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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

El imperio de los lobos (23 page)

BOOK: El imperio de los lobos
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—Trabajaba en el taller de abajo, sí.

—Era de Gaziantep, ¿no?

—No del mismo Gaziantep, de un pueblo cercano. Hablaba un dialecto del sur.

—¿Quién tiene su pasaporte?

—No tenía pasaporte.

Schiffer suspiró, como si se resignara a aquella nueva mentira.

—Háblame de su desaparición.

—No hay nada que contar. La chica salió del taller el jueves por la mañana. Nunca llegó a casa.

—¿El jueves por la mañana?

—Sí, a las seis. Hacía el turno de noche.

Los dos policías intercambiaron una mirada. Cuando el asesino la sorprendió, la mujer volvía de trabajar, pero todo había ocurrido al amanecer. Habían acertado en todo, salvo en el horario, que habían invertido.

—Has dicho que nunca llegó a casa -le recordó el Cifra-. ¿Quién te lo ha contado?

—Su novio.

—No volvían juntos.

—Él trabajaba de día.

—¿Dónde podemos encontrarlo?

—En ningún sitio. Se ha vuelto a Turquía.

Las respuestas de Tanoi eran tan rígidas como las costuras de su bata.

—¿No intentó recuperar el cuerpo?

—No tenía papeles. No hablaba francés. Huyó llevándose su dolor. Un destino de turco. Un destino de exilio.

—Déjate de gaitas. ¿Dónde están sus compañeras?

—¿Qué compañeras?

—Las que volvían a casa con ella. Quiero interrogarlas.

—Imposible. Se han ido. Se han evaporado.

—¿Por qué?

—Tienen miedo.

—¿Del asesino?

—De ustedes. De la policía. Nadie quiere verse mezclado en este asunto.

El Cifra se plantó delante del turco con las manos entrelazadas a la espalda.

—Creo que sabes mucho más de lo que dices, amiguito. Así que ahora vamos a bajar juntos al sótano. Puede que eso te desate la lengua.

El capataz no se movió. Las máquinas de coser zumbaban. La música serpenteaba por las vigas de acero. El hombre dudó unos segundos más, pero acabó volviéndose y echando a andar hacia una escalera de hierro situada bajo una de las crujías.

Los policías lo siguieron. Al final de las escaleras había un pasillo oscuro, una puerta metálica y, tras ella, otro pasillo de tierra batida, que tuvieron que recorrer con la cabeza agachada. Una sucesión de bombillas desnudas, suspendidas entre las conducciones del techo, iluminaba el camino. Dos hileras de puertas, simples paneles numerados con tiza, flanqueaban el pasadizo. Un rumor sordo vibraba en el aire.

Al llegar a un recodo, su guía se detuvo y cogió una barra de hierro oculta tras un viejo somier con los muelles al aire. Luego siguió avanzando con cautela al tiempo que golpeaba los tubos del techo.

De pronto, asustados del ruido, los enemigos invisibles hicieron su aparición: ratas, apelotonadas sobre un arco de fundición, encima de sus cabezas. Paul recordó las palabras del forense: «La segunda era otra cosa. Creo que utilizó algo… vivo».

El capataz juró en turco y empezó a lanzar golpes en dirección a los roedores, que huyeron despavoridos. Ahora el pasadizo vibraba de punta a punta. Las puertas temblaban sobre sus goznes. Tanoi se detuvo al fin frente a la treinta y cuatro.

A fuerza de empujones, consiguió abrir la puerta. El zumbido se multiplicó por mil y, a la intensa luz de los fluorescentes, apareció un taller en miniatura. Unas treinta mujeres sentadas ante máquinas de coser trabajaban a pleno rendimiento, como borrachas de velocidad. Encorvadas bajo los fluorescentes, hacían pasar las piezas de tela bajo las agujas sin prestar la menor atención a los recién llegados.

El cubículo no tendría más de veinte metros cuadrados y carecía de ventilación. El aire era tan espeso -olor a tinte, partículas de tela, tufo a disolventes- que apenas se podía respirar. Algunas mujeres llevaban la boca tapada con un pañuelo anudado al cuello. Otras tenían a niños de pecho envueltos en un chal sobre el regazo. También había niños trabajando, sentados sobre montañas de retales, que doblaban y guardaban en cajas. Paul se ahogaba. Se sentía como uno de esos personajes de película que despiertan en plena noche y descubren que su pesadilla es real.

—¡El auténtico rostro de las empresas Sürelik! — exclamó Schiffer adoptando su tono justiciero-. De doce a quince horas de trabajo y varios miles de piezas por día y por obrera. Las «tres-ocho» en versión turca, con solo dos equipos, cuando no es uno. Y en todos los sótanos, el mismo panorama, muchacho.-El Cifra parecía disfrutar con la crueldad del espectáculo-. Pero, ¡ojo!: todo esto se hace con la bendición del Estado. Todo el mundo cierra los ojos. El negocio de la confección se basa en la esclavitud.

El turco ponía cara de circunstancias, pero en el fondo de sus pupilas brillaba una chispa de orgullo. Paul observó a las obreras. Como en respuesta, algunos ojos se alzaron y miraron en su dirección, pero las manos siguieron trabajando, como si nada ni nadie pudiera detener sus movimientos.

Paul superpuso los rostros mates y los largos cortes, las ensangrentadas resquebrajaduras de las víctimas. ¿Cómo accedía el asesino a aquellas mujeres subterráneas? ¿Cómo había descubierto su parecido?

El Cifra reanudó el interrogatorio a voz en cuello:

—Los repartidores recogen el trabajo acabado durante el cambio de turno, ¿no?

—Exacto.

—Si añadimos las obreras que salen del taller, a las seis de la mañana la calle debe de estar la mar de animada. ¿Nadie vio nada?

—Se lo juro.

El viejo policía se recostó en la pared de piedra.

—No jures. Tu dios es menos clemente que el mío. ¿Has hablado con los jefes de las otras víctimas?

—No.

—Mientes, pero no importa. ¿Qué sabes sobre la serie de asesinatos?

—Dicen que torturaron a las mujeres, que les destrozaron la cara. No sé nada más.

—¿No ha venido a verte ningún policía?

—No.

—Y vuestra milicia, ¿qué coño hace?

Paul se estremeció. Era la primera vez que oía hablar de aquello. Así que el barrio tenía su propia policía… Tanoi gritabas para hacerse oír sobre el chiquichaque de las máquinas.

—No sé. No han descubierto nada.

Schiffer indicó a las obreras con un gesto de la cabeza.

—Y ellas, ¿qué dicen?

—Ya no se atreven a salir. Tienen miedo. Alá no puede permitir algo así. ¡El barrio está maldito! ¡Azrael, el ángel de la muerte, está aquí!

El Cifra sonrió, le dio una palmada amistosa en el hombro e indicó la puerta.

—¡Así me gusta! Por fin un poco de sentido común…

Volvieron al pasillo. Paul salió el último y cerró la endeble puerta sobre el infierno de las máquinas. No había acabado de encajarla, cuando oyó un estertor ahogado. Schiffer acababa de lanzar a Tanoi contra las conducciones.

—¿Quién mata a las chicas?

—No… no lo sé.

—¿A quién protegéis, cerdos?

Paul se abstuvo de intervenir. Intuía que Schiffer no iría más lejos. Era un último arranque de cólera, un gesto para la galería. Tanoi lo miraba con ojos desorbitados, pero no respondía.

El Cifra soltó a su presa. Bajo la bombilla desnuda, que oscilaba como el péndulo de un hipnotizador, el capataz trataba de recuperar el aliento.

—La boquita bien cerrada, ¿eh, Tanoi? Ni una palabra de nuestra visita a nadie.

El turco alzó los ojos hacia él y volvió a adoptar la expresión servil de costumbre.

—La boca la tengo cerrada desde siempre, señor inspector.

35

La segunda víctima, Ruya Berkes, no trabajaba en un taller, sino en casa, en el 58 de la rue d'Enghien. Cosía a mano forros de abrigo que a continuación entregaba en el almacén del peletero Gozar Halman, en el 77 de la rue Sainte-Cécile, perpendicular al eje del Faubourg-Poissoinniére. Habría podido empezar por la vivienda de la obrera, pero Schiffer prefirió interrogar antes a su jefe, al que al parecer conocía desde hacía mucho tiempo.

Paul conducía en silencio disfrutando el regreso al aire libre. Pero ya empezaba a temer los nuevos placeres. Veía los escaparates ensombrecerse, llenarse de prendas oscuras de lánguidos pliegues, a medida que se alejaban de las rues del Faubourg-Saint-Denis y del Faubourg-Saint-Martin. En todas las tiendas, las telas y los tejidos habían cedido el sitio al cuero y las pieles.

Torció a la derecha y tomó la rue Sainte-Cécile.

Schiffer lo detuvo: habían llegado al 77.

Esta vez Paul se esperaba una cloaca llena de pieles recién despellejadas, de cajas manchadas de sangre, de olor a carne muerta. Se encontró con un pequeño patio iluminado y adornado con flores, cuyo empedrado parecía haber sido encerado por el rocío matutino. Los dos policías lo cruzaron hasta llegar al edificio del fondo, perforado por ventanas enrejadas, el único que parecía un almacén comercial.

—No lo olvides -dijo Schiffer cruzando el umbral-. Gozar Halman es un fanático de Tansu Çiller.

—¿Quién es ese? ¿Un futbolista?

El Cifra rió por lo bajo mientras empezaba a subir una amplia escalera de madera gris.

—Tansu Çiller es la antigua primera ministra de Turquía. Estudios en Harvard, diplomacia internacional, Ministerio de Asuntos Exteriores y, luego, la jefatura del gobierno. Un modelo de éxito.

—El currículum clásico del político -repuso Paul con desdén.

—Solo que Tansu Çiller es una mujer.

Dejaron atrás el segundo piso. Todos los rellanos tan amplios y oscuros como capillas.

—No debe de ser muy frecuente en Turquía que un hombre tenga como modelo a una mujer -señaló Paul.

El Cifra se echó a reír.

—Chico, si no existieras, no estoy seguro de que hiciera falta inventarte. ¡Entérate, Gozar también es una mujer! Es una
teyze
. Una «tía», una madrina en sentido amplio. Vela por sus hermanos, sus sobrinos, sus primos y todos los obreros que trabajan para ella. Se encarga de regularizar su situación. Les envía albañiles para que renueven sus cuchitriles. Se ocupa de mandar sus paquetes y sus giros. Y, en caso necesario, unta a los polis para que los dejen en paz. Es una negrera, pero una negrera benévola.

Tercer piso. El almacén de Halman era una gran sala con suelo de parquet gris, cubierto de trozos de poliestireno y arrugadas hojas de papel de seda. En el centro, tableros de melamina colocados sobre caballetes hacían las veces de mostradores. Sobre ellos, había cajas de cartón, bandejas de plástico, bolsas de tela rosa con el anagrama TATI, fundas para vestidos…

Los hombres extraían de ellos abrigos, cazadoras, estolas… los palpaban, los alisaban, comprobaban los forros y, a continuación, colocaban las prendas en colgadores suspendidos de barras. Frente a ellos, las mujeres, con pañoletas en la cabeza, largas faldas y rostros de corteza oscura, parecían esperar su veredicto con aspecto de cansancio.

Una galería elevada y acristalada, oculta tras una cortina blanca, dominaba la sala: el mirador ideal para vigilar aquel pequeño y laborioso mundo. Sin dudarlo ni saludar a nadie, Schiffer se agarró a la barandilla y empezó a subir los empinados peldaños que llevaban a la plataforma.

Una vez arriba, tuvieron que atravesar una muralla de plantas verdes para entrar en una habitación abuhardillada, casi tan grande como la sala de abajo. Las ventanas, flanqueadas de visillos, se abrían sobre un paisaje de pizarra y cinc: los tejados de París.

A pesar de sus dimensiones, el taller recordaba un tocador de los años 1900 por su recargada decoración. Los modernos aparatos -ordenador, cadena musical, televisor…-estaban cubiertos con tapetes, colocados igualmente al pie de fotografías enmarcadas, figuritas de cristal y grandes muñecas vestidas con trajecitos llenos de encajes. Las paredes estaban cubiertas de carteles turísticos que en su mayoría cantaban las alabanzas de Estambul, y de los tabiques pendían pequeños kilims de colores vivos a modo de estores. Las omnipresentes banderas turcas de papel hacían juego con los racimos de postales clavadas con chinchetas en los pilares de madera que sostenían el techo.

Un escritorio de roble macizo, cubierto con una carpeta de cuero, ocupaba el extremo derecho del despacho y dejaba el lugar central a un diván de terciopelo verde que descansaba sobre una gran alfombra. No había nadie a la vista.

Schiffer se dirigió hacia un vano disimulado tras una cortinilla de sartas de perlas y canturreó:

—¡Princesa! ¡Soy yo, Schiffer! No hace falta que te acicales.

Solo le respondió el silencio. Paul dio unos pasos y observó de cerca varias fotografías. En todas ellas, una pelirroja con el pelo corto y bastante atractiva sonreía en compañía de ilustres presidentes: Bill Clinton, Boris Yeltsin, François Mitterrand… Sin duda, la famosa Tansu Çiller…

Un tintineó le hizo volverse. La cortina de perlas se abrió para dar paso a la mujer de las fotografías en carne y hueso, aunque en versión maciza.

Gozar Halman había acentuado su parecido con la ministra, sin duda para conseguir una autoridad suplementaria. Su atuendo, túnica y pantalón negros, apenas realzado por unas joyas, era un modelo de sobriedad. Sus gestos y sus andares reafirmaban el efecto, al tiempo que traicionaban una altiva distancia de empresaria. Su aspecto parecía trazar una línea invisible a su alrededor. El mensaje era claro: todo intento de seducción estaba condenado al fracaso.

El rostro, en cambio, decía casi lo contrario. Era una gran cara blanca de Pierrot lunar, enmarcada en cabellos rojizos, en la que los ojos relucían con pasión. Los párpados de Gozar estaban pintados de naranja y salpicados de lentejuelas.

—Sé por qué has venido, Schiffer dijo con voz ronca.

—¡Por fin una mente despierta!

La empresaria ordenó unos papeles sobre el escritorio con aire distraído.

—Sabía que acabarían sacándote del trastero.

Más que tener auténtico acento, hablaba con un tonillo ondulante que culminaba al final de las frases y que parecía cultivar con coquetería.

Schiffer hizo las presentaciones abandonando de paso su tono áspero. Paul intuyó que las fuerzas estaban equilibradas.

—¿Qué sabes? — preguntó el viejo policía sin más preámbulos.

—Nada. Menos que nada. — Durante unos segundos, la mujer siguió removiendo papeles sobre el escritorio. Luego se sentó en el diván y cruzó lentamente las piernas-. El barrio tiene miedo -murmuro-. La gente cuenta de todo.

—¿Por ejemplo?

—Rumores, versiones contradictorias. Incluso he oído decir que el asesino es uno de los vuestros.

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