la voz.

Por no molestarla, los dos hombres fueron a observar el estropicio que Lope de Soto había causado en las puertas de la sala.

—Estoy seguro de que él pagará los destrozos. Convenga usted que el amor que siente por su sobrina…

—No convengo en nada —dijo, las manos a la espalda, el caballero, pero reflexionó para sí que si no estuviera Sebastiana de por medio, la cuestión sería mucho más fácil de defender. Habiendo mujeres involucradas en un escándalo, los jueces eran renuentes a considerarlas absolutamente inocentes, pues siempre existían dudas sobre sus intenciones. «¡Ojalá esto hubiera sido una de estocadas entre hombres por rencores políticos o de banderías! Ya tendría yo a ésos bien encerrados a pesar de que tronara el obispo». Sintió inesperadamente un cariño cálido por Cupertina, por su sensatez, por sus cuidados.

Sebastiana se les unió, pálida y extenuada.

—¿Vendrá el padre Montenegro? —preguntó Núñez del Prado.

—No puede. Está atendiendo a un esclavo de la Compañía que agoniza. Pero no debe usted preocuparse. Isaías tiene la recomendación del padre Thomas.

Se hizo un silencio y anticipándose a la intervención del sacerdote, don Marcio la interrogó sobre la salud de su padre.

—Oh, ya reaccionó. Recobró el ánimo y creo que está en paz: siente que ha hecho lo que debía hacerse —respondió ella con una sonrisa cansada.

—Escucharé su confesión —dijo el sacerdote, pero antes de que diera dos pasos, Sebastiana contestó con acento inflexible:

—Ha oído su voz y dice que no quiere recibirlo por el momento, que está extenuado.

—Pero la confesión…; no hablaré ni dos palabras con él. Creo que, dados sus achaques…

—Mi padre no quiere confesarse por ahora. No está arrepentido de nada de lo que ha hecho hoy. Sólo lamenta no haber matado al maestre de campo. —Y mirándolo rectamente a los ojos, agregó con firmeza—: Como usted ve, le es imposible hacer un verdadero propósito de enmienda.

—Sebastiana, déjame hablar con él… —suplicó el mercedario, temiendo por la salvación de don Gualterio, pero don Marcio lo interrumpió:

—Es hora de retirarnos. Mi mujer también estará inquieta. Hace rato que salí de casa.

Tomó al otro del brazo y lo llevó hacia la puerta. Lo dejó allí y se volvió a donde estaba Sebastiana.

—Digan lo que digan en la ciudad, sé que eres inocente de toda culpa. No me importa lo que sostenga o sospeche la gente. No tendrás que casarte con ese hombre; tu virtud y tu familia son suficiente escudo contra maledicencias.

Ella le sonrió a través de la niebla del agotamiento, sin mirar al padre Cándido, que se había acercado.

—Si don Esteban se salva, me casaré con el maestre de campo. Si muere, lo rechazaré —dijo con voz clara y sin énfasis. Y dejándolos sorprendidos ante aquel enigma, volvió con su padre.

Todo había quedado en paz, y el letrado y el religioso decidieron volver, uno a su casa, el otro al convento, resignados a pasar la noche en especulaciones.

En el dormitorio de don Gualterio y a su lado, Sebastiana vio que Isaías se había tendido en el suelo envuelto en una manta. Se acercó y tocó suavemente la muñeca de su padre, envuelta en una gasa muy fina que despedía el olor penetrante de algún ungüento.

La sensación que había tenido desde que se enteró del duelo de Esteban, agudizada con los posteriores incidentes, que le recordaron la época en que descubrió que estaba embarazada, hasta llegar a la muerte de su hijo, le devolvió las náuseas y los escalofríos.

—Vamos a dormir —dijo Rafaela mientras la cubría con un pañolón, señalando con la barbilla al bulto del suelo—; él lo cuidará mejor que nosotras.

Y como si siguiera los vaivenes del pensamiento de la joven, aseguró con voz ronca:

—Esta vez lo llevan preso —refiriéndose a Soto.

—Lo dudo —respondió Sebastiana—. Cuenta con la protección del obispo. Habrá que oírlo a monseñor el domingo. Echará sobre mí diablos y culebras y a él lo convertirá en víctima de mis manejos.

Fue luego a la sala, donde tenían al perrito entre pañoletas. Había muerto. Sebastiana se largó a llorar y pidió a Porita que le ayudara a cavar una fosa en las caballerizas. Lo enterró envuelto en su pañuelo de seda.

Volvió a la sala, liberó a Brutus y le permitió que durmiera a los pies de la cama de su padre. Por alguna razón, el animal e Isaías parecían tenerse mutua confianza.

Becerra había llegado a su casa en estado de inconsciencia.

También allí hubo gritos y lamentos, y el padre Thomas tuvo que imponerse diciendo que era necesario silencio y tranquilidad para que sus fuerzas se recuperaran.

Pasaría la noche con él, pero antes pidió mucha luz para revisar la herida; más que a la hemorragia exterior, que Isaías había detenido con el muérdago, temía a la infección de las heridas profundas.

Y aunque era buen anatomista, no podía tener la certeza de que el acero no hubiese traspasado parte del pulmón, o rozado una arteria, y se desangrara interiormente.

Mandó al hermano Hansen de vuelta al convento; varios negros padecían de cólicos sangrientos y tampoco allí se iba a descansar: el hermano Montenegro necesitaba cuanta ayuda fuera posible.

Acompañó al joven hasta la puerta disimulando un bostezo. Afuera, el cielo parecía enlodado y esparcía la luz sucia, desalentadora, de la sequía.

En los poyos del corredor, Casio y Goyo dormían sentados, los fuertes brazos cruzados sobre el estómago y las cabezas motosas caídas como flores mustias.

Volvió al lado de don Esteban, preocupado. Sacudió el calentador que entibiaba la pieza golpeándole la panza con un palo, se sentó en el sillón que le habían preparado y se cubrió con un quillango de piel de guanaco que le dejaron para abrigo.

Sacó el rosario que guardaba en el pecho, y antes de comenzar a rezar, observó de nuevo a don Esteban. Había visto morir a demasiada gente para sentir la seguridad de que aquél no iba a seguir el mismo sendero.

Imaginó la vida como un reloj de arena, y con un estremecimiento temió que la Muerte estuviera contando los granos antes de guardarlo en su morral.

Se durmió a mitad de la oración, pero fue despertado —por lo que le parecieron segundos después— por el tironeo de Becerra.

—Confesión… confesión —balbuceaba.

—Escucho —contestó prestamente y don Esteban enumeró, con acento moribundo, las circunstancias del duelo, además de todos los pecados que pudiera haber cometido en cinco días, pues la semana anterior había comulgado. Le dio el perdón tocándole la cabeza.

—¿Me daréis la extremaunción?

Pensando con rapidez, el médico intuyó que, si le decía que sí, aquel hombre dejaría de luchar por sobrevivir. El temor a morir sin los sacramentos mantenía vivos a muchos, hasta que pasaba el peligro y el cuerpo hallaba energías para reponerse.

—No —dijo prestamente—. No es menester. Estáis mejorando. Además, no quiero asustar a doña Sebastiana, que bastante afligida está por vos —añadió, sabiendo que aquello estimularía su voluntad.

—¿Ella…?

—Volverá a veros. Ahora atiende a su padre, que ha pasado lo suyo.

—¿Sebastiana vino…?

No fue necesario que el padre Thomas mintiera, porque don Esteban volvió a caer en la inconsciencia.

«Ni él ni doña Sebastiana se merecen esto —pensó con amargura, pasando un trapo húmedo por la frente del hombre—. Ambos son buenas personas, que no se inmiscuyen en la vida de nadie, alejados de toda sociedad que no sea la familiar, discretos por demás, especialmente ella… ¿Quién le depara estos sufrimientos: Dios que quiere fortalecerla, o el Diablo que quiere doblegarla?».

Y como tantas veces, pensó en la carta del hermano Alban, en el paso de Saturno por el firmamento de sus estrellas, en la confusión que había con la fecha de su nacimiento.

Mientras tanto, sentado en su cama después de haber sido ayudado por su mujer a ponerse la bata y el gorro de dormir, don Marcio suspiró y recibió de manos de Cupertina un chocolate caliente que le volvió el alma al cuerpo. Después de haber dejado la taza a un lado, ella apagó las velas y se acostó junto a él. Era bueno dormir apretados uno contra otro en los días de frío.

Don Marcio le contó todo y al fin, después de repetir las últimas palabras que le había dicho Sebastiana, reconoció ante ella que eran un misterio.

—Seguramente ha quedado medio loca de aflicción… —meditó.

—Pero Marcio, ¿no te das cuenta? —Besando la mano de su marido, Cupertina murmuró bajo las sábanas—: Teme que si Esteban vive, el maestre de campo lo mate. Sólo por eso se casará con Lope de Soto.

Al día siguiente, a la hora de la caída del sol, Becerra, encendido de fiebre, comenzó a delirar. Un día después, estaba casi en agonía, y las simpatías que había despertado Lope de Soto entre algunos comenzaron a desvanecerse, llevadas por el vaivén de la opinión de los vecinos.

Sebastiana no se presentó a verlo, aunque mandó una carta al padre Thomas: «No quiero provocar otro incidente, evitando más comentarios de los que, desgraciadamente, se han hecho. Pero me aflige la situación de don Esteban. Por favor, compadeceos de mí y mandadme alguna noticia…».

Comenzó a correr por la ciudad el rumor de que el obispo dictaría cátedra, desde el púlpito, contra las mujeres que provocaban la locura en los hombres de paz, que se veían engañados con falsas promesas y sugestiones, perdiendo por esto la cordura que los distinguía.

El día domingo, los feligreses que habían llegado temprano a misa de media mañana y esperaban el segundo llamado para entrar en Santa Catalina, sintieron de pronto un hormigueo (el soplo inexplicable que antecede a lo sorprendente) ante la llegada de Zúñiga en carroza, a pesar de que vivían a pocas cuadras del templo.

El asombro subió a tono mayor cuando don Gualterio extendió la mano para ayudar a su hija —hacía un año que doña Sebastiana no se presentaba a misa en aquel horario— a descender del coche.

Eudora, la sobrina nieta de doña Saturnina Celis de Burgos, bajó detrás de ella.

Vestidas de negro para disimular el lujo de la ropa, luciendo alguna joya y peinadas con severidad bajo la mantilla azabache, Sebastiana y su prima caminaron detrás del hidalgo saludando con apenas una inclinación de cabeza a los conocidos.

No terminaba de desvanecerse el asombro, cuando aparecieron a pie y seguidos por varios de sus esclavos, los Becerra, los Celis de Burgos, los Osorio, los Bustamante y los Núñez del Prado. Sólo faltaban los Rodríguez de Zárate, porque estaban en Nabosacate y la hermana de don Esteban, encinta y en los meses mayores. Doña Saturnina iba, como siempre, en la silla de mano, transportada por Casio y Goyo.

Ninguno de ellos esperó que sonara la campana; entraron en el templo, que oficiaba de iglesia metropolitana, y ocuparon los primeros lugares a ambos lados de la nave.

Algún comedido, sabiendo que el obispo «inculcaría desde el púlpito un advertido recelo acerca de varios escándalos de la ciudad», y sopesando la presencia provocativa de Sebastiana y de sus notables parientes, corrió a avisar a los que ignoraban lo que sucedía.

Como resultado de aquellos trabajos, antes del tercer llamado las naves estaban abarrotadas de fieles.

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