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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

El imperio de los lobos (8 page)

Decidió permanecer atento a lo que pudiera ocurrir en el barrio de Strasbourg-Saint-Denis. No tuvo que esperar demasiado. El 10 de enero de 2002 se descubría el segundo cadáver en el patio de un taller turco de la rue du Faubourg Saint-Denis. El mismo tipo de víctima -pelirroja, sin correspondencia con ningún aviso de búsqueda-, las mismas marcas de torturas, los mismos cortes en el rostro.

Paul procuró mantener la calma, pero estaba seguro de que tenía «su» serie. Se presentó ante el juez de instrucción responsable del caso, Thierry Bomarzo, y consiguió la dirección de la investigación. Desgraciadamente, la pista ya estaba fría. Los chicos de las fuerzas del orden habían pisoteado el escenario del crimen y la policía científica no había encontrado nada.

Paul comprendió oscuramente que debía acechar al asesino en su propio terreno, introducirse en el barrio turco. Hizo que lo trasladaran a la DPJ del Distrito Décimo como simple investigador del SARIJ (Servicio de Acogida y Reconocimiento de Investigación Judicial) de la rue de Nancy. Volvió al día a día del agente de base: escuchar a viudas timadas, tenderos víctima de hurtos y vecinos protestones.

Así transcurrió todo febrero. Paul tascaba el freno. Temía y a la vez esperaba el siguiente asesinato. Alternaba los momentos de exaltación y los días de absoluta desmoralización. Cuando tocaba fondo, iba a visitar las tumbas anónimas de las dos víctimas, en la fosa común de Thiais, en el Val-de-Marne.

Allí, ante las losas de piedra sin más adorno que un número, juraba a las dos mujeres que las vengaría, que encontraría al demente que las había martirizado. Luego, en un rincón de su cabeza, le hacía otra promesa a Céline. Sí: atraparía al asesino. Por ella. Por él. Para que todo el mundo supiera que era un gran policía.

El tercer cadáver se descubrió al alba del 16 de marzo de 2002. Los azules de servicio lo llamaron a las cinco de la mañana. Un aviso de los basureros: el cuerpo se encontraba en el foso del hospital de Saint-Lazare, un edificio de ladrillos abandonado del boulevard Magenta. Paul ordenó que no fuera nadie allí hasta pasada una hora, cogió la chaqueta y salió a toda prisa hacia el escenario del crimen. Se lo encontró desierto, sin un agente ni un faro giratorio que perturbara su concentración.

Un auténtico milagro.

Podría husmear el rastro del asesino, entrar en contacto con su olor, su presencia, su locura… Pero fue una nueva decepción. Esperaba encontrar indicios materiales, una puesta en escena peculiar a modo de firma. No encontró más que un cuerpo abandonado en una zanja de hormigón. Un cadáver lívido, mutilado, coronado por un rostro desfigurado bajo un pelaje de color cera.

Paul comprendió que estaba atrapado entre dos silencios. El silencio de las muertas y el del barrio.

Se marchó derrotado, desesperado, sin esperar siquiera a que llegara el furgón del servicio urgente de policía. Luego vagó por la rue Saint-Denis y vio despertar la Pequeña Turquía. Los comerciante, que abrían sus tiendas; los obreros que apretaban el paso hacia lo, talleres; los mil y un turcos que se abandonaban a su destino… De pronto, una convicción se le impuso con fuerza: aquel barrio de inmigrantes era el bosque en el que se escondía el asesino. Una jungla impenetrable en la que se internaba en busca de refugio y seguridad.

Solo no conseguiría hacerlo salir.

Necesitaba un guía. Un batidor.

10

De paisano, Jean-Louis Schiffer parecía otra cosa.

Llevaba una chaqueta de caza Barbour verde oliva y un pantalón de terciopelo de un tono más claro, que caía pesadamente sobre unos zapatos gruesos de estilo Church, relucientes como castañas.

El atuendo le daba cierta elegancia, que no atenuaba su corpulencia. Espaldas anchas, torso fornido, piernas arqueadas… En aquel hombre todo emanaba fuerza, solidez, violencia. No cabía duda que aquel policía podía aguantar el retroceso de un Manhurin calibre 38, el revólver de reglamento, sin moverse un centímetro. Es más, su postura implicaba ya ese retroceso, lo incorporaba en su actitud.

El Cifra levantó los brazos como si le hubiera leído el pensamiento.

—Puedes cachearme, muchacho. No llevo pipa.

—Eso espero -replicó Paul-. Aquí no hay más que un policía en activo, no lo olvide. Y no soy ningún muchacho.

Schiffer dio un taconazo y se cuadró cómicamente. Paul ni siquiera esbozó una sonrisa. Le abrió la puerta del acompañante, se sentó al volante y arrancó bruscamente procurando olvidar sus aprensiones.

El Cifra no abrió la boca en todo el trayecto. Estaba absorto en las fotocopias del dossier. Paul se lo sabía de pe a pa. Sabía todo lo que cabía saber sobre los cuerpos anónimos, que él mismo había bautizado los «Corpus».

Schiffer recuperó el habla a la entrada de París:

—¿El rastreo de los escenarios de los crímenes no ha dado nada?

—Nada.

—¿La policía científica no ha encontrado ninguna huella, ninguna partícula?

—Ni un pelo.

—¿En los cuerpos tampoco?

—En los cuerpos aún menos. Según el forense, el asesino los limpia con detergente industrial. Desinfecta las heridas, les lava el pelo y les cepilla las uñas.

—¿Y la investigación en el barrio?

—Ya se lo he dicho. He interrogado a obreros, tenderos, putas Y basureros de la zona en los tres casos. He hablado hasta con los vagabundos. Nadie ha visto nada.

—¿Tú opinión?

—Creo que el asesino se mueve en coche y abandona los cuerpos en cuanto puede, a primera hora de la mañana. Una operación relámpago.

El Cifra siguió pasando fotocopias hasta llegar a las fotografías de los cuerpos.

—¿Alguna idea sobre los rostros?

Paul respiró hondo. Había pasado noches enteras cavilando sobre las mutilaciones.

—Hay varias posibilidades. La primera, que el asesino quiera simplemente borrar las pistas. Las mujeres lo conocen y su identificación podría llevarnos hasta él.

—Entonces, ¿por qué no les ha cortado los dedos y arrancado los dientes?

—Porque son ilegales y no están fichadas en ningún sitio.

El Cifra asintió con la cabeza.

—¿La segunda posibilidad?

—Por un motivo más… psicológico. Me he tragado unos cuantos libracos sobre el tema. Según los psicólogos, cuando un asesino destroza los órganos de la identificación es porque conoce a sus víctimas y no soporta su mirada. Así que las despoja de su condición de seres humanos y las mantiene a distancia transformándolas en simples objetos.

Schiffer volvió a hojear las fotocopias.

—Nunca me han convencido las monsergas psicológicas. ¿La siguiente posibilidad?

—El asesino tiene un problema con las caras en general. En los rasgos de esas pelirrojas hay algo que le da miedo, que le recuerda algún trauma. No le basta con matarlas; además tiene que desfigurarlas. En mi opinión, esas mujeres se parecen. Su rostro es el desencadenaste de las crisis del asesino.

—Aún más rebuscado.

—Usted no ha visto los cadáveres -replicó Paul alzando la voz-. Estamos ante un enfermo. Un psicópata puro. Tenemos que ponernos a tono con su locura.

—Y esto, ¿qué es?

Schiffer acababa de abrir un último sobre que contenía fotografías de esculturas antiguas. Cabezas, máscaras y bustos. Paul había recortado aquellas imágenes de catálogos de museos, guías turísticas y revistas como
Archeologia
o
Le Bulletin du Louvre
.

—Una idea mía -respondió-. He observado que los cortes se parecen a fisuras y cráteres, como marcas en la piedra. Además, las narices y los labios cortados y los huesos limados recuerdan las huellas del desgaste del tiempo. Se me ocurrió que el asesino podría inspirarse en estatuas antiguas.

—No me digas.

Paul notó que se sonrojaba. Su idea estaba traída por los pelos y, a pesar de sus pesquisas, no había dado con ningún vestigio que recordara ni de lejos las heridas de los Corpus. Sin embargo, no dudó en añadir:

—Para el asesino, esas mujeres tal vez sean diosas, a las que respeta y odia a la vez. Estoy seguro de que es turco y está empapado de mitología mediterránea.

—Tienes demasiada imaginación.

—¿Usted nunca se ha dejado llevar por una intuición?

—Nunca me he dejado llevar por otra cosa. Pero, créeme, esas monsergas psicológicas son demasiado subjetivas. Más nos valdría concentrarnos en los problemas técnicos que se le plantean. — Paul no estaba seguro de haberlo comprendido, pero dejó que el Cifra continuara-: Tenemos que pensar en su modus operandi. Si tienes razón, si realmente esas mujeres son ilegales, serán musulmanas. Y no musulmanas de Estambul, con zapatos de tacón alto. Campesinas, salvajes que andan pegadas a las paredes y no hablan una palabra de francés. Para atraérselas, hay que conocerlas. Y hablar turco. Nuestro hombre podría ser el dueño de un taller. Un comerciante. O el responsable de un hogar. Y no hay que olvidarse de los horarios. Esas mujeres viven bajo tierra, en cuevas, en talleres subterráneos. El asesino las secuestra cuando vuelven a la superficie. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué aceptan seguirlo esas chicas hurañas? Si queremos encontrar su rastro, tenemos que responder a esas preguntas. — Paul estaba de acuerdo, pero todas esas preguntas demostraban sobre todo la amplitud de lo que ignoraban. Todo era posible, literalmente. Schiffer cambió de rumbo-: Supongo que has verificado los homicidios del mismo tipo.

—He consultado el nuevo fichero Chardon. Y también el de los gendarmes, el Anacrime. He hablado con todos los chicos de la Criminal. En Francia no ha habido ningún caso que recuerde ni remotamente esta locura. También lo he comprobado en Alemania, entre la comunidad turca de allí. Nada.

—¿Y en Turquía?

—Ídem de ídem. Cero.

Decidido a no dejar cabos sueltos, Schiffer se lanzó en otra dirección:

—¿Has aumentado las patrullas en el barrio?

—Me he puesto de acuerdo con Monestier, el responsable de Louis-Blanc. Hemos reforzado las rondas. Pero discretamente. No es cuestión de sembrar el pánico en la zona.

Schiffer soltó la carcajada.

—¿Qué crees? Todos los turcos están al corriente.

Paul hizo oídos sordos a la pulla.

—En todo caso, hasta ahora hemos evitado a los medios. Es mi única garantía para continuar en solitario. Si se da publicidad al asunto, Bomarzo pondrá más hombres a trabajar en el caso. De momento, es una historia turca y a nadie le importa demasiado. Tengo el campo libre.

—¿Cómo es que un caso así no está en manos de la Criminal?

—Yo pertenezco a la Criminal. Sigo teniendo un pie allí. Bomarzo confía en mí.

—¿Y no has pedido refuerzos?

—No.

—¿No has formado un grupo de investigación?

—No.

El Cifra rió por lo bajo.

—Lo quieres para ti solito, ¿eh? — Paul no respondió. Schiffer se quitó la pelusa del pantalón con el dorso de la mano-. Da igual cuáles sean tus motivos. O los míos. Vamos a trincarlo, créeme.

11

Una vez en el bulevar periférico, Paul continuó hacia el oeste, en dirección a la Porte d'Auteuil.

—¿No vamos a La Râpée? — preguntó Schiffer, sorprendido.

—El cuerpo está en Garches. En el hospital Raymond-Poincaré. El instituto anatómico forense de allí es el encargado de hacer las autopsias para los juzgados de Versalles y…

—Sí, ya lo sé. ¿Por qué allí?

—Medida de discreción. Para evitar a los periodistas y los desocupados que siempre merodean por el depósito de París.

Schiffer no parecía escuchar. Observaba el tráfico con expresión fascinada. De vez en cuando entornaba los párpados, como si tuviera que habituar los ojos a una luz nueva. Parecía un preso en libertad condicional.

Media hora después, Paul cruzaba el puente de Suresnes y ascendía el largo boulevard Sellier y a continuación el de la República. Atravesó así la ciudad de Saint-Cloud antes de llegar a las inmediaciones de Garches.

Al fin, en la cima de la colina, el hospital apareció a la vista. Seis hectáreas de edificios, de bloques de quirófanos y habitaciones blancas, una auténtica ciudad habitada por médicos, enfermeras y miles de pacientes, víctimas de accidentes de tráfico en su mayoría.

Paul se dirigió hacia el pabellón Vesalio. El sol estaba alto y bañaba las fachadas de los edificios, construidos con ladrillos sin excepción. Cada muro ofrecía un nuevo tono de rojo, rosa, crema, como si hubiera sido cuidadosamente cocido al horno.

Grupos de visitantes cargados con ramos de flores o envoltorios de pastelería aparecían al azar de los senderos avanzando con una rigidez solemne, casi de autómata, como contagiados del
rigor mortis
que gravitaba sobre el lugar.

Llegaron al patio interior del pabellón. El edificio, gris y rosa, con su porche sostenido por finas columnas, recordaba un sanatorio o un balneario que albergara misteriosas fuentes de curación.

Entraron en el depósito de cadáveres y siguieron un pasillo alicatado de blanco. Cuando llegaron a la sala de espera, Schiffer preguntó:

—Pero ¿qué es esto?

No era gran cosa, pero Paul se alegró de haberlo sorprendido.

Unos años antes, el instituto anatómico forense había sufrido una remodelación bastante original. La primera sala estaba totalmente pintada de azul turquesa, un color que cubría tanto las paredes como el suelo y el techo y eliminaba cualquier escala, cualquier punto de referencia. Entrar allí era como sumergirse en un mar cristalizado, de una limpidez vivificante.

—Los matasanos de Garches recurrieron a un artista contemporáneo para las reformas -explicó Paul-. Esto ya no es un hospital. Es una obra de arte.

Apareció un enfermero, que les indicó una puerta a mano derecha.

—El doctor Scarbon se reunirá con ustedes en la sala de salidas.

Lo siguieron a través de varias salas. Todas azules, todas vacías, coronadas en algunos casos por una franja de luz blanca proyectada a unos centímetros del techo. En el pasillo, los apliques de mármol desplegaban un degradado de tonos pastel: rosa, melocotón, amarillo, crudo, blanco… Una extraña voluntad de pureza parecía reinar en todas partes.

La última sala arrancó al Cifra un silbido de admiración.

Era un rectángulo de unos cien metros cuadrados, absolutamente vacío, sin más aderezo que el color azul. A la izquierda de la entrada, tres ventanales elevados recortaban la claridad del exterior. En la pared opuesta, frente a aquellas siluetas de luz, se abrían tres arcos, como bóvedas de iglesia griega. Al otro lado había una hilera de bloques de mármol, semejantes a grandes lingotes y pintados del mismo color azul, que parecía haber crecido directamente del suelo.

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