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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (24 page)

—Crema agria —rezongó antes de volver a marcharse.

—Es insultante —repetí bajando la voz mientras me inclinaba hacia adelante—, porque es paternalista.

Golpeó la mesa con las palmas de las manos.

—¿Paternalista? —preguntó con un gruñido.

—Asumes que cambiaré de idea, ¿no? Piensas que soy una egoísta y una inmadura y que pronto veré la luz. Como mi madre. —Me pregunté por qué sonaba aquello como una réplica infantil.

—Bueno, ahora estás hablando como una niña —me confirmó—. ¿Qué coño te pasa, Zeph? ¿Es que has cambiado de idea sobre mí?

Sentí que se me cerraba el pecho.

—Dios, no —susurré—. Pero lo único que haces es darme la razón como a los locos.

—¿Por qué? —suplicó—. ¿Por pedirte que volvamos a hablar del asunto una vez al año?

Recordé en el plan que había pensado proponerle aquella noche, en el que nos pondríamos en contacto todos los años si seguíamos solteros. Las dos propuestas me resultaban alarmantemente familiares, lo que hizo que me diese cuenta de que ambas eran, en el mejor de los casos, absurdas, y en el peor, fútiles.

—Porque asumes que cuando me haga un poco mayor, cambiaré de idea.

—No lo asumo. Lo espero, no lo asumo —subrayó.

—¿Por qué nadie puede aceptar que esto no es una fase? —pregunté.

—¿Por qué no puedes ver más allá de tu estúpido, idiota y equivocado orgullo? —preguntó él a su vez.

Sacudí la cabeza mientras buscaba las palabras apropiadas.

—Aunque siguiéramos este ridículo plan, ¿qué impediría que te volvieras un amargado y un resentido dentro de diez años, cuando siga sin querer niños? Porque no voy a quererlos —dije, más convencida que nunca.

Pensé en Jeremy Wedge y en Zelda Herman y en Samantha Kimiko Hodges y en el hotel y en lo emocionante que era mi trabajo —sí, de momento puede que excesivamente emocionante, al menos un poco—, y pensé en lo agradable que sería ver mi amada ciudad con mirada clara y fresca, no miope, nublada por los nombres de marcas de carrito de bebé y puré de verduras. No tener que preocuparme por nadie si perdía el trabajo. Poder entregarme por entero a un hombre, un acompañante, un compañero de aventuras, en lugar de formar parte de una relación estresada, diluida y agotada. Estaba ahorrando dinero y quería ver el mundo, no Disney World.

Pensé en lo que había dicho mi madre sobre que la otra opción era salvar el mundo. Puede que tuviera razón en eso. Puede que fuese una condición para tomar la decisión de no tener hijos. Desde luego sería más fácil, por ejemplo, lanzarse a luchar contra el cambio climático si no tenías una progenie que sufriera las consecuencias de una derrota en la batalla. Podía embarcarme en batallas por cambiar el mundo y vivir aventuras y tener la libertad de ponerme en peligro sin preocuparme de dejar un hijo huérfano. Demonios, quería tener la posibilidad de contemplar el suicidio si las cosas se ponían feas. No hacerlo, pero al menos guardarme esa carta en la manga como un as tranquilizador.

La gente que tenía hijos pensaría que había algo incompleto en mi vida y yo pensaría lo mismo de ellos. Un eterno
détente
.

Gregory sacudió la cabeza.

—Hago esto porque te quiero, Zephyr, y quiero que te cases conmigo. ¿Por qué no puedes creer que no me convertiré en un amargado?

—Porque —le expliqué con voz calmada— si estás tan seguro de que podría cambiar de idea, es perfectamente posible que tú cambies también. No puedo arriesgarme a que me odies por esto.

Gregory excavó unos agujeros en sus
pierogies
, con los ojos empapados en lágrimas brillantes.

—¿Me estás diciendo que no? ¿Estás diciendo que no a esto, Zephyr? ¿A mí?

14

A primera hora de la mañana siguiente, porque estaba distraída por la pena y porque me había quedado sin ideas y no tenía nada mejor que hacer, me senté a mi escritorio, encorvada, y llamé a Visitas Guiadas Large Tomato. Le di un tirón a la camisa azul de sastre que había dejado que Macy me convenciera para comprar, en un intento de aparentar que había dejado atrás la universidad.

—¡Este fin de semana, descuentos especiales en las visitas guiadas para gays y lesbianas! —respondió alguien al tiempo que Tommy O’Hara se presentaba en mi cubículo. Colgué.

—¿Estás estudiando un poco de historia? —me acusó al ver la página web de Large Tomato en la pantalla de mi ordenador. Llevaba un traje gris que resaltaba su cara de tez rubicunda y la hacía brillar con un tono rosado más marcado que de costumbre—. Eh, yo conozco a esos tíos. Deberían contratarme. Podría llevar a los turistas a dar una vuelta por ahí. ¿Aquí? Aquí es donde pescamos a esa superintendente vendiendo empleos junto a su coche. ¿Y ahí? En ese bar es donde los delegados de la junta de Sanidad se reunían en horas de trabajo para apostar a los caballos… ¡Y, por cierto, damas y caballeros de Omaha, el corredor de apuestas hacía horas extras como consejero para universitarias! —rió con orgullo, recordando episodios agradables.

—¿En qué puedo ayudarte, O’Hara? —La verdad es que agradecía la distracción.

—Ay, qué falta de modales, Zepha. Soy yo el que puede ayudarte. —Hizo una profunda reverencia—. Sería un honor para mí llevaros a Alex y a ti a vuestra CEA.

Le dirigí una mirada vacía.

—Vuestra ceremonia de entrega de armas. ¿Es que no has salido todavía de la cama hoy?

No lo había olvidado. No exactamente. Bueno, una parte de mí lo había sabido en algún momento, pero la otra, desde luego, sí lo había olvidado. O no había llegado a creerse que todas las horas pasadas en Rodman’s Neck, disparando a gente de papel tanto si llovía a cántaros o como si hacía un calor abrasador, o subiendo con sigilo por la escalera del centro de entrenamiento, lista para caer falsamente abatida por un narcotraficante igualmente falso, desembocarían de verdad en que en algún momento me entregaran una arma letal y la licencia para usarla. Al poco de llegar allí había preguntado a Pippa si podía renunciar a aquella parte del trabajo. Ella me había mirado fijamente antes de sugerir que, por el bien de mi reputación, fingiéramos que nunca le había preguntado tal cosa.

Hinché los carrillos y exhalé.

—Sí. Sí, lo he hecho.

—¿Y qué te pasa?

—No sé. ¿Tú no te pusiste un poco nervioso cuando te dieron tu primera arma?

Tommy se agarró los codos y observó el bosque de cubículos de paredes de corcho y sillas giratorias.

—No.

—Genial. Bueno. —Miré el cuaderno que tenía sobre la mesa, con el número de teléfono de Summa, su dirección y el móvil de Zelda Herman. Quisiera o no ir a por mi arma (y la verdad es que no quería), no tenía tiempo de asistir a una ceremonia con juramento. Aquel día no. Era una formalidad que se celebraba todos los meses. La retrasaría. Tenía que ir a Summa, buscar a la persona que había contratado a Samantha y comenzar a hacer algunos arrestos. Aún no había tenido el valor de decirle a Pippa que mi tapadera había saltado por los aires, pero tenía la sensación de que cuando lo hiciera, ella querría actuar de prisa.

—Hoy no puedo. Tengo que hablar con Pippa ahora mismo. —Me levanté.

—Gallina.

—¡De eso nada!

—Poc, poc.

—Perdona, ¿qué edad tienes?

—La suficiente para reconocer a una chica asustada cuando la veo. —Arrancó la esquina de un papel y se la metió en la boca para masticarla.

—Vaya, tú sí que sabes dar donde duele.

—Qué graciosa eres, Zeph —dijo—. ¿Puedo llamarte Zeph?

—¿Ahora lo preguntas? —Traté de pasar a su lado, pero me puso una mano en el hombro.

—En serio, quiero llevaros, chicos. Es algo importante y Alex y tú sois mis novatos preferidos.

—Porque te reímos las gracias.

—Tú porque me compras rosquillas de pan verdes en el día de San Patricio y Alex porque hace saltos mortales hacia atrás en la oficina.

—Te lo agradezco, Tommy, pero en serio, hoy no. El mes que viene. Lo haré el mes que viene y te dejaré que me lleves.

—Vaya, ¿en serio? —Juntó las manos delante del pecho y dobló un poco las rodillas—. ¿Y cuándo me vais a dejar entrar en vuestro caso secreto P. Póquer y tú?

Él ni siquiera necesitaba una arma. Tenía su sentido de la oportunidad. Borré toda expresión de mi cara, pero era demasiado tarde.

—Ni lo intentes, Zeph. Sé que te traes algo bueno entre manos. Sólo quiero saber cuándo me vais a dejar echar un vistazo las chicas. —Escupió el trozo de papel en mi papelera.

Lo miré con lo que esperaba que fuese una expresión paciente y vacía.

—Vale, vale, guardaos vuestros secretitos por ahora. Pero dile a la comisaria que quiero el caso cuando metas la pata.

—Ni siquiera sabes de qué estás hablando —dije con tono poco convincente mientras recogía el cuaderno de la mesa.

—Sí, bueno. —Me guiñó un ojo—. Sé que la comisaria lleva un traje que parece uno de los guantes para el horno de mi señora. Ponle una quemadura en el culo y será una copia exacta.

Gemí.

—Ahora no podré pensar en otra cosa cuando entre en su oficina.

Tommy sonrió y meneó los dedos en dirección a mí.

—Yo juego sucio, Zepha Z.

Pippa roció un líquido transparente sobre los tres bolsos de Lucite que exhibía en su oficina. Tenía la sospecha de que de vez en cuando los iba cambiando por otros de la colección que guardaba en casa, pero no podía estar segura, puesto que a mí me parecían todos iguales. Mientras trataba de apartar los ojos de su trasero cubierto de lunares (que, en efecto, parecía un guante de horno), me pregunté qué llevaría a alguien a coleccionar bolsos Lucite de color verde mar… O, más bien, qué llevaba a la gente a coleccionar cualquier cosa. Yo dedicaba una cantidad impía de tiempo a luchar contra la tendencia innata de las cosas a acumularse, supongo que como reacción a una infancia en la que había estado a punto de perecer engullida por los detritos de las aficiones de mis padres. Puede que algún día reuniera el valor necesario para preguntarle a Pippa por qué le atraían los bolsos.

—¿Quién más lo sabe? —me preguntó de repente, todavía de espaldas a mí.

—Creo que nadie, pero…

—Tampoco creías que Hodges te hubiera descubierto.

Miré por su ventana. Estábamos en el piso treinta y dos, y aunque nuestras oficinas estaban más cerca del lado oeste, la isla era lo bastante estrecha en aquel punto como para ver los ferris que subían y bajaban por el río East. Me permití sentir un momentáneo deseo de estar lejos de allí, a bordo de alguno de ellos.

—Muy bien, lo que vamos a hacer es esto. ¿Tienes el teléfono de la tal Zelda?

Asentí.

—Llámala.

—¿Ahora mismo?

—Ahora mismo y aquí mismo. Y luego, después de la CEA, iremos a Summa. Yo te llevo.

—Hoy no voy a necesitar el arma —le aseguré.

Pippa golpeteó con una uña el impecable bolso y volvió la cabeza hacia mí, con las cejas levemente enarcadas.

—Vale, vale —murmuré mientras alargaba el brazo hacia su teléfono. Consulté el cuaderno que tenía en el regazo y llamé—. ¿Alguna pregunta en particular que quieras que haga?

—No. La conversación informal es tu fuerte. —Comenzó a rociar otro de sus preciados objetos de metacrilato de polimetilo.

—Ah, hola —saludé con un exceso de entusiasmo a la voz que respondió al otro lado a la primera llamada—. ¿Es la señorita Herman?

—Sí. —Parecía suspicaz y me acordé de la tensa belleza que había desconcertado a Hutchinson al registrarse en el hotel sólo cuarenta y ocho horas antes. Si ya estaba de regreso en California, estaría agotada por su viaje relámpago.

Me tiré de la camisa.

—Soy Zephyr Zuckerman, del hotel Greenwich Village. —Pippa y yo habíamos discutido los pros y los contras de usar un alias mientras estaba en el hotel y habíamos llegado a la conclusión de que ya tenía preocupaciones suficientes tal como estaba para encima tener que acordarme de responder a un nombre falso (cuyos beneficios, además, eran dudosos)—. Hemos encontrado un pañuelo de seda rojo junto a la puerta de su habitación y nos preguntábamos si sería suyo.

—Oh. —Su voz se relajó de manera audible—. No, no es mío. Pero gracias por llamar…

—¿Puedo preguntarle qué tal fue su estancia? —Me mordí el labio inferior mientras estudiaba a un gorrión que acababa de posarse sobre el aire acondicionado, al otro lado de la ventana.

—Eh… bien, bien. Un sitio muy bonito. —Por detrás sonó la bocina de un camión—. Mire, no se oye muy bien…

—¿Me permite que le haga una pregunta un poco rara que no tiene nada que ver con el hotel?

Una pausa.

—Hum…

Me lancé de cabeza, sin tener nada más a lo que agarrarme que mi breve conversación con la recepcionista de Summa.

—Yo también estoy a punto de… ponerme en manos del Instituto Summa. Y estoy un poco… nerviosa. ¿Podría decirme lo que puedo esperar? —Pippa se volvió poco a poco, con el trapo en alto, y me miró fijamente. Al parecer, aquello no era lo que ella entendía por un enfoque sutil. Cerré los ojos con fuerza.

En una calle de California, Zelda soltó una risa dura.

—La anestesia me hizo vomitar, pero el dinero… Vaya, el dinero merece la pena.

Abrí los ojos como platos. Pippa se sentó y me observó, con el frasco de limpiador y el trapo aún en la mano. Pulsó el botón del altavoz.

—¿Y qué…? —pregunté con voz demasiado aguda, y luego me aclaré la garganta—. ¿Qué más?

—Bueno, se está usted dando las inyecciones, ¿verdad? —preguntó.

Respiré hondo por la nariz.

—Claro.

—¿Y le hacen sentir náuseas? ¿Sentirse hinchada?

—Mucho —respondí, tan aliviada de repente que estuve a punto de echarme a reír. Antes de que Lucy hubiera recurrido al ADN prestado, había probado todos los métodos existentes para quedarse embarazada, incluida la extracción de sus propios y cabezotas óvulos.

Dinero + inyecciones + náuseas + hinchada = Alan y Amanda.

—Bueno, en ese caso ha sobrevivido a lo peor. Te duermen para la extracción, así que esa parte no duele —me aseguró Zelda.

Pippa se inclinó hacia adelante y estuvo a punto de tirar su taza de café con la inscripción «No pierdas de vista tu Lucite».

—Sólo unos pocos vómitos al despertar —confirmé con voz tranquila.

—No sólo unos pocos. Pero como ya he dicho, el dinero…

—¿Se lo ha dicho a sus padres?

—Dios, no.

Pippa me miró con evidente admiración y de repente me sentí cómoda con mi camisa abotonada y mis pantalones de lino negro. Me imaginé detrás de su mesa un día, quitando importancia a los hitos de mi carrera mientras acogía bajo el ala a otra joven novata, sentada donde yo lo estaba ahora. No habría ninguna extraña colección de accesorios femeninos en la estantería, detrás de mí. ¿Qué iba a poner en su lugar? ¿Qué objetos físicos me definían? Puede que por eso la gente hiciese y luego mostrase sus colecciones, como un atajo para hacerse entender mejor. ¿Qué significaba que no se me ocurriera nada que mostrar en las estanterías de mi imaginación?

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