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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

El hombre de la máscara de hierro (24 page)

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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—Todo lo sabéis, Sire —repuso la reina madre, más inquieta que irritada.

—Ya veis, pues, señora —continuó Felipe—, que tengo derecho de mirar con malos ojos a esa harpía que viene a tramar en mi corte la deshonra de unos y la ruina de otros. Si Dios ha permitido que se cometieran ciertos crímenes, y los ha ocultado bajo el manto de su clemencia, yo no admito que la señora de Chevreuse tenga el poder de contrarrestar los designios de Dios.

Tanto esta última parte del discurso de Felipe turbó a la reina madre, que se compadeció de ella, y, tomándole la mano, se la besó con ternura; pero Ana de Austria no advirtió que en aquel beso dado a pesar de las resistencias y los rencores del corazón, iba envuelto el perdón de ocho años de horribles padecimientos.

Felipe dejó que aquellas emociones se suavizaran, y tras un instante de silencio, dijo con cierta alegría:

—Todavía no partimos hoy; tengo un plan.

Felipe miró hacia la puerta por si veía a Herblay, cuya ausencia empezaba a inquietarlo. Y al ver que su madre se disponía a marcharse, repuso:

—Quedaos, madre; quiero que hagáis las paces con el señor Fouquet.

—Pero si no lo quiero mal; lo único que temo son sus prodigalidades.

—Pondremos coto a ellas, y no tomaremos del superintendente más que las buenas cualidades.

—¿Qué busca Vuestra Majestad? —preguntó Enriqueta al ver que el rey miraba hacia la puerta, y deseosa de dispararle una saeta al corazón, pues creyó que aquél esperaba a La Valiére o carta de ésta.

—Hermana mía —respondió Felipe, adivinando el pensamiento de la princesa, gracias a la maravillosa perspicacia que la fortuna iba a permitirle desplegar en lo sucesivo—; hermana mía, espero a un hombre notabilísimo, a un consejero hábil si los hay, y al cual quiero presentaros a todos, recomendándolo a vuestra indulgencia. ¡Ah! ¿sois vos, D'Artagnan? Entrad.

—¿Qué desea Vuestra Majestad? —preguntó el gascón adelantándose.

—¿Sabéis dónde está vuestro amigo el señor obispo de Vannes?

—Pero si…

—Lo estoy aguardando y no aparece. Que vayan por él.

D'Artagnan se quedó como quien ve visiones; pero reflexionando que Aramis había salido de Vaux ocultamente con una comisión del rey, dedujo que éste tenía empeño en guardar secreto. Así pues, replicó:

—¿Vuestra Majestad desea absolutamente que vayan por el señor de Herblay?

—Tanto como eso no —respondió Felipe—; no tengo tal necesidad de él, pero si lo encuentran…

—He dado en el blanco —dijo entre sí D'Artagnan.

—¿Ese señor de Herblay es el obispo de Vannes? —preguntó Ana de Austria.

—¿Y es el amigo del señor Fouquet?

—Sí, señora; en sus modales fue mosquetero.

Ana de Austria se ruborizó.

—Uno de aquellos cuatro valientes que hicieron tantas proezas —añadió Felipe.

La reina madre se arrepintió de haber querido morder.

—Sea cual fuese vuestra elección —dijo Ana de Austria—, desde luego la tengo por excelente.

—En él —continuó Felipe— veréis la profundidad de Richelieu, descartada la avaricia de Mazarino.

—¿Un primer ministro, Sire? —preguntó el duque de Orleans no teniéndolas todas consigo.

—Ya os lo contaré, hermano mío… Pero es singular que no esté aquí el señor de Herblay. —Y levantando la voz, añadió—: Avisen al señor Fouquet que tengo que hablar con él… ¡Ah! ante vosotros, ante vosotros; no os retiréis.

Saint-Aignán volvió trayendo nuevas satisfactorias de la reina María Teresa, que guardaba cama sólo por precaución y para recobrar la fuerza para cumplir la voluntad del rey.

Mientras andaban buscando por todas partes a Fouquet y a Herblay, el nuevo rey continuaba apaciblemente sus pruebas, y todo el mundo, familia, servidumbre y criados, le tenían por el rey, en su gesto, en su voz y en sus hábitos.

Felipe, aplicando a todas las fisonomías la nota y el dibujo fieles que le proporcionó su cómplice Herblay, se portaba de modo que no podía despertar la más leve sospecha en el ánimo de los que le rodeaban.

Nada podía en lo porvenir inquietar al usurpador. Y aquí es de admirar la portentosa facilidad con que la Providencia acababa de derrumbar el mayor poder del mundo para sustituirlo con el más humilde.

Felipe admiraba la bondad de Dios para con él, pero a las veces le parecía que se interpusiera una nube entre él y los rayos de su nueva gloria. Aquella nube era la ausencia de Aramis.

Decayó la conversación. Felipe no pensaba en despedir a su hermano ni a Enriqueta, que no acertaban a explicarse aquel descuido del rey, y empezaban a impacientarse. Entonces, Ana de Austria se inclinó hasta su hijo y le dirigió algunas palabras en castellano. Felipe, que ignoraba el idioma, palideció ante el inesperado obstáculo; pero como si el imperturbable espíritu de Herblay lo hubiese cubierto con su infalibilidad, en vez de desconcertarse se levantó.

—¡Qué! ¿no me respondéis? —repuso Ana de Austria.

—¿Qué ruido es ese? —preguntó Felipe volviéndose hacia la puerta de la escalera secreta.

—¡Por aquí! ¡por aquí! ¡Faltan pocos escalones para llegar, Sire! —gritó una voz.

—La voz del señor Fouquet —dijo D'Artagnan, que estaba en pie junto a la reina madre.

—No andará lejos el señor de Herblay —añadió Felipe, el cual vio lo que nunca pudo esperar que vería tan cerca de sí.

Todos miraron hacia la puerta por la cual presumían iba a entrar Fouquet; pero no fue éste quien entró, sino otro personaje que arrancó una exclamación terrible, de dolor, al rey y a todos los circunstantes\1.

Ni aun los hombres cuyo sino encierra más elementos extraños y accidentes maravillosos, les es dado contemplar un espectáculo semejante al que ofrecía aquel momento el dormitorio real.

Al través de los medio cerrados postigos entraba una vaga claridad, velada por grandes colgaduras de terciopelo forradas de tupida seda.

En medio de aquella suave penumbra se habían dilatado poco a poco las pupilas, y cada cual veía a los demás antes con la confianza que no con los ojos. Con todo, en tales circunstancias llega uno a distinguir todo cuanto lo rodea, y si se presenta un nuevo objeto, éste aparece luminoso como bañado por los rayos del sol.

Esto fue lo que sucedió respecto de Luis XIV cuando apareció, pálido y con el ceño fruncido, baja el cortinón de la escalera secreta seguido de Fouquet, en cuyo rostro se veían impresas la severidad y la tristeza.

La reina madre, que tenía asida una de las manos de Felipe, al ver a Luis XIV, lanzó un grito, como lo habría hecho al ver un fantasma, el duque de Orleans quedó momentáneamente deslumbrado, y dejó de mirar al rey que tenía enfrente para posar los ojos en el que estaba a su lado, y la princesa, juguete de una ilusión qua nada tenía de inverosímil, se adelantó un paso, creyendo que veía reflejada en un espejo la imagen de u cuñado. Los dós príncipes, desconcertados a cual más, pues renunciamos a pintar el espantoso sobrecogimiento de Felipe, temblorosos los dos, y los dos con las manos crispadas, se medían mutuamente con los ojos y hundían uno en el alma del otro miradas más agudas que un puñal. Mudos, jadeantes, encorvados, no parecía sino que iban a arremeterse cual encarnizados enemigos. Aquella inaudita semejanza de rostro, ademanes y estatura, la casual semejanza de trajes —pues Luis, al pasar por el Louvre, se había puesto uno de terciopelo morado— aquella acabada analogía de ambos príncipes acabó de trastornar el corazón de Ana de Austria, sin embargo que todavía no adivinaba la verdad. Que hay desventuras que el ser humano no se aviene a aceptar en la vida, y prefiere achacarlas a lo sobrenatural, a lo imposible. Luis no contó con aquellos obstáculos; Luis creyó que le bastaría presentarse para que todos lo conocieran. Sol viviente, no admitía que pudiesen compararle con hombre alguno ni que toda antorcha no se convirtiera en tinieblas tan pronto él hacía brillar su rayo vencedor. Así es que al ver a Felipe, quizás fue él quien quedó más petrificado que todos los demás, y su silencio, su inmovilidad, fueron el tiempo de recogimiento y de calma precursores de las explosiones violentas de la cólera.

Mas ¿quién sería capaz de pintar el sabrecogimiento y el estupor de Fouquet en presencia de aquel retrato viviente de su soberano? Fouquet se dijo mentalmente que Aramis tenía razón, que el intruso era un rey tan puro en su estirpe como el otro, y que para haber repudiado toda participación en aquel golpe de Estado tan hábilmente llevado a término por el general de los jesuitas, era preciso ser un loco entusiasta, para siempre indigno de poner las manos en una obra política. Además, Fouquet sacrificaba la sangre de Luis XIII a la sangre del mismo rey, una ambición noble a una ambición egoísta, el derecho de adquirir al derecho de conservar. Bastóle ver al pretendiente para comprender todo el alcance de su desacierto.

Para todos quedó envuelto en el misterio lo que pasó en el ánimo de Fouquet, el cual tuvo cinco minutos para concentrar sus meditaciones respecto de aquel punto del caso de conciencia; cinco minutos, es decir, cinco siglos durante los cuales los dos reyes y su familia apenas tuvieron tiempo de rehacerse de tan terrible conmoción.

D'Artagnan, arrimado a la pared, al lado del superintendente, con la mano en la cabeza y la mirada fija, no acertaba a explicarse aquel prodigio. De pronto no pudiera haber dicho por qué dudaba; pero es seguro que sabía que había tenido razón al dudar, y que en aquel encuentro de los dos Luises, estaba todo el misterio que, durante aquellos últimos días, hizo tan sospechosa al mosquetero la conducta de Aramis.

Sin embargo, D'Artagnan, como los actores todos de aquella escena, no veía claro; parecía nadar en las nieblas de un pesado sueño.

De pronto, Luis XIII, más impaciente y más acostumbrado a mandar, se abalanzó a los postigos y los abrió de par en par rasgando las colgaduras, dando con ello paso a una oleada de luz que inundó de claridad el dormitorio e hizo retroceder a Felipe hasta la alcoba.

—Madre —exclamó Luis aprovechando con ardor el movimiento de Felipe y dirigiéndose a Ana de Austria—; madre, ya que aquí han desconocido todos a su rey, ¿no conocéis vos a vuestro hijo?

Ana de Austria se estremeció y levantó las manos hacia el cielo sin poder articular palabra.

—Madre —dijo Felipe con voz tranquila—, ¿no conocéis a vuestro hijo?

Luis retrocedió a su vez.

Ana de Austria, herida en su razón y en su alma por el remordimiento, perdió el equilibrio, y como nadie la socorrió por estar todos petrificados, cayó en su sillón exhalando un débil suspiro.

Luis XIV, no pudiendo soportar aquel espectáculo y aquella afrenta, se abalanzó a D'Artagnan, de quien empezaba a apoderarse el vértigo, y que se tambaleaba rozando la puerta que le servía de apoyo, y exclamó:

—¡A mí, mosqueteros! Miradnos a los dos cara a cara y ved cuál de las dos está más pálida.

Aquella voz despertó a D'Artagnan y removió en su corazón la fibra de la obediencia. Así pues, el mosquetero irguió la frente, y, sin vacilar más, se acercó a Felipe, le sentó la mano en el hombro y le dijo:

—Daos preso, caballero.

Felipe no levantó los ojos hacia el cielo, ni se movió del sitio en que se encontraba como si hubiese echado raíces en él; lo único que hizo fue clavar una intensa mirada en su hermano, reprochándole con sublime silencio todas las amarguras y todos sus martirios venideros. Ante aquel lenguaje de alma, Luis, sin fuerzas, bajó los ojos, y llevándose precipitadamente consigo a su hermano y a su cuñada, abandonó a su madre tendida y sin movimiento a tres pasos del hijo a quien por segunda vez dejaba condenar a muerte.

Felipe se acercó a Ana de Austria, y con voz dulcísima y noblemente conmovida, dijo:

—Madre, madre mía, si yo no fuese vuestro hijo os maldeciría por haberme hecho tan desgraciado.

D'Artagnan sintió hielo en la médula de sus huesos, y saludando respetuosamente al joven príncipe, le dijo medio encorvado:

—Monseñor, perdonadme, no soy más que un soldado, y mis juramentos me ligan al que acaba de salir de este aposento.

—Gracias, señor de D'Artagnan. Pero ¿qué ha sido del señor de Herblay?

—El señor de Herblay está a salvo, monseñor —dijo una voz tras ellos—, y mientras yo aliente o esté libre, nadie le tocará un cabello.

—¡Ah! ¿sois vos, señor Fouquet? —repuso Felipe sonriéndose con tristeza.

—Perdonadme, monseñor —replicó el superintendente—; pero el que acaba de salir de aquí era mi huésped.

—A eso le llamo yo ser buenos y dignos amigos —murmuró Felipe exhalando un suspiro—. Ellos me hacen desear el mundo. Señor de D'Artagnan, os sigo.

En el instante en que el capitán de mosqueteros iba a salir, apareció Colbert, entregó a aquél una orden del rey y se retiró.

D'Artagnan estrujó con rabia el papel.

—¿Qué es ello? —preguntó el príncipe.

—Leed, monseñor —contestó el mosquetero.

Felipe leyó las siguientes palabras, trazadas apresuradamente por la mano de Luis XIV:

El señor D'Artagnan va a conducir al preso a las islas de Santa Margarita, y le cubrirá el rostro con una visera de hierro, que aquél no podrá levantar bajo pena de muerte.

—Está bien —dijo con resignación el desventurado príncipe—. Estoy pronto.

—Aramis tenía razón —repuso Fouquet al oído del mosquetero—; tan rey es éste como el otro.

—¡Más! —replicó D'Artagnan—. Sólo le faltamos vos y yo.

En el que Porthos cree que corre tras un ducado

Aramis y Porthos aprovecharon el tiempo que les concedió Fouquet.

Porthos no comprendía para qué género de comisión le obligaban a desplegar tal velocidad; pero al ver que Aramis arreaba a su cabalgadura, él no le iba a la zaga. Así pronto se encontraron a doce leguas de Vaux, luego hubo necesidad de cambiar de caballos y organizar un servicio de postas.

Allí fue donde Porthos se aventuró a interrogar discretamente a Aramis.

—¡Chitón! —replicó Herblay—; contentaos con saber que nuestra fortuna depende de nuestra rapidez.

Como si Porthos hubiera sido todavía el mosquetero sin blanca de 1626, siguió adelante, movido por la mágica palabra “fortuna”.

—Van a hacerme duque —dijo en alta voz y hablando consigo mismo.

—Puede que sí —replicó Aramis sonriéndose a su modo.

Aramis tenía la cabeza hecha un volcán, la actividad de su cuerpo no había conseguido sobreponerse a la de su espíritu en el camino real, y libre de entregarse a lo menos a las impresiones del momento, Herblay vomitaba una blasfemia a cada tropiezo de su cabalgadura y a cada desigualdad del terreno. Pálido y cubierto de hirviente sudor, clavaba despiadadamente las espuelas en los ijares de su montura.

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