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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (45 page)

—Gracias, señor —dijo Guillam. A Martello le gustaba un «señor» de vez en cuando.

—De nada —dijo Martello.

—¿A quién más se lo han dicho vuestros jefes? —dijo Smiley, a las estrellas—. ¿A la inspección de Hacienda? ¿Al servicio de aduanas? ¿Al alcalde de Chicago? ¿A sus doce mejores amigos? ¿Os dais cuenta de que ni siquiera mis jefes saben que estamos colaborando con vosotros? ¡Dios santo!

—Vamos, George, hombre. Nosotros tenemos política, lo mismo que vosotros. Tenemos que cumplir promesas. Que comprar bocas. Los del Ejecutivo andan a por nosotros. Ese asunto de la droga armó mucho revuelo en el Congreso. Senadores, subcomités, toda esa basura. El chico vuelve a casa de la guerra yonqui perdido y lo primero que hace el padre es escribir a su representante en el Congreso. A la Compañía no le entusiasman todos esos rumores. Le gusta tener a sus amigos de su parte. Hay que cuidar la imagen, George.

—¿Podrías decirme, por favor, cuál es el trato? —preguntó Smiley—. ¿Podrías explicármelo con palabras claras, de una vez?

—Oh, vamos, George, no hay ningún
trato.
Langley no puede disponer de lo que no le pertenece, y este caso es
vuestro.
Es propiedad vuestra… Iremos por él… lo haréis vosotros, puede que con algo de ayuda nuestra… haremos todo lo posible, pero en fin, bueno, si no obtenemos resultados, pues entonces intervendrán los del Ejecutivo y, de un modo muy fraternal y muy controlable, van a ver qué pueden hacer.

—¿Cuándo debo abrir mi coto? —dijo Smiley—. Qué modo de llevar un caso, Dios mío.

A la hora de la pacificación, Martello era realmente un zorro viejo.

—George.
George.
Supongamos que ellos enganchan a Ko. ¿Y qué? A lo mejor se le echan encima la próxima vez que salga de la Colonia. Si Ko va a tener que morirse de asco en Sing—Sing con una condena de diez a treinta, por ejemplo, ¿qué importa que le cojamos ahora o más tarde? ¿Por qué es eso tan terrible de pronto? Sí que lo es, y mucho, pensó Guillam. Hasta que cayó en la cuenta, con un gozo de lo más maligno, de que ni siquiera Martello estaba enterado del asunto del hermano Nelson, y que George se había guardado en la manga la carta mejor.

Smiley se había incorporado en su asiento. El hielo de su whisky había puesto una escarcha húmeda por el borde exterior del vaso y se quedó un rato mirando cómo se deslizaban las gotas hasta la mesa de palo de rosa.

—¿Cuánto tiempo nos queda, pues, a nosotros solos? —preguntó Smiley—. ¿Cuánto falta para que los de narcóticos se nos echen encima?

—No es una cosa rígida, George. ¡No es eso! Son parámetros, como dijo Cy.

—¿Tres meses?

—Eso es generoso, demasiado.

—¿Menos de tres meses?

—Tres meses, más o menos, diez o doce semanas… una cosa así, George. Pero se trata de algo fluido. Entre amigos. Tres meses máximo, diría yo.

Smiley exhaló un suspiro largo y lento.

—Ayer teníamos todo el tiempo del mundo.

Martello dejó caer el velo un centímetro o dos:

—Sol no sabe tanto, George —dijo—. Sol, bueno, tiene zonas en blanco —añadió, en parte como una concesión—. No les echamos toda la osamenta, ¿entiendes?

Luego hizo una pausa y continuó:

—Sol llega hasta el primer escalón. No más. Créeme.

—¿Y qué significa eso del primer escalón?

—Sabe que Ko recibe fondos de Moscú, sabe que trafica con opio. Nada más.

—¿Sabe de la chica?

—Mira, ésa es una cuestión interesante, George, esa chica. La chica fue con él en el viaje a Bangkok. ¿Recuerdas que Murphy habló del viaje a Bangkok? Y se quedó con él en la habitación del hotel. Fue con él a Manila. Ya me di cuenta de que me entendías. Capté tu mirada. Pero le hicimos eliminar a Murphy esa parte del informe. Para que Sol no lo supiera.

Smiley pareció revivir, aunque muy poco.

—El trato sigue en pie, George —aseguró generosamente Martello—. No se añade ni se quita nada. Tú enganchas el pez, nosotros te ayudaremos a comerlo. Y te ayudaremos también en lo que haga falta, no tienes más que coger ese teléfono verde y dar una voz.

Llegó hasta el punto de posar una mano consoladora en el hombro de Smiley, pero al percibir que a éste no le gustaba el gesto la retiró con cierta precipitación.

—Sin embargo, si en algún momento quieres pasarnos los remos, bueno, no tendríamos más que invertir el acuerdo y…

—Si nos estropeáis la operación seréis expulsados de la Colonia de inmediato —dijo Smiley, terminando la frase por él—. Quiero dejar clara otra cosa: lo quiero por escrito. Quiero que sea el tema de un intercambio de cartas entre nosotros.

—La partida es tuya, tú eliges —dijo cordialmente Martello.

—Mi servicio pescará el pez —insistió Smiley, en el mismo tono directo—. Lo sacaremos a tierra también, si es así como dicen los pescadores. No soy un deportista, la verdad.

—A tierra, a playa, a cubierta, claro que sí.

La buena voluntad de Martello, desde la recelosa perspectiva de Guillam, iba gastándose un poco por los bordes.

—Insisto en que sea una operación
nuestra.
Nuestro hombre. Insisto en nuestros derechos prioritarios. Tenerle y retenerle, hasta que consideremos oportuno pasarle.

—No hay problema, no hay ningún problema. Tú lo subes a bordo, es tuyo. En cuanto quieras compartirlo, llamas. Así de simple.

—Ya mandaré una confirmación escrita por la mañana.

—No te molestes en hacerlo, George, hombre. Nosotros tenemos gente. Ya mandaremos a recogerla.

—Os la haré llegar yo —dijo Smiley.

Martello se levantó.

—George, has conseguido un buen trato.

—Ya tenía un trato —dijo Smiley—. Langley no lo ha cumplido.

Se dieron la mano.

El historial del caso no tuvo otro momento como éste. En el ambiente se describe con varias frases elegantes. «El día que George invirtió los controles» es una… aunque le llevó una buena semana, aproximando mucho más el plazo indicado por Martello. Pero para Guillam, hubo en aquel proceso algo mucho más majestuoso, mucho más hermoso que una mera reorganización técnica. A medida que fue entendiendo mejor, poco a poco, la intención de Smiley, a medida que contemplaba fascinado cómo Smiley trazaba meticulosamente cada línea, convocaba a uno u otro colaborador, tiraba de un gancho aquí, metía una cuña allá, Guillam tenía la sensación de contemplar el girar y el maniobrar de un gran trasatlántico cuando se le induce, encamina y persuade a volver a enfilar su propio curso.

Lo que entrañaba, sí, poner patas arriba todo el caso, o invertir los controles.

Regresaron al Circus sin haber cruzado una palabra. Smiley subió el último tramo de escaleras lo bastante despacio para reavivar los temores de Guillam por su salud, de modo que en cuanto pudo, telefoneó al médico del Circus y le hizo una relación completa de los síntomas, tal como él los veía, con el único resultado de que le dijese el médico que Smiley había estado a verle un par de días antes por un asunto sin relación con aquello y que mostraba todos los indicios de ser indestructible. La puerta de la sala del trono se cerró y Fawn, la niñera, tuvo una vez más para él solo a su amado jefe. Las necesidades de Smiley, cuando trascendían, tenían un cierto deje de alquimia. Aviones Beechcraft: Smiley quería planos y catálogos, y también (siempre que pudiesen obtenerse de modo anónimo) cualquier dato sobre propietarios, ventas y compras en la zona del Sudeste asiático. Toby Esterhase se adentró diligente por las sombrías espesuras de la industria de ventas aeronáuticas y poco después Fawn le entregó a Molly Meakin un montón impresionante de números atrasados de un periódico llamado
Transport World,
con instrucciones manuscritas de Smiley, en la tinta verde tradicional que se utilizaba en su oficina, de marcar cualquier anuncio de aviones Beechcraft que pudiese haber atraído la atención de un posible comprador en el período de seis meses que precedió a la fallida expedición del piloto Ricardo con el opio a la China roja.

También por órdenes escritas de Smiley, Guillam visitó discretamente a varios de los excavadores de di Salis y, sin que tuviese de ello conocimiento su temperamental superior, llegó a la conclusión de que aún estaban lejos de poner el dedo sobre Nelson Ko. Un veterano llegó al punto de sugerir que Drake Ko no había dicho más que la verdad en su última entrevista con el viejo Hibbert, y que el hermano Nelson estaba muerto realmente. Pero cuando Guillam llevó la noticia a Smiley, éste movió impaciente la cabeza y le entregó un mensaje para Craw, en que le decía que obtuviese de su fuente policial local, con cualquier pretexto, cuantos datos hubiese en archivo sobre los movimientos viajeros del administrador de Ko, de Tiu, de sus entradas y salidas de la China continental.

La larga respuesta de Craw llegó a la mesa de Smiley cuarenta y ocho horas después, y pareció proporcionarle un raro instante de placer. Mandó avisar al chófer de servicio e hizo que le llevara a Hampstead, donde paseó solo por el Heath una hora, entre la escarcha iluminada por el sol, y, según Fawn, se pasó el rato mirando boquiabierto las rojizas ardillas y luego regresó a la sala del trono.

—¿Pero no te das cuenta? —le dijo a Guillam, en un arrebato de excitación igualmente raro, aquella tarde—. ¿No
comprendes,
Peter?

Y le enseñó los datos de Craw, le puso delante de las narices el papel, señalando concretamente un apartado.

—Tiu fue a Shanghai seis semanas antes de la misión de Ricardo. ¿Qué tiempo estuvo allí? Cuarenta y ocho horas. ¡Eres un animal!

—Nada de eso —replicó Guillam—. Lo que pasa es que no tengo una línea directa de comunicación con Dios.

Smiley, se encerró en los sótanos con Millie McCraig, el escucha jefe, y volvió a oír los monólogos del viejo Hibbert, frunciendo el ceño de vez en cuando (según Millie) por la torpe avidez de di Salís. Por lo demás, leyó y vagó y tuvo con Sam Collins algunas charlas breves y apasionadas. Estos encuentros, advirtió Guillam, le costaban a Smiley muchas energías, y sus explosiones de mal humor (bien sabe Dios que no eran muchas para un hombre que soportaba tantas cargas) ocurrían siempre después de irse Sam. E incluso después de desahogar, Smiley parecía más tenso y solitario que nunca, hasta que daba uno de sus largos paseos nocturnos.

Luego, hacia el cuarto día, que en la vida de Guillam fue un día de crisis, Dios sabe por qué (probablemente la discusión con los de Hacienda, que no querían pagarle un extra a Craw), Toby Esterhase consiguió colarse por la red de Fawn y de Guillam y llegar sin ser visto a la sala del trono, donde ofrendó a Smiley un montón de fotocopias de contratos de venta de un Beechcraft de cuatro asientos, de una nueva marca, a la empresa Aerosuis and Co, de Bangkok, inscrita en Zurich, detalles pendientes. Smiley se alegró sobre todo por el hecho de que el aparato tuviera cuatro asientos. Los dos de atrás eran plegables, pero los del piloto y el copiloto eran fijos. En cuanto a la venta concreta del avión, se había cumplimentado el veinte de julio; un mes escaso antes, por tanto, del loco despegue de Ricardo para violar el espacio aéreo de la China roja, y luego cambiar de propósito.

—Hasta Peter puede establecer
esa
conexión —proclamó Smiley, con una frivolidad notoria—. ¡Explícalo, Peter, hombre!

—El avión se vendió dos semanas después de que Tiu volviese de Shanghai —contestó Guillam a regañadientes.

—¿Y qué? —insistió Smiley—. ¿Y qué? ¿Después qué?

—Nos preguntamos quién es el propietario de la empresa Aerosuis —replicó Guillam, bastante irritado.

—Exactamente. Muchas gracias —dijo Smiley, con burlón alivio—. Restauras mi fe en ti, Peter. Veamos. ¿A quién encontramos al timón de Aerosuis? ¿A quién crees tú? Al representante de Bangkok, ni más ni menos.

Guillam echó una ojeada a las notas que había en la mesa de Smiley, pero Smiley fue demasiado rápido y las tapó con las manos.

—Tiu —dijo Guillam, ruborizándose de veras.

—Hurra. Sí. Tiu. Muy bien.

Pero cuando Smiley mandó avisar otra vez a Sam Collins aquella tarde, las sombras habían vuelto a su rostro oscilante.

Aún estaba el sedal en el agua. Toby Esterhase, después de su éxito en la industria aeronáutica, fue traspasado al gremio del licor y voló hasta las islas Western de Escocia, con la cobertura de inspector de tasas de valor añadido, y allí pasó tres días haciendo una comprobación in situ de los libros de una casa de destilerías de whisky especializada en la venta para entrega futura de barrilitos sin curar. Volvió (según Connie) riendo entre dientes cual bígamo triunfante.

El múltiple apogeo de toda esta actividad fue un mensaje sumamente extenso a Craw, redactado después de una solemne reunión del directorio operativo, los dorados vejestorios, de nuevo según Connie, con el añadido de Sam Collins. A la reunión siguió una sesión ampliada sobre vías y medios con los primos, en la que Smiley se abstuvo de mencionar al escurridizo Nelson Ko, pero solicitó ciertos servicios complementarios de vigilancia y comunicación sobre el terreno. A sus colaboradores, Smiley les explicó sus planes del siguiente modo.

La operación se había limitado hasta entonces, a la obtención de información secreta sobre Ko y las ramificaciones de la veta de oro soviética. Se habían tomado todas las precauciones para que Ko no se diera cuenta de que el Circus andaba tras él.

Smiley resumió luego la información recogida hasta entonces: Nelson, Ricardo, Tiu, el Beechcraft, los datos, las deducciones, la empresa aeronáutica legalizada en Suiza… que no tenía, al parecer, ni más locales ni más aviones. Smiley dijo que habría preferido esperar a una identificación segura de Nelson, pero toda la operación estaba comprometida y el tiempo, gracias a los primos en parte, se estaba agotando.

No hizo la menor mención de la chica, y no miró ni una sola vez a Sam Collins mientras leía su informe.

Luego, llegó a lo que modestamente denominó la
próxima fase.

—Nuestro problema es romper la situación de tablas. Hay operaciones que van mejor si no se aclaran. Hay otras que no valen nada hasta que se aclaran, y el caso Dolphin es una de éstas.

Y, tras decir esto, frunció el ceño solícito y pestañeó y se quitó las gafas luego y, con secreto gozo de todos, confirmó inconsciente su propia leyenda limpiándolas con la punta más ancha de la corbata.

—Me propongo conseguir esto invirtiendo nuestra táctica. En otras palabras, demostrándole a Ko que estamos interesados en sus asuntos.

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