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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (2 page)

Hizo un alto Salcedo pensando que el capitán no se conformaría con su vaga respuesta y, en vista de su silencio, añadió:

—La que murió fue la madre del Doctor. La enterramos en el Convento de San Benito con cierta pompa, guardando debidamente las formas. Así y todo hubo murmullos y protestas en el funeral.

—¿Doña Leonor de Vivero? —inquirió el capitán.

—Doña Leonor de Vivero, exactamente. En cierto modo ella fue en tiempos el alma del negocio en Valladolid.

El capitán Berger denegó con la cabeza, sonriendo. Tendría doce o quince años más que su interlocutor, una roja perilla y un pelo muy rubio, casi albino, más propio de un escandinavo que de un alemán. Seguía observando las pequeñas manos de Salcedo con viva curiosidad, los ojos entrecerrados, y, paulatinamente, elevó la mirada hasta su rostro, reducido también, como reducidas y correctas eran sus facciones, dominadas por unos ojos sombríos y profundos. Para escapar de la sugestión del personaje, bebió medio vaso de vino de Burdeos, de una jarra colocada en el centro de la mesa, levantó los ojos y precisó:

—Creo que el alma del negocio en Valladolid fue siempre el
Doktor
. La madre fue uno de sus apoyos. Tal vez la que acogió la doctrina de la justificación con mayor entusiasmo. Al
Doktor
le conocí en Alemania, en Erfurt, cuando aún era un exasperado erasmista. Luego, al regresar a Valladolid, llevaba ya
la lepra
 consigo.

Salcedo se revolvió inquieto. Le ocurría siempre que creía haber dicho algo improcedente, tal vez otra reminiscencia de su temor filial:

—En realidad, lo que quería decir —aclaró— es que doña Leonor era la mujer fuerte, la que sostenía al Doctor en sus horas bajas y daba vida y sentido a los conventículos.

El capitán Berger prosiguió como si no le hubiera oído:

—No le devolví la visita al
Doktor
hasta ocho años más tarde. Fue aquél un viaje inolvidable a Valladolid. Tuve el honor de asistir a un conventículo presidido por el
Doktor
junto a su madre, doña Leonor de Vivero. Sin duda, esta mujer tenía una visión clara de las cosas, una idea inequívoca de lo esencial, aunque en sus modales mostrase un cierto autoritarismo.

La línea azul del mar subía y bajaba en la portilla, acorde con el leve balanceo del navío. También acompañaba a los comensales un reiterado crujido del mamparo de madera que separaba el pequeño refectorio de la camareta del capitán. Dijo Cipriano Salcedo asintiendo:

—Todos sus hijos la veneraban. Les confortaba su fe. Uno de ellos, Pedro, párroco de Pedrosa, compartía con ella la afición de Lutero por la música porque entendía que la verdad y la cultura, para ser tales, deben marchar unidas.

El joven marmitón les servía ahora un plato de carne y, al concluir, colocó sobre la mesa otra jarra de tinto de Burdeos antes de ausentarse. El capitán vertió vino en el vaso de Salcedo. Tellería aún no lo había probado y seguía observando a Berger con una curiosidad de entomólogo, mientras cargaba de tabaco la cazoleta de su pipa, una pipa india, de barro, que los matuteros de los galeones introducían en Sevilla, junto con el tabaco, cuyo consumo empezaba a difundirse entre el pueblo pese a la enemiga de la Inquisición. El capitán aguardó a que el pinche cerrara la puerta corredera para decir:

—Al referirnos a Valladolid no debemos olvidar a un hombre clave, don Carlos de Seso, encarnación perfecta del macho veronés: apuesto, fuerte, inteligente y presumido. A mi entender, don Carlos de Seso es una figura imprescindible en el despertar del luteranismo castellano.

Cipriano Salcedo acariciaba a contrapelo su corta barba. Asentía de una manera mecánica, un poco forzada:

—Don Carlos de Seso es un hombre interesante, muy leído, pero hay algo oscuro en torno a su persona: ¿por qué marchó de Verona? ¿Por qué recaló en España? ¿Huía tal vez de algo o por simple espíritu de misión?

El capitán Berger no ocultaba ningún detalle que pudiera interpretarse como desconocimiento de la realidad luterana:

—Los papistas, en principio, aceptan a Seso, cuentan con él. Incluso lo enviaron a Trento, al Concilio, acompañando al obispo de Calahorra. Algún malintencionado llegó a decir que iba de intérprete simplemente, pero esto no es cierto. El propio obispo le dijo a Carranza, cuando preparaba el viaje de regreso a España, que con don Carlos de Seso iba en buena compañía, que era un caballero afable e ilustrado y que se hablaba de él con satisfacción y sin ningún escándalo en todos los círculos intelectuales. Por medio estuvo su famosa entrevista con el gran teólogo Carranza en Valladolid, pero nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que ocurrió allí.

La galeaza empezó a cabecear ligeramente y Tellería, que acababa de dar una profunda fumada a su pipa, miró hacia el ojo de buey sorprendido, como si estuviera jugando a las cartas y hubiera advertido de pronto que le estaban haciendo trampas. Por su parte, Cipriano observaba con una viva desconfianza al sevillano, aquel hombre hierático y enlutado que fumaba su pipa sin inmiscuirse en la conversación. Pero la abierta actitud del capitán Berger hacia él, el irónico desdén con que le miraba, disipaba de antemano todo recelo. Sus ojos grises, tan conscientes y responsables, parecían decirle: Hable sin temor, amigo Salcedo. Nuestro invitado, don Isidoro Tellería, tiene más motivos que nosotros para callar. No obstante, el capitán miró a Tellería antes de aclarar lacónicamente:

—Hemos entrado en el Canal.

Retiró la jarra vacía y la sustituyó por otra. Isidoro Tellería, que seguía sin probar el vino, observaba a sus contertulios con una mezcla de estupor y escepticismo. Por contra, el capitán Berger ganaba en locuacidad a cada vaso que bebía:

—Me interesa el viaje de vuesa merced —dijo a Salcedo—. Comprar libros, buscar apoyos, visitar a Melanchton, dice que eran sus objetivos. ¿Ha podido usted cumplirlos? ¿Cómo ha viajado por el país? ¿Qué ciudades ha visitado?

Salcedo asentía a las palabras de Berger:

—El 13 de abril salí de Valladolid —respondió—. Salvo la cada día más problemática conexión con Sevilla, llevábamos meses aislados. Después de largas charlas, el Doctor reconoció que necesitábamos información de primera mano. Le interesaba mucho el pensamiento de Melanchton una vez muerto Lutero. No sabía exactamente de qué pie cojeaba.

—Y ¿cómo se las arregló vuesa merced?

—Era delicado —admitió Salcedo, que aún consideraba a Tellería con suspicacia—. El Santo Oficio acababa de prohibir las salidas de España a clérigos e intelectuales. Viajé, pues, a caballo hasta Pamplona y un experto me ayudó a pasar el Pirineo. Después combiné todos los medios de transporte imaginables: calchona, barco, a pie, a caballo. Era aconsejable no seguir una línea recta y cambiar a menudo de alojamiento y medio de locomoción. Así recorrí el sur de Francia: Burdeos, Toulouse hasta Lausana. Francia tiene buenos caminos a pesar de la densidad de tráfico.

El capitán se mostraba impaciente:

—Y ¿en Alemania?

—Continué con mis precauciones. Decían que había espías por todas partes y me dejaba ver lo menos posible. Tomaba contactos en las ciudades importantes. Visité Hamburgo, Erfurt, Eisleben y Wittenberg, el meollo luterano, con escapadas frecuentes al entorno rural. Pero fue en Wittenberg donde compré los libros y pude, al fin, entrevistarme con Felipe Melanchton.

Los ojos amusgados del capitán Berger animaban a Salcedo en su relato, le estimulaban. Prosiguió:

—Wittenberg me sorprendió por su actividad editorial. Había imprentas y librerías por todas partes. Recorriendo la ciudad entendí aquello de que «Lutero era hijo de la imprenta», porque, bien mirado, su fuerza estaba en ella. Era el primer hereje que disponía de un medio de comunicación tan eficaz, tan poderoso, tan rápido. Por otra parte advertí que la mayoría de los tipógrafos eran secuaces suyos, y, como seguidores fieles, se mostraban diligentes en aquellos trabajos que interesaban al reformador y, por contra, se demoraban y llenaban de erratas aquellos otros que venían de sus adversarios. Fue allí, en Wittenberg, donde pude hojear
Pasional
, ese libelo antipapista, lleno de textos torpes e ilustraciones groseras en las que conciben la figura del Papa como un asno defecado por el diablo.

Isidoro Tellería terminaba de fumar su pipa y sacudía la cazoleta de barro en un plato, cuando el capitán Berger atajó a Salcedo:

—Esos papeluchos no son la Reforma. No debe juzgar la Reforma por ellos. En toda revolución hay excesos. Es inevitable. En la crítica revolucionaria nunca hay matices.

Se le había calentado la boca y Salcedo hablaba y hablaba sin la menor vacilación, desapasionadamente, como si juzgase algo ajeno a sus ideas, completamente obvio:

—No son la Reforma, capitán, pero operan contra ella. Ante estas cosas, el visitante extranjero en Alemania tiene la impresión de que Lutero fue demasiado lejos. Con razón consideraba la imprenta invento divino, pero sospecho que no hubiera aprobado el mal uso que una vez muerto se está haciendo de ella, siquiera sus primeros libros
Cautividad de Babilonia
y
El Papado fundado por el demonio
tampoco fueran cuentos de hadas.

—Pero piense en su
Biblia
, no olvide lo fundamental.

—Lo sé, capitán. La
Biblia
alemana, un monumento ¿no? Según algunos intelectuales españoles este libro justifica por sí solo la célebre frase de que «Dios ha hablado en alemán», tan bello es, tan eufónico. Lutero y su
Biblia
universalizan el idioma alemán sacralizado. Es evidente.

Se acentuaba el balanceo del
Hamburg
y don Isidoro Tellería se sujetaba la cabeza entre las manos como con temor de que se le despegara de los hombros en uno de aquellos vaivenes. El marmitón, que había retirado los platos, recogía ahora las migas de la mesa en una bandeja y, al concluir, sirvió unas copas de aguardiente. El capitán Berger contempló compasivamente a Isidoro Tellería y aguardó a que el pinche saliera y cerrara la puerta corredera para añadir:

—Es significativo que Lutero utilizara la música y la imprenta. Esto dice más a su favor que sus explosiones montaraces; al menos es más convincente. Y cuando dice: No quiero retractarme de nada porque no es honrado actuar contra la propia conciencia está hablando de sus tesis, no de sus escarnios y agravios.

La mirada fija, escrutadora, del capitán Berger desconcertaba a Salcedo. Le recordaba la mirada helada de su padre ante don Álvaro Cabeza de Vaca cuando éste le delataba: Está ausente; no logro concentrarlo, señor Salcedo.

—Pero —advirtió rascándose la barba— en l
a Cautividad de Babilonia
Lutero afirma que los sacramentos instituidos por Nuestro Señor son sólo dos: bautismo y comunión. Probablemente no es más que eso lo que se proponía decir pero aprovecha la ocasión para soltar la lengua, zaherir e insultar. Algo semejante sucede con
El Papado de Roma
.

El capitán alzó la mano derecha:

—Por favor, permítame una palabra. Las burlas de los papistas contra esos libros y contra el matrimonio de Lutero con una monja son aún más despiadadas que las de Lutero contra ellos.

Era un duelo verbal que Salcedo proseguía para sondear al capitán, para ver hasta dónde le dejaba llegar, para poner a prueba la ductilidad luterana. No le respondió porque notaba que algo le quedaba aún por desembuchar. Le miró fijamente a la punta de la nariz que era, según decía el padre Arnaldo en los Expósitos, lo que había que hacer con el desalmado para hacerle vomitar todo lo que ocultaba. El capitán Berger dijo:

—Insisto en que lo justo es poner en el otro platillo la sensibilidad del reformador, su amor a las bellas artes, el hecho de que utilizara la música en la liturgia. Concretamente el himno
Un castillo inexpugnable es nuestro Dios
tuvo más resonancia en Centroeuropa que el
Tedeum
.

La voz del capitán Berger cobraba trémolos emotivos como los de los nuevos predicadores. Se acaloraba. Deliberadamente Salcedo suavizó el tono:

—Lutero debe responder de todo, también de los luteranos, de sus ultrajes. Yo he aceptado la doctrina de la justificación por la fe, capitán, como todo el grupo de Valladolid, porque creo que la fe es lo esencial y que el sacrificio de Cristo tiene mayor valor para redimirme que mis buenas obras por desprendidas que sean.

Como un perro de caza siguiendo un rastro, Cipriano Salcedo no alzaba la nariz del suelo. Un rastro partía de otro y Salcedo hallaba un raro placer en levantar la pieza antes de tomar el nuevo. Todas sus denuncias respondían sin duda a un mismo origen pero él gozaba parcelándolas, atribuyéndolas motivaciones distintas, sacando al capitán del habitual proceso mental seguido en sus normales discusiones:

—Otra cosa, capitán; la furia de los campesinos de Turingia. Veinte años después de los profetas de Zwickau, todavía aletea allí la violencia. El cambio religioso no lo entienden sin un cambio social. El mal ejemplo vino de los príncipes al adueñarse de los bienes del clero. Para los campesinos un cambio religioso sin dinero carece de interés.

El capitán Berger dejó el vaso sobre la mesa:

—La religión tiene inevitablemente un aspecto social —dijo midiendo las palabras, como queriendo poner las cosas en su sitio—: «Los profetas de Zwickau» eran los reformadores de la Reforma. Rompían imágenes sagradas y anhelaban dinero por encima de todo. Eran humanos. Aspiraban a que la religión los redimiera; luchaban por una religión práctica. Por esa razón provocaron la guerra. Franz von Siecbingen, con todo su prestigio, se puso al frente de ellos, pero Lutero pudo más, los derrotó. Y no porque le parecieran mezquinas sus aspiraciones, sino porque no era bueno el camino escogido para alcanzarlas.

—Tampoco yo apruebo ese camino.

—Todo es humano y comprensible. Los campesinos, los menestrales, los mineros no contaban con grandes cabezas, tan sólo disponían de cuatro ideas elementales pero bastaban para enardecerles. Así se extendieron por Alsacia. Ante todo el Derecho Divino, se decían. Pero ese Derecho debería prevalecer sobre la servidumbre, el privilegio de la caza, o el derecho de pernada… en suma, sobre todos los abusos señoriales. Y, al propio tiempo, aspiraban a elegir sus párrocos, a modificar el diezmo que les exigía su Iglesia y a vivir una vida evangélica. Para ellos, todo era religión.

Cipriano Salcedo no pensaba lo contrario pero hallaba cierto placer en desbaratar los planteamientos de su interlocutor:

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