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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (23 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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Antes de salir del despacho, Margo volvió la cabeza y vio a su tutor bajo las ventanas, de espaldas a ella. Frock golpeaba con los puños los brazos de la silla de ruedas.

—¡Maldito sea este cacharro! —mascullaba—. ¡Maldito sea!

30

Cinco minutos después, Margo descolgó el auricular del teléfono de su despacho y marcó. Smithback se mostraba entusiasmado. A medida que Margo le explicaba el descubrimiento del registro de acceso borrado y, con menos detalles, la conversación mantenida con Frock, el júbilo del escritor aumentaba. Lo oyó reír.

—De modo que no me equivocaba respecto a Rickman. Oculta pruebas. Ahora, la obligaré a pasar por el tubo o…

—Ni lo sueñes, Smithback —advirtió Margo—. Esto no es para tu gratificación personal. Desconocemos la historia de ese diario, y no podemos preocuparnos por ella ahora. Hemos de investigar esas cajas, y sólo disponemos de unos minutos para hacerlo.

—De acuerdo, de acuerdo. Nos encontraremos en el rellano que hay frente a entomología. Ahora mismo salgo.

—Nunca había pensado que Frock fuera un radical —dijo Smithback—. Mi respeto por el viejo ha aumentado en dos puntos.

Bajaba por un largo tramo de peldaños de hierro. Habían dado un rodeo con la esperanza de esquivar los controles de policía colocados ante todos los ascensores.

—Tienes la llave y la combinación, ¿verdad? —preguntó el escritor desde el pie de la escalera.

Margo echó un vistazo a su bolso y lo siguió después de mirar. Miró a ambos lados.

—Sabes que en el pasillo que conduce a la zona de seguridad hay hornacinas iluminadas, ¿verdad? Adelántate, y yo te seguiré un minuto después. Habla con el guardia e intenta atraerle hacia un nicho con el pretexto de enseñarle el formulario. Procura que se dé la vuelta un par de minutos. Yo abriré la puerta y entraré. Manténle distraído. Eres un buen conversador.

—¿Ése es tu plan? —bufó Smithback—. De acuerdo.

Giró sobre sus talones, avanzó por el pasillo y desapareció tras una esquina.

Margo esperó y, tras contar hasta sesenta, echó a andar, enfundándose unos guantes de látex. No tardó en oír la voz de Smithback, alzada en indignada protesta:

—Este papel está firmado por el jefe del departamento. ¿Intenta decirme que…?

La mujer asomó la cabeza por la esquina. A unos quince metros, el pasillo se cruzaba con otro donde se alzaba una barrera de la policía. Más adelante se hallaba la puerta que comunicaba con la zona de seguridad. Margo vio al guardia, de espaldas a ella, y sostenía el formulario en la mano.

—Lo lamento, señor —le oyó decir—, pero este documento no ha pasado por…

—No ha mirado en el lugar correcto —replicó el periodista—. Acérquese a la luz para que pueda leerlo bien.

Se alejaron hacia una hornacina iluminada. Cuando hubieron desaparecido de vista, Margo dobló la esquina y avanzó a toda prisa por el pasillo. Al llegar a la entrada de la zona de seguridad, introdujo la llave en la cerradura y empujó con cautela. La puerta giró sobre los goznes bien engrasados. Paseó la vista alrededor para asegurarse de que estaba sola. La sala en penumbras parecía vacía, de modo que cerró la puerta tras de sí.

Su corazón ya se había acelerado, y le palpitaban las sienes. Conteniendo el aliento, tanteó en busca del interruptor de la luz. Las cámaras se hallaban a ambos lados del pasillo. Al reparar en que la tercera puerta de la derecha tenía sujeta con celo una hoja amarilla con la palabra «prueba», sacó el trozo de papel que le había entregado Frock. Leyó la combinación: «56-77-23.» Respiró hondo y recordó la taquilla que había utilizado para guardar el oboe en el conservatorio de música de la escuela secundaria. Derecha, izquierda, derecha…

Al oír un clic, accionó la palanca de inmediato. La puerta se abrió. En el interior las cajas formaban siluetas borrosas recortadas contra la pared del fondo. Encendió la luz y consultó el reloj. Habían transcurrido tres minutos.

Tenía que apresurarse. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando vio los tablones astillados de una de las cajas grandes. Se arrodilló ante la más pequeña, retiró la tapa y hundió la mano en el interior. Apartó las fibras rígidas para dejar al descubierto los objetos.

Su mano se cerró alrededor de algo duro. Margo lo sacó y vio una piedra pequeña, tallada con extraños diseños. «No es muy prometedor», se dijo. Extrajo una colección de lo que parecían boquillas de jade, después puntas de flecha de pedernal, algunos punzones, una cerbatana con dardos largos y afilados, con los extremos ennegrecidos con alguna sustancia. «No me gustaría que me clavaran uno», pensó. Aún no había encontrado nada de valor. Profundizó un poco más. La siguiente capa contenía una pequeña prensadora de plantas, una matraca de chamán roja, decorada con dibujos grotescos, y una hermosa manta confeccionada con tela y plumas.

Guiada por un impulso, introdujo en el bolso la prensadora de plantas, cubierta de fibras, y a continuación el disco de piedra y la matraca.

En la capa del fondo yacían varios tarros que contenían pequeños reptiles; muy exóticos, pero nada extraordinarios.

Habían pasado seis minutos. Se incorporó, aguzó el oído, esperando percibir en cualquier momento los pasos del guardia. No escuchó nada.

Devolvió a la caja el resto de los objetos y el material de embalaje. Al alzar la tapa, notó que el forro interior estaba desprendido. Picada por la curiosidad, lo levantó, y un sobre quebradizo, estropeado por el agua, cayó sobre su regazo. Lo guardó a toda prisa en el bolso.

Ocho minutos. Ya no quedaba tiempo.

Ya en la sala central, trató de distinguir los sonidos apagados que se oían en el exterior. Abrió unos centímetros la puerta.

—¿Cuál es el número de su placa? —preguntó Smithback en voz alta.

Margo no pudo oír la respuesta del guardia. Cerró la puerta, se quitó los guantes y los introdujo en el bolso. Se incorporó, miró a ambos lados, y pasó junto al nicho ante el cual Smithback y el guardia discutían.

—¡Eh!

Se volvió. El guardia, sonrojado, la observó.

—Ah, ¿estás ahí, Bill? —dijo Margo, segura de que el guardia no la había visto salir por la puerta—. ¿Llego tarde? ¿Ya has entrado?

—¡Este tipo no me ha dejado! —se quejó el periodista.

—Escuche —dijo el guardia, volviéndose hacia Smithback—, ya se lo he repetido mil veces; ese formulario ha de ser cumplimentado. De lo contrario, no puedo permitirle pasar. ¿Comprendido?

Margo miró hacia el final del pasillo. Vislumbró a lo lejos una figura alta y delgada que se acercaba; Ian Cuthbert. Agarró a Smithback del brazo.

—Hemos de irnos. ¿Recuerdas nuestra cita? Ya echaremos un vistazo a las colecciones en otro momento.

—Tienes razón, claro —farfulló él—. Ya arreglaremos esto más tarde —dijo al guardia.

Cerca del final del pasillo, Margo condujo al periodista hasta un nicho.

—Escóndete detrás de esas vitrinas —susurró.

Oyeron los pasos de Cuthbert mientras se ocultaban. Las pisadas cesaron, y la voz de Cuthbert resonó en el pasillo.

—¿Ha intentado alguien entrar en las cámaras?

—Sí, señor. Un hombre lo intentó. Acaban de marcharse.

—¿Quiénes? —preguntó Cuthbert—. ¿Esas personas con quienes estaba hablando hace un momento?

—Sí, señor. El hombre llevaba un formulario que no estaba debidamente cumplimentado, por lo que no le permití entrar.

—¿No le permitió entrar?

—Exacto, señor.

—¿Quién autorizó el formulario? ¿Frock?

—Sí, señor. El doctor Frock.

—¿Sabe el nombre de esa persona?

—Creo que se llama Bill. No sé el de la mujer, pero…

—¿Bill? ¿Bill? Qué brillante es usted. Tendría que haberle pedido una identificación.

—Lo siento, señor. Insistió en que…

Cuthbert ya había dado media vuelta, furioso. Los pasos se alejaron por el pasillo.

Cuando Smithback cabeceó, Margo se incorporó con cautela y se sacudió el polvo. Salieron al pasillo.

—¡Eh, ustedes! —exclamó el guardia—. ¡Vuelvan aquí! ¡Quiero ver sus tarjetas de identidad! ¡Esperen!

Smithback y Margo echaron a correr y, tras doblar una esquina, subieron a toda prisa por los anchos peldaños de cemento de una escalera.

—¿Adónde vamos? —inquirió Margo, sin aliento.

—Que me aspen si lo sé.

Al llegar al siguiente rellano, Smithback se asomó cauteloso al pasillo. Después de mirar a ambos lados, abrió una puerta con un rótulo colgado que rezaba: «Mamalogía. Almacén de pongidae.»

Ya en el interior, silencioso y frío, se detuvieron para recuperar el aliento. A medida que sus ojos se acostumbraban a la tenue luz, Margo vio gorilas y chimpancés disecados, erguidos en hileras como centinelas, y montones de pieles velludas sobre estantes de madera. Una docena de estanterías abarrotadas de calaveras de primates cubrían una pared.

Smithback aplicó el oído a la puerta un momento. Después, se volvió hacia Margo.

—Vamos a ver qué has encontrado.

—Poca cosa —dijo Margo—. Cogí un par de objetos carentes de importancia, eso es todo. También he encontrado esto —añadió al tiempo que introducía la mano en el bolso—. Estaba guardado en la tapa de la caja.

El sobre sin cerrar iba dirigido a «R. H. Montague, MHNNY». El papel amarillento estaba adornado con un curioso motivo en forma de doble flecha. Mientras Smithback miraba por encima del hombro de Margo, ella alzó la hoja hacia la luz y empezó a leer:

Alto Xingú,

17 de sep. de 1987

Montague:

He decidido enviar de vuelta a Carlos con la caja y continuar solo en busca de Crocker. Carlos es de confianza, y no puedo correr el riesgo de perder la caja si algo me sucediera. Toma nota de la matraca de chamán y otros objetos rituales; parecen únicos en su género. La estatuilla que acompaño, encontrada en una cabaña desierta de este lugar, es la prueba que buscaba. Fíjate en las garras exageradas, en los atributos reptilianos, en las señales de
bipedalia.
Los kothoga existen, y la leyenda de Mbwun no es una mera invención.

Todas mis notas de campo están en este cuaderno…

31

Un silencio sepulcral reinaba en el despacho del director. Ni siquiera el ruido del tráfico de la calle, situada tres pisos más abajo, se filtraba por las gruesas ventanas blindadas. La señora Lavinia Rickman estaba sentada en una butaca de cuero color vino, y Wright, tras el escritorio, prácticamente engullido por la inmensa superficie de caoba. Un retrato del fundador del museo, Ridley A. Davis, pintado por Reynolds, los observaba.

El doctor Ian Cuthbert ocupaba un sofá pegado a la pared del fondo. Estaba inclinado, con los codos apoyados sobre las rodillas, y su traje de tweed pugnaba de su cuerpo esquelético. Tenía el entrecejo fruncido. Huraño e irritable por regla general, aquella tarde ofrecía un semblante más severo que de costumbre.

Por fin, Wright rompió el silencio.

—Ha llamado dos veces esta tarde —explicó a Cuthbert—. No puedo esquivarle eternamente. Tarde o temprano montará un cirio por haberle sido denegado el acceso a las cajas. Tal vez saque a colación el tema de Mbwun. La controversia estará servida.

Cuthbert asintió.

—Mejor tarde que temprano. Cuando la exposición se inaugure y empiece su andadura, con cuarenta mil visitantes al día y artículos favorables en todos los periódicos, podrá armar todo el alboroto que quiera.

Se produjo otro largo silencio.

—Detesto interpretar el papel de abogado del diablo —dijo por fin Cuthbert—, pero cuando todo este revuelo de los asesinatos se calme, tú, Winston, tendrás que mostrarte más complaciente. Quizá todos esos rumores acerca de la maldición resulten muy molestos ahora, pero, cuando la situación se haya normalizado, no nos vendría mal un poco de escándalo. Todo el mundo querría entrar en el museo para comprobarlo por sí mismo. Sería bueno para el negocio. No podríamos haberlo montado mejor, Winston.

Wright miró al subdirector con expresión ceñuda.

—Rumores sobre la maldición. Quizá sean ciertos. Piensa en todas las tragedias que han acompañado a esa horrible estatuilla alrededor del mundo. —Lanzó una carcajada carente de alegría.

—No hablarás en serio —dijo Cuthbert.

—Ya lo creo que sí —replicó Wright—. No quiero volverte a oír hablar así. Frock tiene amigos importantes. Si se queja ante ellos… Bien, ya sabes cómo se esparcen las historias. Sospecharán que ocultas información, que te aprovechas de esos crímenes para atraer al público. Menuda publicidad, ¿eh?

—De acuerdo —concedió el subdirector con una sonrisa gélida—. En todo caso, no necesito recordarte que, si esta exposición no se inaugura cuando se había previsto, todo quedará restringido a un plano puramente teórico. Hay que mantener a Frock bajo control. Ahora se dedica a enviar mercenarios para que hagan el trabajo sucio. Uno de ellos trató de entrar en la cámara de seguridad hace menos de una hora.

—¿Quién? —preguntó Wright.

—El guardia actuó como un estúpido, pero consiguió averiguar el nombre del tipo: Bill.

—¿Bill?

Rickman se incorporó con brusquedad.

—Sí, creo que se llamaba Bill —dijo Cuthbert, volviéndose hacia la directora de relaciones públicas—. ¿No es el nombre del periodista que está escribiendo el libro para la exposición? Es tu hombre, ¿verdad? ¿Lo tienes bajo control? Me han comentado que no para de hacer preguntas.

—Desde luego —respondió Rickman con una sonrisa radiante—. Hemos tenido nuestras diferencias, pero ahora se atiene a las normas. Como siempre digo, si se controlan las fuentes, se controla también al periodista.

—De modo que se atiene a las normas, ¿eh? —ironizó el director—. Entonces ¿por qué consideraste necesario enviar esta mañana un mensaje por correo para recordar que nadie debía hablar con desconocidos?

La señora Rickman se apresuró a levantar una mano bien cuidada.

—Lo tengo bajo control.

—Será mejor que así sea —advirtió Cuthbert—. Has participado en esto desde el principio. Supongo que no querrás que ese periodista empiece a airear trapos sucios.

Se oyó un siseo en el intercomunicador, y una voz anunció:

—El señor Pendergast desea verlo.

—Hágale entrar —ordenó Wright. Dirigió una mirada sombría a los presentes—. Allá vamos.

El agente apareció en la puerta con un periódico doblado bajo el brazo y se detuvo un momento.

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